Desde que trabajo en Bruselas no dejo de sorprenderme de este país tan rico en un tiempo y tan progresivamente roto en la actualidad. Rico lo fue, cuando dominó el Congo y las ganancias de una colonización explotadora se trasladaron a una burguesía capitalina que acabó construyendo una bella ciudad, unas calles que hay que recorrer mirando a las fachadas, como París, para descubrir la arquitectura y el confort de unas construcciones acomodadas. Ricos lo fueron cuando crearon las primeras siderurgias y altos hornos de Europa en la zona del carbón y del acero, en la actual Valonia, en las viejas ciudades del sur belga, Charleroi, Lieja... Roto lo está, porque una disputa lingüística en su origen, pero más compleja en su realidad, les convoca nuevamente, crisis tras crisis, a unas elecciones anticipadas que, en el fondo, no resolverán nada porque se trata de un problema tan profundo y tan enraizado en la doble comunidad belga que la soberanía popular sólo puede confirmarlo y en el peor de los casos acentuarlo.
Éste es el drama de la Bélgica de hoy, en la que, muchos dicen, sólo queda la monarquía, la bandera, los Diablos Rojos y las instituciones europeas como elementos comunes y vertebradores de lo que un día fue una nación. Bélgica es el exponente de un país en el que dos comunidades se dividen hasta la exageración y del antagonismo por razones lingüísticas e identitarias. La dimisión del último Gobierno belga trae como causa una disputa político-electoral en tres pequeñas localidades situadas en las proximidades de Bruselas, en las que una presencia del 40% de población francófona distorsiona la aplicación de las reglas de gobierno flamencas en un territorio perteneciente a Flandes, es decir, a la zona neerlandesa del país.
Los francófonos de la Valonia hablan francés y viven en francés. TV, periódicos, comunidad, escuela, gobierno, partidos, todo es francófono en la Valonia. El neerlandés es un idioma del que saben cuatro cosas, pero su segundo idioma es el inglés (en la escuela, en la empresa y en la política). Los flamencos, por su parte, hablan flamenco y odian el francés. También tienen el inglés como segunda lengua. Bruselas está en Flandes y teóricamente es bilingüe, pero en realidad se habla francés por su carácter internacional e institucional. Los partidos en cada comunidad son diferentes. El Partido Socialista valón, por ejemplo, estaba en el Gobierno belga dimitido y el Partido Socialista flamenco le hacía la oposición, es decir, están enfrentados por comunidad identitaria aunque sean de la misma familia ideológica. La descripción del conflicto belga puede resultar interminable y los periódicos de estos días lo relatan con más detalle y precisión. Las diferencias económicas entre el norte y el sur, es decir, entre Flandes, región poblada y más dinámica económicamente, y Valonia, que sufre el declive de las viejas regiones industriales del pasado siglo, intensifican las tentaciones particionistas. Una cierta sensación de problema irresoluble lleva a muchos a pensar en la necesidad de configurar dos naciones diferentes, algo que se empieza a ver con entusiasmo en el nacionalismo flamenco y con inevitable resignación por la población francófona, entre los que no faltan los que no rechazan incluso su incorporación a Francia.
Me resulta imposible evitar trasladar esta realidad a nuestro país. Una comunidad bilingüe que hable y ame sus dos idiomas (Cataluña y Galicia son un buen ejemplo) es una comunidad vertebrada en la que el dominio de sus dos lenguas une, vertebra y enriquece. Euskadi debe aspirar a eso y trabajar en esa dirección. Si el nacionalismo vasco se apropia del euskera y quienes no lo dominan o quienes no se sienten nacionalistas se oponen y se enfrentan a él, la lengua y su utilización partidista nos dividirá. Lo mismo puede y debe decirse de la hipótesis contraria. Si quienes no somos nacionalistas despreciamos el euskera o aceptamos su desaparición por indiferencia o pasividad, la comunidad euskaldun se radicalizará y la división entre valles y ciudades y entre zonas euskaldunes y castellanas producirá una división imposible de vertebrar.
Hace unos días tuve el placer de moderar una mesa sobre literatura vasca y Europa en el Parlamento Europeo, organizada por la UNED. Junto a Lourdes Auzmendi, viceconsejera de Política Lingüística del Gobierno vasco, participaron María José Olaziregi, Aingeru Epaltza, Xabier Zabaltza y Joxean Muñoz. Todos ellos son escritores vascos y en esa mesa les oí hablar de su literatura. Confieso que toda la literatura en euskera que conozco la he leído en castellano, pero con la misma sinceridad declaro mi emoción con esa literatura que surge e identifica una realidad tan cercana como conocida y querida. Que se expresa en un euskera desprovisto de significados ideológicos y políticos y relata mundos, paisajes, espacios, vidas o creaciones literarias conocidas. Las obras de Atxaga, Saizarbitoria, Lertxundi o Uribe me suscitan esos sentimientos. No disfruto de la dulzura y la musicalidad de su fonética, pero me agrada una literatura en euskera sin más pretensiones que la que nos describe sin apellidos partidistas y que nos integra a todos, sea cual sea nuestra aspiración política. Ese euskera multiidentitario y plural que busca su lugar entre las lenguas, sin apropiaciones ni exclusiones. Ese euskera (y su literatura) enriquecido de la cultura y de las literaturas del mundo, expresado y explicado con ese ánimo integrador, desprovisto de etiquetas o de pretensiones milenarias, desnacionalizado, construido desde múltiples identidades, es una invitación a su aprendizaje y a su dominio.
Al recordar a Miquel Siguán, fallecido recientemente, padre intelectual del bilingüismo catalán-español que disfruta hoy Cataluña, he releído a Mitxelena, que escribió en 'El largo y difícil camino del euskera': «(
) no debemos caer en el infierno del ghetto por huir del purgatorio de la diglosia. La integración nos es tan necesaria en el aspecto lingüístico como en cualquier otro». No se puede decir mejor y no puede resultar más oportuno, mirando la dramática fractura belga.