30 de marzo de 2021

Uno de los mejores.

 Le llamábamos Napoleón. Era un mote fácil que los niños de aquel colegio de Herrera le pusimos al fraile recién llegado que apenas tenía unos pocos años más que nosotros. Combatía su juventud y evitaba el choteo de los niños con un gesto adusto y serio, metiendo su mano derecha en el pecho entre los muchos y pequeños botones de su sotana negra, adornada por el babero blanco plastificado de los Hermanos de La Salle. Por eso fue fácil encontrar el mote que todo profe merecía. 

Mucho tiempo después me lo encontré en la política vasca. Eran los primeros años ochenta. Nunca olvidaré que mi primer comentario fue recordarle la severidad con la que nos obligaba a aprender los ríos de España. Todos, uno por uno. Hicimos muchas bromas sobre aquel tiempo en el que diez años de diferencia nos  colocaron en espacios antagónicos de clase y nuestro reencuentro volvía a colocarnos en la rivalidad de partidos políticos que competían por un espacio electoral parecido. Fue un encuentro entrañable, sin embargo. Acompañaba a Mario Onaindia y a Juan Mari Bandrés (¡¡cuántas y valiosas perdidas!!) en las primeras conversaciones que manteníamos para conocernos y forjar la fusión años después. Mario era divertido, ocurrente, genial. Xabier era más serio, más rígido, más deudor de su propia organización,  menos dado a cambios o quizás más dispuesto a una fusión construida más sobre su Euskadiko Ezkerra que sobre el PSE. Finalmente, casi diez años después, la conseguimos, creando el PSE-EE con la ayuda de Jon Larrinaga y de otros de sus compañeros de entonces, además, claro está, de la colaboración imprescindible de Mario. 

Xabier no quiso sumarse. Lo sentí mucho. Yo creo que fue su propio sentido de la lealtad a la marca y a la casa a la que pertenecía, lo que le mantuvo en tierra de nadie. No se sentía con ganas de empezar otra andadura política. Quizás simplemente no fuimos capaces de involucrarle en el nuevo proyecto. Pero al perder su etiqueta partidaria, esa que tanto nos marca y que tanto nos distancia en Euskadi, resultó muy útil para su nombramiento como Ararteko. Le apoyamos y le renovamos el mandato porque era ideal para el cargo. Serio y responsable. Severo y exigente con las administraciones, atento a las injusticias o a los incumplimientos del deber, cercano a los ciudadanos, próximo a los humildes, abierto a todas las opiniones. Estaba en todo. Su presencia institucional era plena y permanente. 

En el ejercicio de su cargo destacó por la defensa de los Derechos Humanos y por su sensibilidad para con las víctimas del terrorismo. Durante años ha mantenido esos vínculos y ha sido ponente de congresos y seminarios en esos entornos hasta hace bien poco. Amaba Bilbao. Disfrutaba de sus calles y su cultura. Begoña le guio a la música y al arte. Vivían en el corazón de la villa y acudían a exposiciones y conciertos casi cada día. Pudo ser Ararteko europeo a principios de siglo, pero se torcieron las complejas gestiones para lograrlo. 

El odio y el sectarismo de la Batasuna de los noven a los expulsó de su ciudad y les alejó de sus amigos y de sus familias. La persecución y el acoso de aquellos fanáticos de «socializar el sufrimiento», las pintadas, las llamadas telefónicas, la necesidad de protección, el abandono y la cobardía de muchos... les echó de Bilbao. Encontraron refugio en Almería y fueron felices con nuevos amigos, con más música, con más paz, con el sol y buena gente.


Xabier era muy buena gente. Le visité en Rabat, cuando estuvo al frente del Instituto Cervantes en Marruecos. Compartíamos artículos y lecturas. Su hermano fraile en Caracas le enviaba crónicas de la catástrofe venezolana y las comentábamos. Estaba lejos, pero nos seguía muy de cerca. Era uno de los mejores. 

Agur Xabier.

Publicado en El  Correo 30/03/2021

23 de marzo de 2021

El nacionalismo después de Trump.


“Ante el final caótico de la presidencia de Trump y los retos políticos y económicos expuestos por la pandemia, cabe preguntarse si el nacional-populismo sufrirá un declive o seguirá remando a contracorriente de la historia”


"Oh mia patria sì bella e perduta!”, cantan los coros de Nabucco en la ópera de Verdi. No por casualidad estamos en 1842 e Italia no es Italia todavía. Mucho antes de que el nacionalismo se convirtiera en ideología política, o más bien, mucho antes de que inspirara y vertebrara movimientos políticos diversos a finales del siglo XIX, el nacionalismo surgió en la transición de la sociedad agraria a la industrial, con el declinar de la cultura popular y en el contexto de la aparición de los Estados-nación, como explica el filósofo británico de origen checo Ernest Gellner. La emergencia de las naciones produce una especie de ilusión óptica, de lógica emulativa, en aquellos espacios culturales e históricos en los que se fundan las aspiraciones nacionalistas a lo largo de los dos últimos siglos.
Lo cierto es que esa pasión de los seres humanos, ese amor a la patria, esa emoción del alma llena de recuerdos y deseos de vivir unidos (en palabras del pensador francés Ernest Renan) sigue impulsando los corazones de mucha gente en todo el mundo y sigue explicando o motivando conflictos y razonamientos políticos del presente. A finales del siglo pasado, el sociólogo francés Alain Touraine pronosticó que el siglo XXI estaría dominado por “la cuestión nacional”, como el siglo XX lo estuvo por “la cuestión social”. Él lo explicaba diciendo que el mundo se enfrentaba a un conflicto total entre un universalismo arrogante y unos particularismos agresivos, y que nuestro reto sería establecer valores comunes entre intereses opuestos.
De hecho, este reto está presente en la mayoría de los conflictos que surgen entre globalización e interés nacional, y explican gran parte de las dificultades del mundo, en 2021, para gobernar la globalización. Aunque, quizás, deberíamos empezar por distinguir entre interés nacional y nacionalismo. El nacionalismo como doctrina política exacerba y utiliza el sentimiento nacional con intencionalidad manifiesta, para objetivos políticos concretos. Buenos o no, eso puede juzgarse en cada caso. Por eso, no todos los nacionalismos merecen un juicio crítico, aunque tengamos una opinión contraria a sus influencias en los tiempos de globalización supranacional en los que vivimos.
Hitler fue un nacionalista genuino, que provocó el horror nazi, pero Gandhi también lo fue y su nacionalismo logró la independencia de la India.
La pregunta pertinente es por qué, en plena globalización económica, científica y tecnológica, en la extraordinaria experiencia de la construcción europea, en un mundo interconectado en las redes y en la información, en el siglo de la comunicación instantánea y de las consecuencias inmediatas y  concatenadas de los acontecimientos, por qué, en este mundo global, resurgen los sentimientos patrios, las identidades, los orígenes, las diferencias, los viejos odios históricos a los vecinos. Por qué, siendo como somos herederos de la Ilustración y del racionalismo, educados en el humanismo, en la razón, en la democracia y en los derechos, en las sociedades abiertas, tolerantes, universales, nos encontramos con frecuentes apologías de la diferencia y de los orígenes, como si la única manera de identificarnos sea remitirnos a nuestros antepasados y como si nuestras mejores cualidades fueran las que nos diferencian de los otros, sin comprender que casi siempre que reivindicamos nuestra identidad a partir de la diferencia incurrimos en el racismo o en el supremacismo.
O peor aún, olvidando que hoy se siguen cometiendo crímenes horribles en nombre de la identidad, étnica o religiosa, a pesar de que la mayoría de nosotros seamos ya mixtos en nuestras identidades lingüísticas, vivamos en ciudades melting pot (crisol de culturas y etnias), compartamos trabajos con compañeros de orígenes y opiniones diversos y nos importe poco la religión o el agnosticismo de nuestros conciudadanos. Como decía el escritor francolibanés Amin Maalouf, mi identidad está a caballo de dos países, entre dos o tres lenguas, con varias tradiciones culturales…

REDUCCIÓN DE LOS MÁRGENES IDEOLÓGICOS

Es pertinente una reflexión autocrítica sobre los efectos que está produciendo la globalización acelerada en los últimos 30 años, demasiado desregulada, ideológicamente muy neoliberal (confianza ciega en los mercados y descrédito fatal del Estado) y creadora por ello de negativos efectos sociopolíticos, que ahora estamos descubriendo muy peligrosos para nuestro contrato social (desigualdad) y para nuestras democracias (populismos).
Una primera explicación al resurgimiento de los nacionalismos debe abordar, pues, esa rebelión particularista contra la uniformidad cultural. La reaparición de estos sentimientos identitarios es muchas veces una reacción a la modernidad capitalista global de las marcas, del consumo mundializado, del ocio estandarizado, de las pautas sociales masificadas y homogeneizadas.
Hay nacionalismo también derivado del estrechamiento de los márgenes nacionales en las políticas públicas. En los espacios fiscales, laborales y económicos, la política nacional ha reducido sus capacidades e influencia, produciendo una fácil manipulación contra los órganos e instituciones supranacionales que, a su vez, son insuficientes para hacer frente a los efectos de una globalización económica y comercial desregulada. Esto acentúa la crisis ideológica de la izquierda política, que durante el siglo XX, en especial en su segunda mitad, tuvo la capacidad de aglutinar las aspiraciones emancipatorias y de justicia social de una gran parte de la población. Ahora, en los reducidos márgenes del Estado, ha perdido gran parte de sus potencialidades porque le han cambiado el tablero donde se juegan sus ideales. Hay muchas otras razones para explicar las dificultades de la socialdemocracia para el arrastre de las masas y la vertebración mayoritaria de su proyecto, pero una de ellas es, sin duda, la traslación a espacios supranacionales no gobernados de muchas de sus reivindicaciones y, por tanto, su impotencia para hacer verosímiles y patentes sus soluciones. Esa crisis ideológica explica también la tentación introspectiva de muchos votantes de izquierda, atrapados o movilizados por movimientos identitarios nacionalistas o engañados por populismos.
Con seguridad encontraríamos más explicaciones en el resurgimiento de los nacionalismos en el escenario político. La caída del muro de Berlín o la desaparición del comunismo, por ejemplo, provocaron la reaparición de nuevos Estados y una sucesión de conflictos etno-nacionales que se mantienen vivos en un delicado equilibrio, incluyendo cambios en fronteras que creíamos inamovibles. Desde las repúblicas bálticas a los Balcanes, desde Ucrania a Nagorno Karabaj: esa explosión de nuevas naciones y disputas interétnicas ponen el nacionalismo en el centro de la escena.
Lo importante, sin embargo, es señalar que, una vez más, el nacionalismo ha sido utilizado como argamasa de ocasión para desviar problemas, ocultar responsabilidades, alcanzar mayorías o ganar batallas políticas bastardas y sectarias. Porque si bien es cierto que no todos los nacionalismos son populistas, bien puede decirse que todos los populismos son nacionalistas. Todos utilizan la emoción nacional como herramienta útil de convocatoria, de llamamiento, de vertebración social, aunque el propósito de su movimiento sea muy diferente o incluso contradictorio.

UN EJEMPLO TRAS OTRO 

Hace falta recordarlo? Los generales argentinos de la junta militar ocuparon Stanley (capital de las islas Malvinas) como vía de escape a su fracaso y a su dictadura sangrienta, y Margaret Thatcher renovó su mayoría en 1983 después de su victoriosa expedición para recuperar las islas. Vladímir Putin consolida su autocracia reforzando el papel internacional de Rusia y rememorando así los viejos tiempos soviéticos del mundo bipolar. Y Recep Tay-yip Erdogan hace lo mismo en Turquía encendiendo la llama histórica del Imperio otomano (aunque sea a costa de dilapidar la modernización laica y democrática de Atatürk). En Brasil, Jair Bolsonaro viste la camiseta nacional y se envuelve en la retórica nacionalista cada vez que puede. En México, Andrés Manuel López Obrador se impregna de indigenismo reivindicativo en sus efemérides históricas. El italiano Matteo Salvini dispara contra Bruselas como el eje del mal y la francesa Marine Le Pen contra el euro, reivindicando el nacionalismo económico y el proteccionismo nacional: son los ejemplos europeos más expresivos junto al referéndum británico sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea, uno de cuyos eslóganes –Take back control (recuperar el control)– agrupó en su exitosa campaña tal conjunto de apelaciones nacionalistas que su victoria no habría sido posible sin ellas.
Donald Trump es quizá el último y el mejor ejemplo de nacionalismo populista o de populismo nacionalista que, en este caso, es lo mismo. Sus lemas fueron America First y Make America Great Again; este último, por cierto, fue también eslogan de otro candidato republicano: Ronald Reagan. Todo lo que Trump ha hecho –y deshecho– ha estado inspirado y promovido por este principio esencial de sus políticas: el nacionalismo.
Nacionalismo económico en sus relaciones comerciales con el resto del mundo. Revisión del acuerdo con México y Canadá; suspensión de las negociaciones con Europa para un Tratado de Libre Comercio; bloqueo de la Organización Mundial del Comercio al no nombrar árbitros para su órgano de resolución de controversias; guerra de aranceles con Europa; sanciones a las tecnológicas chinas… Trump ha destrozado la buena fe y las reglas en el comercio internacional por un nacionalismo exacerbado, basado en sus promesas electorales a los trabajadores y a la clase media de devolver a Estados Unidos la producción deslocalizada en China y el resto del mundo en décadas anteriores.
Conquistó antiguos votantes demócratas con un nacionalismo económico primario, ramplón, mentiroso, propio de ese populismo sin escrúpulos que siempre practicó. La guerra tecnológica con China ha tenido esa cobertura propagandística, aunque sus motivaciones e intereses son muy distintos. Ha utilizado una política comercial nacionalista para obtener otros resultados, como hizo con sus exigencias a México para controlar su frontera sur con Centroamérica y evitar las migraciones desde Honduras, El Salvador y Guatemala.
También ha habido un nacionalismo geopolítico con Irán, rompiendo el acuerdo que la comunidad internacional (incluido EEUU) había logrado pocos años antes. Nacionalismo energético al intentar impedir el gasoducto de Rusia a Alemania, y ofreciendo a cambio buques de gas de esquisto americano. Nacionalismo militar, al exigir a Europa que su mejor y mayor contribución a la defensa europea se materializara en el compromiso de armamento estadounidense y no en la gestación de un sistema europeo de defensa, potenciando la industria militar europea. Para qué seguir.
Es verdad que la frontera entre interés nacional y nacionalismo es sinuosa y abstracta. Pero eso no impide calificar el discurso político y la retórica verbal de Trump como nacionalista. De hecho, basta mirar la indumentaria y las banderas de sus seguidores en la toma del Capitolio. Lo grave y triste a la vez es que ese nacionalismo de sus eslóganes va acompañado de un supremacismo blanco que sustenta el racismo más reaccionario. La ópera bufa que allí se vivió el 6 de enero no será solo un intento de insurrección o de sedición, sino también la reivindicación de una América profunda y sectaria anclada en sus orígenes y nacionalista en sus fines, armada, cristiana, blanca. La Great America Again.

DESPUÉS DEL CAOS, ¿QUÉ VIENE? 

Por todo ello, interesa especular con el futuro, ante la derrota que ese mundo experimenta, con un final tan caótico como vergonzoso. Interesa razonar sobre la persistencia de ese componente sentimental en la política futura, a la vista del fracaso de sus logros y ante la evidencia de que muchas de sus promesas se quedaron en eso, en patéticas proclamas, respuestas tan simples como falsas, mientras las mentiras, poco a poco, van desvelándose como tales. La pregunta es si el nacional-populismo después de Trump y del Brexit, en plena pandemia, con las vacunas como promesa de terapia universal, sufrirá un progresivo declive o seguirá triunfando en las redes y en la política real.
En la experiencia estadounidense nos miramos todos, y ese reflejo ofrece lecturas más o menos interesadas en el análisis de nuestras respectivas realidades.
Ante los apoyos electorales de Trump, al observar los miedos del Partido Republicano a romper con él –y a romperse, me temo–, al analizar las redes sociales y la cantidad de gente que le cree, le apoya y le considera “un patriota”, nadie duda de que la división social en EEUU es grave y de que la tarea de Joe Biden por unir a la sociedad de su país es enorme. 
Pero, ¿Cuáles  son los factores que influirán en esa tarea y cómo interpretar la experiencia estadounidense para encontrar lecturas propias sobre movimientos nacionalistas y populistas semejantes?
Hay al menos cuatro consideraciones comunes a estos acontecimientos que deberían inspirarnos para reaccionar de manera oportuna e inteligente ante las amenazas que representan para la democracia.

1. El carácter antidemocrático de sus raíces.
La democracia es muchas cosas: el gobierno de la mayoría, el respeto de las minorías… pero es también la aceptación de la derrota. La primera lectura que debemos extraer de la experiencia reciente en EEUU es la ausencia absoluta de tolerancia hacia el diferente, del respeto al otro, de la aceptación, en suma, de la derrota y de pertenecer a la minoría.
A través de las redes sociales y del discurso del líder se ha difuminado la frontera entre la verdad y la mentira, dando pie a creencias masivas, esotéricas y falsas. La polarización que sustenta el debate sentimental-nacionalista frente al debate ideológicoracionalista fractura la sociedad y tensiona las virtudes democráticas de la tolerancia y el debate constructivo. Se forman bloques enfrentados en trincheras irreconciliables que se retroalimentan con agravios recíprocos y con interpretaciones antagónicas de los hechos.
El nacional-populismo es antidemocrático en su esencia y en su comportamiento, y no creo aventurado decir que nos hemos vacunado, siquiera sea en una primera dosis. Lo sucedido tras las elecciones del 3 de noviembre en EEUU hace historia, marca tendencias. El mundo ha comprobado que atacar el Parlamento, la sede de la soberanía popular, inmediatamente después de perder las elecciones, es la más genuina expresión del totalitarismo.


2. Del rechazo de la democracia a la violencia solo hay un paso. La suma de conspiranoicos y supremacistas que crece en las redes sociales y en el debate sentimental-nacionalista, la facilidad con que se extienden las noticias falsas y las manipulaciones de los hechos, exacerban las relaciones. El abuso de la mentira, el desprecio de las instituciones, la banalización de las reglas de la democracia, los discursos racistas, la incitación al odio, terminan en violencia, convirtiendo al adversario político en enemigo. Son la fase inicial de un camino al enfrentamiento. Son las camisas negras con el eslogan Civil War y las banderas confederadas –máximo emblema del racismo esclavista– de personas fanatizadas por sus creencias y convicciones que solo pueden expresarse mediante la agresión y la fuerza bruta. Pero la violencia contamina las causas que se dicen defender con ella, y el nacionalismo primario y racista que mostraban los asaltantes del Capitolio destroza cualquier pretensión política, la convierten en marginal, minoritaria, propia de exaltados e irresponsables.
Esta es la segunda lección que queda de esos hechos, y es también una esperanzadora lectura para el futuro.


3. Sus promesas solo son eso, promesas incumplidas. Mentiras. El Brexit se vendió como una recuperación máxima de soberanía, envuelta en un discurso de exaltación patriótica del poder universal de Reino Unido en tiempos pasados. Cuatro años después, todo el mundo ha visto los costes de abandonar la UE y los riesgos de desmembración de un reino que quizá acabe siendo simplemente Inglaterra. Las promesas de Marine Le Pen de un referéndum en Francia para salirse del euro y de leyes protectoras de mercado nacional no fueron avaladas por la mayoría electoral, pero todos sabemos que hubieran sido imposibles por inviables, a riesgo de sacar a Francia de los mercados. Con Salvini y sus exabruptos antimigratorios pasa lo mismo. El nacionalismo catalán promete el mejor de los mundos con la independencia, al mismo tiempo que las empresas huyen de Cataluña y su población se fractura y se enfrenta en sus identidades.
Trump prometió horizontes espléndidos en los llamados “cinturones del óxido” (zonas industriales deprimidas del medio oeste y el Atlántico medio de EEUU), y ahí siguen. Aseguró que haría un muro y que México lo pagaría.
México no ha pagado nada de la porción de muro que Trump ha añadido al ya existente para poder visitarlo en los días oscuros de su final de mandato.
EEUU no se ha hecho grande de nuevo. Cerrar fronteras a la inmigración dificulta la atracción de talento, emprendimiento y creación de valores en universidades y en polos tecnológicos. El proteccionismo comercial no mejora, sino que empobrece la competitividad.
El discurso nacional populista es muy efectivo. Puede ser retóricamente imbatible a veces, pero es efímero y volátil por su intrínseca falsedad. Es finito, porque tiene siempre un final infeliz al descubrirse su incumplimiento o, peor, al comprobarse sus maléficos efectos. La historia está llena de buenos ejemplos. El final de Trump pudo ser otro. Pero es el que es y las consecuencias de sus mentiras, por muy populares que hayan sido –y que lo sigan siendo–, no traspasarán el espejo de la verdad y el poso del interés general, de las cosas buenas y bien hechas.


4. Contrario al sentido de la historia del progreso humano. Al comienzo de la pandemia del Covid-19 hubo un brote nacionalista. Era el Estado el que dictaba medidas de protección, salvaba empleos y empresas, dependíamos de su servicio sanitario. Las estadísticas, el debate político de la gestión, todo era nacional. Pero el virus es planetario, los laboratorios son internacionales y las vacunas que nos salvarán vienen de la investigación universal. La recuperación económica será global, las ayudas para los europeos serán europeas, la defensa de un ecosistema que no cree otras zoonosis corresponde al mundo entero, como la lucha contra el cambio climático. La globalización económica sufrirá ajustes, pero no se detendrá, impulsada por la tecnología y el comercio. La gestión de gobierno en general se ha hecho más técnica y compleja, dependemos más de expertos y técnicos del mundo entero. Así podríamos seguir dando argumentos contra esa lectura miope y equivocada que mira al entorno local para contemplar solo ese pequeño mundo.
Días después del asalto al Capitolio, Santiago Abascal, líder de Vox, anunciaba en una entrevista una gran alianza europea denominada “liga patriótica contra el globalismo”. En un solo titular se mezclaban dos mentiras del nacional-populismo: enfrentar la patria a la globalización y proponer el Estado como único espacio de las cosas públicas. Ya vivimos en sociedades multiétnicas, como nos anunció Giovanni Sartori: nuestro mundo es mestizo, pluriétnico. Lo son nuestras ciudades, los compañeros de trabajo, las familias, lecturas, viajes, aspiraciones, problemáticas… Estamos obligados a combinar nuestras identidades con la pluralidad, con la comunidad de valores, ideas, aspiraciones humanas, en el más moderno cosmopolitismo.
Las reivindicaciones nacionalistas son contrarias al sentido del movimiento de las agujas del reloj. Son contrarias al progreso y al bienestar de la humanidad.
Todo en este siglo XXI –y mucho más después de la pandemia y del fracaso de Trump– llama a una globalización gobernada, mejor regulada, construida sobre un multilateralismo renovado y reforzado, que ponga en manos de nuestras instituciones multilaterales y de sus agencias una agenda ambiciosa de tareas pendientes, y que traslade a los organismos financieros internacionales la construcción de un nuevo marco para la economía, el comercio y las finanzas globales.
Puede que sea un análisis optimista de lo que ha sucedido en el Capitolio y de las tendencias que pueden producirse después de la pandemia. Pero creo que estas corrientes de fondo, estas reflexiones, nada sofisticadas ni esotéricas, alimentarán nuestra fe en la democracia y combatirán las tentaciones nacional- populistas que se estaban –y están– manifestando en todo el mundo. ●


Publicado en POLÍTICA EXTERIOR • MARZO/ABRIL DE 2021

22 de marzo de 2021

Presentación del Informe América Latina una agenda para la recuperación. EUROLAT

Presentación en la sede del Parlamento Europeo en Bruselas del Informe América Latina: Una agenda para la recuperación, impulsado por la Fundación Euroamérica y la Fundación Iberoamericana, dentro de la Asamblea Parlamentaria EUROLAT.



18 de marzo de 2021

Conferencia inaugural I Congreso Internacional Relaciones entre Europa, América Latina y El Caribe.


La Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste, la Universidad de Extremadura (UEx) y el Centro de Estudios de Iberoamérica de la Universidad Rey Juan Carlos (CEIB-URJC) han organizado el I Congreso Internacional Relaciones entre Europa, América Latina y El Caribe: un espacio de encuentro que ha tenido lugar en Guadalupe (Cáceres) los días 18, 19, y 20 de marzo de 2021.

Conferencia inaugural: “Pactos necesarios para la recuperación de América Latina”. 
Ramón JÁUREGUI ATONDO. 
Presidente de la Fundación Euroamérica y miembro de la Academia de Yuste – Sillón Stefan Zweig.



 

10 de marzo de 2021

Mercosur en el alero. ¿Y México?

El acuerdo UE-Mercosur, negociado durante veinte años y finalmente acordado hace casi dos (en junio de 2019) está pendiente de su aprobación en el Consejo de la Unión Europea y de ratificación posterior por el Parlamento Europeo. Este anómalo retraso pone en evidencia las enormes dificultades políticas que tiene Europa para dar luz verde a un acuerdo tan importante. Tan es así, que ha llegado la hora de denunciar como posible y me temo que probable, la renuncia europea a este Acuerdo Comercial, de Asociación Política y de Cooperación con el espacio regional sudamericano más importante y con dos países claves en nuestro radar exterior como son Argentina y Brasil.

Solo un acuerdo en el Consejo bajo Presidencia portuguesa, (es decir, antes de julio de este año), evitaría entrar en un periodo de enorme sensibilidad política para Alemania y Francia, países claves para la ratificación europea. Como bien se sabe, las elecciones alemanas, en el segundo trimestre de 2021 y las presidenciales francesas, en el primero de 2022, son el peor escenario para que ambos países venzan sus dificultades interiores a la ratificación. En efecto, los verdes alemanes, segundo partido en las encuestas, se oponen tajantemente al Acuerdo y el rechazo del agro francés hará muy improbable el compromiso de su gobierno en ese periodo, lo que nos llevaría a un incierto segundo semestre de 2022. ¿Quién puede asegurar que un aplazamiento de más de tres años desde el fin de las negociaciones no acabe siendo interpretado como una negativa final a su ratificación?

Más allá de razones ocultas de algunos países europeos al acuerdo con Mercosur, especialmente en el ámbito de la competencia agrícola y ganadera, el argumento formal que ha paralizado la ratificación europea, son las dudas sobre los compromisos de los países del Mercosur en la lucha contra la deforestación y en el cumplimiento del Acuerdo de París. Desde septiembre de 2020, la Comisión está estudiando y negociando una "Ampliación de estos Compromisos" que se añadirían al Acuerdo y facilitarían su ratificación europea. En la reciente cumbre ministerial EU-CELAC de diciembre de 2020, los ministros de Exteriores emitieron un comunicado en este sentido. Poco se sabe de esta negociación complementaria. Dombrovskis, el comisario europeo encargado de esta negociación, no dice nada. Sinceramente este escenario me parece lamentable, después de tantos años de trabajo y después del éxito alcanzado en junio de 2019. Perder esta oportunidad de establecer un gran acuerdo Político y Comercial con el espacio regional más importante de Sudamérica será gravísimo en todos los órdenes.

Desde un punto de vista geopolítico, Europa no puede perder pie en América Latina. Mercosur nos ofrece la posibilidad de cubrir todo el subcontinente con Acuerdos Comerciales (salvo Venezuela y Bolivia), incorporar a Brasil y Argentina a nuestra Asociación política en el mundo y reforzar nuestro papel en las grandes instituciones internacionales (desde el G-20 a Naciones Unidas) y financieras (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial etc). Desde el punto de vista comercial se trata del Acuerdo más ambicioso de la Unión Europea. Mercosur es un mercado muy proteccionista, con aranceles del 35% en automoción, textiles y calzado, del 18 % en productos químicos, o el 14 % en farmacéuticos. El ahorro de aranceles puede llegar a los 4.000 millones de euros al año, es decir, 8 veces los beneficios del acuerdo con Canadá y 4 veces los de Japón. A su vez, Mercosur accede con iguales beneficios al mercado más grande del mundo (después de China). 500 millones de consumidores con alto valor de compra. También importa recordar que el acuerdo otorga a Europa la "ventaja del pionero" en compras públicas, ventaja que Mercosur no ha concedido todavía a ningún otro país, a pesar de que China es su principal socio comercial.

La esperanza para una ratificación del Consejo en breve tiempo (antes de Julio, repito) es que se logre rápidamente este "compromiso complementario" y que las grandes potencias europeas, desde luego Alemania y Francia pero también España, Países Bajos, Italia etcétera, fuercen esta aprobación antes del verano, fracturando el acuerdo (Split) y aprobando únicamente el Acuerdo Comercial, que no necesita la unanimidad ni la ratificación posterior por los parlamentos nacionales (y algunos regionales).
Este artificio de dividir el Acuerdo y separar el contenido comercial de la asociación política y la cooperación, está emergiendo en Bruselas como la mejor solución, la menos mala podríamos decir mejor, para evitar los engorrosos trámites democráticos que los Tratados exigen para su ratificación parlamentaria. De hecho, el de Modernización del Acuerdo UE-México prácticamente ultimado desde hace meses, corre la misma suerte, lo que no gusta, en absoluto al gobierno mexicano. ¿Será esta circunstancia, un problema añadido a la ratificación de la primera modernización y actualización del Acuerdo UE-México?

Esperemos que no, pero tenemos que reconocer que tenemos un problema serio en nuestra capacidad negociadora de un Comercio Libre-Regulado con el resto del mundo si nuestro proceso de ratificación -forzosamente democrático, es verdad- resulta tan complejo y lleno de dificultades nacionales, a veces insalvables. Ha llegado la hora de un esfuerzo final por parte de España y la presidencia portuguesa para llevar a la mesa del Consejo Europeo de junio la ratificación del acuerdo UE-Mercosur. Ha pasado ya demasiado tiempo la Comisión para consensuar el redactado del Compromiso complementario a negociar con Mercosur y obtener así las garantías medioambientales necesarias para eliminar las reticencias y dudas europeas sobre esta materia. Ha llegado la hora de decidir la forma de la ratificación del acuerdo, separando o no, la parte comercial del acuerdo político y de cooperación. Ha llegado la hora de decidir si queremos o no este acuerdo, en mi opinión, vital para Europa y para Mercosur también.

Publicado en El Economista, 10/03/2021

3 de marzo de 2021

La elusión fiscal NO es sostenible.


Hay una creciente presión para que sustituyamos la antigua Responsabilidad Social Empresarial (RSE) o corporativa (RSC) por el genérico y fácil término de la Sostenibilidad. Es una tendencia universal y en parte, responde a las exigencias de la simplicidad y a la superación de los acrónimos, muchas veces confusos y olvidadizos. Me parece bien. No debemos hacer de esto una batalla. El nominalismo de la cosa no es el tema. Pero Sostenible es un término muy amplio, quiere decir muchas cosas y la interpretación ciudadana de la sostenibilidad también es muy plural y muy confusa. La mayor parte de las veces que se utiliza necesita un complemento directo para indicar el tema al que se refiere.

Así, la sostenibilidad económica o financiera hace referencia a ambos conceptos y, ciertamente, tiene muy poco que ver con la Responsabilidad Social de la Empresa. Mayoritariamente se relaciona la sostenibilidad con el medio ambiente y la lucha contra el cambio climático, Pero también se utiliza -aunque menos- para referirse a la gobernanza o a la política social de las compañías. De hecho, las siglas ESG combinan los criterios medioambientales (E), sociales (S) y de gobernanza (G). A ello se referían María Prandi y Pía Navarro en estas mismas páginas reclamando que: “la transición digital y verde debe incluir una dimensión social y ésta debe ser justa, basándose en el respeto a los Derechos Humanos”.

Pues bien, esta visión amplia, universal y holística de la sostenibilidad debe incorporar la fiscalidad de las empresas como uno de los planos fundamentales de su análisis y de su reporte. Hace ya mucho tiempo que venimos insistiendo en que la responsabilidad fiscal de las empresas es un aspecto neurálgico de su compromiso social, hasta el punto de que bien puede afirmarse que no hay sostenibilidad sin transparencia y ética fiscal.

Las razones de esta exigencia son evidentes. El impuesto de sociedades, es decir, el que grava los beneficios de las empresas, está en caída libre, en plena escalada de los gastos públicos, no solo por las ayudas al mundo empresarial (ERTE’S) por la pandemia, sino por la creciente demanda social de servicios públicos de calidad (principalmente de Sanidad). De manera que la paradoja está servida: todo el mundo demanda al Estado políticas de apoyo a las empresas, políticas de estímulo a economías estancadas, apoyos de supervivencia a sectores económicos claves, desde el turismo al automóvil, etcétera, y el fortalecimiento de sus servicios públicos del Estado del Bienestar, pero pocos piensan en los ingresos públicos de la Hacienda golpeada por el bajo consumo y la caída de ingresos. La alarma se acrecienta al comprobar que la fiscalidad de las empresas se escapa de las Haciendas nacionales como consecuencia de la globalización y por los efectos de la economía digital.

Lo cierto es que el ingreso fiscal por sociedades se ha reducido a la mitad en estos últimos veinte años en la mayoría de los países europeos. A ello ha contribuido una constante reducción del tipo nominal del impuesto (del 32% al 21% en estas dos décadas) y una reducción del impuesto pagado por las multinacionales cuyo tipo real no llega el 15% en casi ningún caso, como consecuencia de sus hábiles manejos de las normativas nacionales y de su capacidad para acogerse a desgravaciones múltiples y para trasladar a normativas más favorables los diferentes ítems de sus cuentas. En el caso de las grandes compañías tecnológicas y de las miles de compañías de servicios de intermediación en la red de Internet, esas habilidades son mayores al aprovecharse de mercados locales, sin presencia física o con redes muy residuales.

De manera que, en los últimos años, hemos asistido atónitos a sucesivos escándalos que han generado creciente alarma y enfado social. Lux-leaks, los Papeles de Panamá, football leaks, los Papeles del Paraíso… etcétera, como titulares de un iceberg mucho más profundo y voluminoso. En la mayoría de estos casos, el escándalo procede de actitudes delictivas, es decir, de la evasión fiscal pura y dura hacia paraísos fiscales o jurisdicciones fiscales no cooperativas. Pero en el ámbito de la empresa lo frecuente es la elusión fiscal, legalmente no perseguible, pero éticamente censurable. De eso hablamos cuando exigimos responsabilidad fiscal. Hablamos de no utilizar la Planificación Fiscal Abusiva (PFA), también llamada, eufemísticamente, ingeniería fiscal.

Nuestras Haciendas nacionales utilizan leyes e instrumentos del siglo pasado y se enfrentan a fenómenos del siglo XXI: Globalización y Tecnología Digital. La combinación de ambas circunstancias permite a las empresas elegir la localización del domicilio social, recurrir a la interacción de las disposiciones nacionales y a las redes de convenios fiscales para buscar la NO imposición o su máxima reducción mediante la erosión de las bases imponibles. Esa es la PFA, o la ingeniería fiscal, que proporcionan grandes bufetes y consultoras a las multinacionales. Los datos que ha publicado el Parlamento Europeo son elocuentes: el Fondo Monetario Internacional estima que las pérdidas a escala mundial por el traslado de beneficios (BEPS) y la erosión de las bases imponibles asciende a 600.000 millones de dólares cada año. El 40% de los beneficios de las multinacionales se trasladan a paraísos fiscales. Las multinacionales pagan un 30% menos del Impuesto de Sociedades que sus competidoras.

Intermon Oxfam ha publicado recientemente un informe: “Una nueva Fiscalidad para que nadie quede atrás”. En él, se proponen medidas interesantes en relación con esta problemática y en reclamación de una fiscalidad justa y suficiente. Es un tema de una gran importancia en todos los países en los que el Estado del Bienestar está sufriendo restricciones presupuestarias por el aumento de los gastos y la caída de ingresos, pero lo es particularmente en nuestro país, donde el déficit estructural de nuestras cuentas públicas y el volumen de la deuda pública acumulada limitan extraordinariamente los márgenes en materia de política social.

Hay muchas formas de acreditar que se es fiscalmente responsable. La primera es no recurrir a la PFA. La segunda es no operar en paraísos fiscales ni comerciar o utilizar empresas fantasmas (off shore). La tercera es informar “country-by-country”, es decir, presentar el reporte fiscal dentro del Informe Sostenible, poniendo en claro la contribución fiscal en cada uno de los países en los que opera. El formato Global Reporting Initiative es una buena guía para ello.

En definitiva, estamos hablando de ajustar el comportamiento fiscal de las empresas a la ética de la solidaridad, cumpliendo la primera obligación legal y moral que impone la ciudadanía. Estamos hablando de poner fin a una práctica abusiva solo posible por la descoordinación entre países y la falta de una gobernanza eficaz y justa de la globalización. Es una práctica legal, pero es insolidaria y muchas veces inmoral. Por eso, repito, la elusión fiscal No es sostenible.

Publicado en Diario Responsable, 3 /03/2021