18 de diciembre de 2022

Sospechoso silencio.

Si la Corte Suprema de Reino Unido hubiera consentido la ley del Gobierno escocés que preveía un referéndum sobre la cuestión ‘¿debe Escocia ser un país independiente?’, hoy estaríamos hablando, día sí, día también, sobre la autodeterminación escocesa. No ha sido así y los nacionalismos vasco y catalán han extendido un manto de silencio sobre la interesante y razonada sentencia de Gran Bretaña.

Recapitulemos. En 2014 se celebró un referéndum sobre la independencia de Escocia porque el Gobierno británico lo autorizó. Fue David Cameron, primer ministro de Reino Unido entonces, quien quiso ganar dos viejos y graves contenciosos de su país convocando sendos referendos. El primero, para quedarse en Europa; el otro, para que Escocia no se fuera de Gran Bretaña. Con la Unión logró un ventajoso modo de quedarse en Europa y con Escocia consolidó los poderes autonómicos para que no se fuera de Reino Unido. Perdió el primero y todavía están sufriendo su Brexit. Ganó el segundo, por los pelos y por la decisiva ayuda de los laboristas británicos y muy singularmente de su exlíder Gordon Brown.

La dirigente escocesa de hoy, Nicola Sturgeon, quiere otro referéndum y lo plantea a través de un proyecto de ley del Parlamento escocés que se sustenta en la Ley de Escocia de Devolución de 1998, una especie de estatuto de autonomía que recoge las competencias de su autogobierno. La Corte Suprema de Reino Unido le dice que esa no es su competencia, que está fuera de sus poderes legislativos legislar sobre un asunto que está reservado al Parlamento de Reino Unido y que corresponden solo a Westminster los asuntos relacionados con la unión de los reinos de Escocia e Inglaterra.
A propósito de las comparaciones frecuentes en nuestro debate nacional, empecemos por recordar que las relaciones entre ambos reinos nada tienen que ver con nuestro proceso de construcción del Reino de España. Escocia se adhiere voluntariamente a Reino Unido a principios del siglo XVIII para crear el reino de Gran Bretaña, aunque la corona ya estaba unida desde 1603.Por ello, se atribuye a Escocia un discutido derecho a renovar esta adhesión. Nada de eso sucede en el proceso histórico español y nada en tal sentido contempla nuestra Constitución.

De manera que las pretensiones de equiparar tal supuesto derecho en Escocia con los que reclaman aquí ese ejercicio son burdas manipulaciones políticas, sin base legal o jurídica alguna y, desde luego, sin que la historia ampare tales demandas.
Pero es que, aun aceptándose que Escocia tuviera derecho a irse de Reino Unido, lo que la Corte Suprema le dice es que no puede convocar por sí sola el referéndum, sino que esa es una materia «reservada» al Parlamento británico. Aquí la sentencia de la Corte se explaya con esa curiosa pero inteligente forma de razonar que tiene la jurisprudencia británica, mantienendo un principio elemental: no es posible decidir unilateralmente algo que corresponde y pertenece a la unidad de Reino Unido.
Tampoco lo aceptaría, sigue la sentencia, aunque el referéndum fuera simplemente consultivo y no tuviera consecuencias legales inmediatas porque, en todo caso, se trataría de un acontecimiento político que tendría importantes consecuencias políticas (como lo tuvo, por ejemplo, el referéndum del Brexit) «porque esa voluntad popular impulsa actos legales inexcusables».

La Corte también rechaza la argumentación del Partido Nacionalista Escocés sobre el supuesto derecho a la autodeterminación con base en el Derecho internacional, considerando que no es aplicable al caso británico. «El contexto en el que la libre determinación puede ser aplicada se limita a situaciones de tipo colonial o aquellas que involucran una ocupación extranjera». Fuera de estas situaciones «no hay ningún derecho a la secesión». La sentencia recoge profusamente los argumentos de la Corte Suprema de Canadá (1998) para explicar estos principios y para negar la aplicación del derecho a la autodeterminación a los países que no están en esas circunstancias.

Entre nuestros nacionalistas, Escocia, Quebec y la Carta de las Naciones Unidas sobre la autodeterminación han venido constituyendo una triada argumental pretendidamente incuestionable para amparar derechos colectivos negados por nuestra Constitución. Pues bien, es hora de decir que no hay soporte legal ni político en ninguno de esos casos para las reivindicaciones nacionalistas. No hay ningún derecho negado al pueblo vasco o al catalán, basado en convención internacional alguna u otros precedentes internacionales. Pueden, eso sí, mantener sus reivindicaciones independentistas cuando gusten y como quieran, pero no basadas en derechos negados o en principios democráticos inexcusables, porque no existen ni tales derechos ni tales principios.

Publicado en el Correo, 18/12/2022

8 de diciembre de 2022

Grandes esperanzas, enormes desafíos.

Todos los presidentes de las seis economías más desarrolladas de América Latina, López Obrador (AMLO) en México, Alberto Fernández en Argentina, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile y la recién nombrada Dina Boluarte en Perú, junto a Lula en Brasil, son de izquierdas y les une una misma sensibilidad social por la justicia y la igualdad, la dignidad de la vida y sus derechos humanos. El 86 % de la población latinoamericana está hoy gobernada por líderes de izquierda.

Todos ellos recogen países golpeados por injusticias históricas, pueblos sufrientes de una desigualdad lacerante durante demasiado tiempo, doloridos todavía por el enorme impacto de la pandemia, enfrentados a un ciclo económico adverso y todos ellos tienen pendientes reformas estructurales largamente postergadas.

Todos ellos han sido recibidos con enormes expectativas y han prometido cambios históricos. AMLO, por ejemplo, se presentó ante su pueblo nada más y nada menos que como líder de la Cuarta Transformación mexicana enlazando, ahí es nada, con la independencia de hace 200 años, el movimiento liberal de Benito Juárez y con la Revolución del pasado siglo. Boric fue elegido en medio de un cambio político histórico en Chile y ante la tarea de hacer una nueva Constitución y atender serias brechas sociales de un modelo económico preñado de neoliberalismo. Lula quiere acabar con el hambre en Brasil. Petro quiere la paz total en Colombia... Todos ellos vienen pues cargando sobre sus espaldas una cierta responsabilidad histórica por las enormes esperanzas que generaron sus victorias electorales en gran parte porque la mayoría de ellas fueron victorias contra los gobiernos anteriores, recogiendo por ello enfados sociales muy notables y descontentos políticos muy serios.

Quizás por ello, la primera tarea para las nuevas izquierdas sea la que tiene que ver con el marco institucional democrático y con el ámbito de la seguridad y libertad personal de sus ciudadanos. Hay signos preocupantes del deterioro en el funcionamiento institucional, en gran parte debido a la reaparición de los problemas sociales de inequidad que atraviesa todo el subcontinente. Efectivamente, durante los primeros años del siglo XXI, dos caminos paralelos ayudaron a cerra el círculo virtuoso: democracias estables y crecimiento económico forjaron el cambio social más potente en muchos años. Los incrementos notables de la renta per cápita en un contexto de crecimiento económico, el crecimiento demográfico y las nuevas tecnologías, alumbraron nuevas clases medias, un extraordinario aumento de la población universitaria, una nueva economía digital con brillantes startups, una gran concentración urbana y otros muchos fenómenos sociales ligados a los anteriores. Lo que vino después, con la caída del precio de las commodities, la recesión económica de Europa y Estados Unidos entre 2008 y 2014 y, más tarde, con la pandemia, ya lo sabemos. Estados demasiado débiles en sus servicios públicos no pudieron atender las demandas sociales de una población más exigente que nunca y que paralelamente se fue haciendo descreída y decepcionada, retirando su confianza a partidos e instituciones.


Los retos de una izquierda democrática

Urge, pues, reconstruir y fortalecer las instituciones que dan forma y articulan la democracia: el constitucionalismo; el Estado de Derecho; el respeto a la separación de poderes; una justicia independiente y garantista; elecciones libres, transparentes e iguales; partidos políticos articulados y representativos; sistemas de representación y participación amplios y, por supuesto, respeto a los Derechos Humanos. Nada de todo esto es nuevo, pero las quiebras en esos parámetros son frecuentes y las tentaciones totalitarias abundan por doquier. La izquierda política latinoamericana debe convertirse en el principal bastión de la democracia. Debe hacerlo porque siguen demasiado presentes autocracias de izquierda (Venezuela, Nicaragua, Cuba) y porque esas experiencias lastran injustamente a otros partidos en otros países. La democracia no es un medio para hacer luego la revolución, porque esa concepción instrumental oculta la tiranía y el totalitarismo. La democracia es un fin, es un marco, nada es posible fuera de ella y en ella todo cabe, también el socialismo. Por eso, socialismo es libertad, antes que nada, o dicho de otro modo, la construcción de sociedades más justas e iguales no puede hacerse sin libertad. La izquierda latinoamericana debe combatir el populismo y abrazar la democracia como el marco irrenunciable en el que luchar por la justicia social y la igualdad.

A la izquierda le corresponde recuperar la ejemplaridad personal en la política. La honestidad y la transparencia como virtudes cívicas de la representación pública. Recuperar el afecto por lo público y el crédito de la acción pública. Liderar un discurso reivindicativo, apreciativo de la democracia y de sus principios y reglas. Una cultura de la responsabilidad ciudadana (fiscalidad, cumplimiento de las leyes, etcétera) como base de virtudes cívicas que consolidan y hacen más fuertes las sociedades democráticas. En esa línea, reafirmar la laicidad frente a las intromisiones religiosas, demasiado frecuentes y a veces bochornosas en algunos discursos políticos, es imprescindible. Es preciso evitar el utilitarismo electoral de las iglesias y reiterar la aconfesionalidad de sus gobiernos, instituciones y de sus políticas públicas. La laicidad no implica negar el hecho religioso, ni a las iglesias o las religiones, pero exige someter las políticas y la moral pública a la soberanía popular y solo a ella.

No podemos olvidar que la seguridad es condición previa a la libertad. La demanda de seguridad en América Latina es universal porque los índices de violencia y de ataques a la integridad personal son insoportables. La región concentra el 40% de los homicidios del mundo entero, siendo solo el 9% de la población mundial. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 son latinoamericanas. Varios líderes de la derecha política ganaron elecciones con promesas de lucha “sin cuartel” contra la violencia y aunque sus promesas quedaron solo en eso, en promesas, esa ideología es percibida como más eficaz en esa lucha. La izquierda no puede perder esta batalla.

La revolución feminista que vivimos en todo el mundo tiene en América Latina asignaturas pendientes muy relevantes. El derecho al aborto, la igualdad entre hombres y mujeres en todos los planos de la vida, la violencia doméstica contra las mujeres, la legislación igualitaria en materia de LGTBI y el combate a las actitudes homofóbicas, todo lo que tiene que ver con la igualdad de sexos, razas, religiones, creencias, tiene que gozar del máximo respaldo constitucional y de nuevas políticas de protección.

El otro eje de la política de izquierdas en América Latina irá dirigido, de manera natural, hacia la política social. La pandemia ha mostrado las insuficiencias de las estructuras sanitarias públicas. Baste un dato, no por conocido menos alarmante: América Latina ha sufrido aproximadamente el 30% de los fallecimientos en el mundo cuando su población no llega al 10%. Es solo un dato de todo un sistema de protección social insuficientemente dotado en comparación con los pilares de un estado de bienestar digno que proporcione sanidad y educación públicas universales, un sistema de pensiones suficiente y una red de servicios sociales frente a la exclusión y la pobreza.

La razón de estas carencias está en el ingreso fiscal de estos Estados, anormalmente bajo (en el entorno del 20% del PIB), lo que a su vez, viene motivado por un largo conjunto de razones entre las que destaca la baja cultura fiscal, la debilidad de los aparatos hacendísticos, la economía informal, la excesiva dependencia de los ingresos derivados de los recursos naturales y la extendida costumbre en determinadas élites económicas de la evasión fiscal. Universalizar una educación y una sanidad de calidad con ingresos fiscales inferiores al 20% del PIB no es posible. Tampoco lo es sostener un sistema de pensiones de vejez, enfermedad y desempleo con el 50% de la economía sumergida. Por eso la verdadera revolución en América Latina es socialdemócrata, es la que hizo Europa en la segunda mitad del siglo pasado y que tiene como base una economía competitiva, capaz de generar pleno empleo y los recursos suficientes (salarios e impuestos) para sostener el estado social.

Un crecimiento económico que no deje a nadie atrás

La izquierda política moderna debe apostar por la superación de la economía extractivista que explota recursos naturales y favorecer la importación de tecnología para añadir valor y producción a esos recursos. El embajador chileno en Madrid nos lo decía recientemente: no se trata solo de exportar cobre a China y después importar cables chinos. No, la ecuación correcta es extraer cobre y hacer cables en Chile para exportarlos al mundo. Es un buen ejemplo de ese cambio conceptual y de una verdadera revolución industrial que es perfectamente aplicable a la agricultura industrial con el café, el cacao o las flores y a mil productos más de la rica agricultura latinoamericana.

En este sentido, la izquierda en América Latina debe revisar ciertos anacronismos ideológicos con las inversiones extranjeras y con el libre comercio. Los acuerdos comerciales que liberalizan los mercados son buenos porque abren oportunidades de exportación. Son buenos porque las exigencias sobre estándares medioambientales, laborales o de trazabilidad, mejoran las calidades y las condiciones de trabajo en origen y facilitan el acceso a mercados exigentes en todo el mundo. Las inversiones extranjeras son buenas porque atraen capital, forman capital humano endógeno, y nos aportan tecnología. Nos enseñan "a hacer” y nos incorporan a cadenas de valor de las que América Latina ha estado muy lejos, desgraciadamente. Las revisiones a la globalización que han impuesto la pandemia y la guerra están generando una nueva relocalización de las industrias deslocalizadas a Asia y tanto EE UU como Europa pueden encontrar en América Latina lugares idóneos de producción, de relocalización en espacios más próximos y sobre todo en países más amigos y más estables. Los gobiernos de izquierda deben favorecer este flujo económico y tecnológico que aumentará la base productiva de los países que lo hagan, generará empleo y aumentará el ingreso fiscal.

El crecimiento económico es la condición necesaria para la política social. Al crecimiento le acompaña la recaudación y a esta la redistribución. La redistribución de los ingresos fiscales es el corolario de la recaudación. Ha habido experiencias bolivarianas de éxito, al volcar los recursos públicos en políticas asistenciales que eran justas, pero no siempre eficientes. Lula en Brasil, (Bolsa Familia), Rafael Correa en Ecuador (Bono de Desarrollo Humano), Evo Morales en Bolivia (Juancito Pinto) y Néstor Kirchner en Argentina (asignaciones universales por hijo), pusieron en marcha políticas que redujeron sensiblemente los índices de pobreza y desigualdad en la primera década de este siglo. Pero no cambiaron el sistema productivo ni el patrón de crecimiento primario exportador ni hubo reformas fiscales de calado.

Pero, atención, la lucha por la igualdad requiere además aplicar políticas pre-distributivas. La redistribución social no debe ser el único objetivo de la política de la izquierda. La fijación de salarios mínimos dignos y la intervención en mercados de bienes básicos para la población: transporte, vivienda, energía, etc. es política pre-distributiva absolutamente necesaria en la mayoría de los países latinoamericanos y deberían formar parte nuclear de una política progresista. De hecho, la mejora sustancial de los salarios mínimos, representaría un formidable impulso al combate a la pobreza y a los avances tan necesarios en el camino de la igualdad.

Otra de las grandes apuestas modernizadoras de la economía latinoamericana, relativamente común a casi todos los países del subcontinente, es la apuesta digital y climática. Izquierda política y modernización económica debería ser una ecuación cualitativa de esas nuevas izquierdas. Al igual que lo es, o debería serlo, izquierda política y compromiso medioambiental y liderazgo social contra el cambio climático. Estas dos grandes disrupciones que atraviesan este siglo son, y lo serán más todavía, una nueva oportunidad para el desarrollo y la modernización económica de los países de América Latina.

En muchos países latinoamericanos el desarrollo digital es notable y las oportunidades de crecimiento y creación de empleo en la economía digital son enormes. Las políticas públicas de creación de infraestructuras tecnológicas, de inversión e innovación, de formación de capital humano, de superación de brechas digitales, etcétera, son claves y reclamarán un nuevo y atrevido planteamiento de alianzas público privadas. Creo que quien más y mejor está recomendando este enfoque es Mariana Mazzucato. Hace solo unos días Mazzucato habló en Buenos Aires con motivo de la reunión de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y abogó por industrializar las materias primas y por desarrollar servicios creativos y digitales a través de asociaciones público-privadas donde el Estado establezca misiones para alcanzar objetivos que benefician a toda la sociedad”. No se puede decir mejor.

América Latina tiene una extraordinaria oportunidad de convertirse en un agente clave para el desarrollo digital porque dispone de materias primas para negociar con los grandes fabricantes tecnológicos (litio, tierras raras, etc.), porque tiene una enorme potencialidad de mercado unificado por su lengua, porque el 80 % de su población se concentra en ciudades, porque le favorece su demografía y porque dispone de un alto nivel educativo (alfabetización digital). Algo parecido ocurre con sus capacidades en la lucha contra el cambio climático. Tiene una naturaleza envidiable y todos los materiales de la sostenibilidad medioambiental. Una política dirigida a aprovechar estas oportunidades y liderar o estar en la cabeza de estas dos disrupciones claves en la economía del siglo XXI, debería ser una clave para esta nueva izquierda.
La apuesta por la integración regional

Para estos objetivos, la integración regional es clave. Lo es empezar por trabajar seriamente la integración de los países próximos, en la perspectiva de una armonización progresiva de sus mercados y sobre bases solidas de cooperación supranacional en torno a grandes proyectos físicos y tecnológicos. Esta es una asignatura pendiente en América Latina desde larga data. Las actuales estructuras de integración, o no funcionan o lo hacen de manera muy insuficiente. Mercosur, la Comunidad Andina, la Alianza del Pacífico o el Sistema de Integración Centroemericano (SICA), tienen que avanzar en planes concretos de colaboración para armonizar progresivamente sus mercados y sus ordenamientos jurídicos y para acometer grandes proyectos comunes.

Esta es también una tarea política de la nueva izquierda latinoamericana. En concreto y siguiendo con la urgencia climática y con la digitalización, la integración regional es condición “sine qua non'' de éxito. Superar las fronteras y cooperar entre Estados permite dimensionar las inversiones y generar sinergias importantes en ambas materias. La dimensión supraestatal es clave para atraer inversiones tecnológicas, para acometer obras de infraestructura comunes, para entrar en el ámbito espacial de la ciberseguridad, para generar alianzas y sinergias imprescindibles, para armonizar estudios, formación y titulaciones, para avanzar en materias de I+D+i. y para otras muchas misiones de país.

Lula debería llevar de nuevo a Brasil a integrarse en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) pensando que el año próximo puede haber una cumbre UE-CELAC en Bruselas bajo presidencia española de la Unión. Es difícil imaginar esa cumbre sin Brasil y sería incomprensible para Brasil despreciar esa oportunidad. Con ese objetivo, bueno sería recuperar el acuerdo UE-Mercosur, aunque sea renegociando sus contenidos. El acuerdo UE-Mercosur es el más grande y más importante, de los que la UE tiene firmados hasta el momento. En la misma línea Chile y México deberían renovar su acuerdo con la Unión Europea y la Unión Europea superar intereses corporativos nacionales para dar luz verde a estos tres grandes acuerdos comerciales y de inversión con estos tres grandes países.

Muchos abogamos porque la presidencia española de la UE en el segundo semestre del año 2023 sea el comienzo de una nueva etapa de acercamiento y alianza estratégica de Europa y América Latina. La geopolítica que se vislumbra nos conduce a una nueva bipolaridad EE UU-China y ello nos obliga encontrar mutuas fortalezas y mejores oportunidades en esa alianza. Europa y América Latina pueden y, en mi opinión, deben converger en intereses y valores. Intereses como una lucha contra el cambio climático realmente comprometida, una digitalización sostenible, apoyada en valores éticos y en poderes ciudadanos frente al Estado (China) o frente a las grandes tecnológicas (EEUU), el reforzamiento de las instituciones internacionales y del multilateralismo y un amplio capitulo económico y comercial en la perspectiva de una globalización más ordenada y mejor gobernada. Valores como la democracia, el Estado Social de Derecho, los Derechos Humanos y la libertad, en su más amplio sentido, el Estado del Bienestar, la dignidad de condiciones laborales, etc.

La superación de la fragmentación latinoamericana permitiría además colocar a la región en la perspectiva geopolítica con una nueva dimensión. La influencia de América Latina, integrada en CELAC, como plataforma influyente en la defensa de los intereses latinoamericanos en los grandes foros del multilateralismo, desde el G-20 a Naciones Unidas y en las instituciones financieras internacionales, desde el Banco Mundial al Fondo Monetario Internacional, aumentaría considerablemente. Esa ausencia de integración y de cooperación ante los organismos internacionales, se vio y se padeció, especialmente en tiempos de la pandemia, ya fuera en la obtención de vacunas o en la facilitación de fondos financieros para la recuperación económica después de ella. La nueva izquierda latinoamericana debería liderar los esfuerzos por avanzar en la integración política de los países de América Latina y el Caribe. Eso, también es izquierda, y eso es, progreso.

Publicado en la revista COOLT.

20 de octubre de 2022

Tres retos para la nueva izquierda latinoamericana.

Si Luiz Inácio Lula da Silva vence el próximo 30 de octubre en Brasil, el sur de América Latina estará gobernado por las izquierdas con las excepciones de Uruguay y Ecuador. Se dice, con razón, que nunca hay que generalizar las múltiples realidades de ese enorme subcontinente. También se dice, y no es menos cierto, que las izquierdas latinoamericanas no son iguales y que cada proyecto y cada líder son diferentes. De hecho, no conviene olvidar que algunas victorias recientes corresponden a movimientos sociales gestados en el contexto de conflictos propios (Chile, Perú o Colombia), y que casi ninguno de los partidos que dan sustento a esas victorias corresponde a ninguna organización internacional reconocida que los aglutine.

No cabe por tanto atribuir a las izquierdas gobernantes en América Latina una convergencia ideológica, excepto, claro está, la de corresponder a una misma sensibilidad social o a la misma idea progresista en defensa de los desfavorecidos, representando a lo que llamamos clases populares. Pero es difícil comparar el peronismo argentino con la izquierda peruana surgida de una crisis institucional extraordinaria. Cuesta poner en el mismo plano las prioridades de gobierno de Bolivia y el proyecto de Lula para un Brasil muchísimo más avanzado en su estructura económica o industrial.

Por otra parte, los apoyos parlamentarios también son muy diferentes y las dificultades de obtener mayorías de gobierno sólidas y estables acompañan a casi todos ellos. En conclusión, cada uno hará lo que buenamente pueda y desarrollará proyectos nacionales en función de las necesidades propias de cada uno de sus respectivos países.

No obstante, hay retos comunes a toda América Latina que condicionan y orientan la acción de los gobiernos de estas izquierdas, cargadas de una cierta responsabilidad histórica por las enormes expectativas y esperanzas que generaron sus victorias electorales. No olvidemos a este respecto que la mayoría de ellas fueron victorias contra los gobiernos anteriores, recogiendo enfados sociales muy notables y descontentos políticos muy serios.

El primero tiene que ver con el fortalecimiento de sus instituciones democráticas. No es un secreto, ni creo que ofenda a nadie decir que las democracias latinoamericanas son débiles y que los ataques iliberales y autocráticos que todas las democracias están sufriendo desde hace un par de décadas son más peligrosos y pueden hacer más daño en aquellos países en los que las instituciones y la cultura democrática son más vulnerables. Fue extraordinario el avance y la consolidación de las democracias en toda América Latina a finales del siglo XX. La superación del golpismo militar, la pacificación de las insurgencias armadas y la generalización de los procesos electorales como única forma de decisión política de sus pueblos asentaron, con la histórica excepción cubana, los sistemas políticos latinoamericanos en la democracia y en el Estado de Derecho.

En los últimos años, sin embargo, hay signos muy preocupantes de deterioro en el funcionamiento institucional, en gran parte debido a la reaparición de los problemas sociales de inequidad que atraviesan todo el subcontinente. Efectivamente, durante los primeros años del siglo XXI, dos caminos paralelos ayudaron a cerrar el círculo virtuoso: democracias estables y crecimiento económico forjaron el cambio social más potente en muchos años. Los incrementos notables de la renta per cápita el crecimiento demográfico y las nuevas tecnologías alumbraron nuevas clases medias, un extraordinario aumento de la población universitaria, una nueva economía digital con brillantes start-ups, una gran concentración urbana y otros muchos fenómenos sociales ligados a los anteriores. Lo que vino después, con la caída del precio de las commodities, la recesión económica de Europa y Estados Unidos entre 2008 y 2014 y, más tarde, con la pandemia, ya lo sabemos. Estados demasiado débiles no pudieron atender las demandas sociales de una población más exigente que nunca y que paralelamente se fue haciendo descreída y decepcionada, retirando su confianza a partidos e instituciones.

La democracia resultó injustamente golpeada por ese desafecto, algo que siempre ocurre cuando a la democracia se le exige resolver los problemas que solo pueden ser abordados por políticas concretas, no por las reglas mismas de la política. Hoy América Latina presenta rasgos muy preocupantes respecto a la confianza social en las instituciones. En muchos países los partidos tradicionales han sido barridos o sustituidos por una larga lista de nuevas fuerzas políticas, lo que a su vez ha provocado una fragmentación enorme que complica hasta la exageración la estabilidad de sus gobiernos. En ese magma, surgen nuevos líderes, demasiadas veces con fórmulas populistas y con evidentes riesgos autocráticos. En muchos casos, la polarización entre fuerzas extremas ha sustituido las opciones más centradas políticamente.

Baste esta desordenada diagnosis para señalar que, en mi opinión, la primera urgencia política es reconstruir y fortalecer las instituciones que dan forma y articulan la democracia: el constitucionalismo; el Estado de Derecho; el respeto a la separación de poderes, una justicia independiente y garantista; elecciones libres, transparentes e iguales; partidos políticos serios y representativos; sistemas de representación y participación amplios y, por supuesto, respeto de los Derechos Humanos. Nada de todo esto es nuevo, pero las quiebras en esos parámetros son frecuentes y las tentaciones totalitarias abundan por doquier.


La democracia como fin

La izquierda política latinoamericana debe convertirse en el principal bastión de la democracia. Debe hacerlo porque siguen demasiado presentes autocracias de izquierda (Venezuela, Nicaragua, Cuba) y porque esas experiencias lastran injustamente a otros partidos en otros países. La democracia no es un medio para hacer luego la revolución, porque esa concepción instrumental oculta la tiranía y el totalitarismo. La democracia es un fin, es un marco, nada es posible fuera de ella y en ella todo cabe, también el socialismo. Por eso, socialismo es libertad antes que nada, o dicho de otro modo, la construcción de sociedades más justas e iguales no puede hacerse sin libertad.

¿Que implica esta responsabilidad? Aquí es necesario aproximarse a las realidades nacionales. Chile, por ejemplo, necesita reconstruir su sistema constitucional después del fracaso del referéndum del 4 de septiembre y de la necesidad imperiosa de dotarse de un nuevo marco constitucional que sustituya al de Augusto Pinochet de finales del siglo XX. Colombia tiene que restaurar las grietas de una sociedad dividida y todavía traumatizada por la violencia. Perú tiene que fortalecer a un ejecutivo excesivamente sometido al fuego cruzado de un Parlamento fragmentado y polarizado. Muchas Constituciones latinoamericanas adolecen de una insuficiente regulación del valor de la igualdad. Otras, las que corresponden a lo que se ha dado en llamar “neoconstitucionalismo latinoamericano” (Bolivia, Colombia, México, República Dominicana), han avanzado en esa regulación, pero sus Estados no han llegado a materializar ese principio.

Casi todos los países tienen que hacer mejoras en sus sistemas electorales, siguiendo las recomendaciones de misiones internacionales de observación. Hay que hacer más independiente al poder judicial. El combate a la corrupción es urgente. Es preciso incorporar la transparencia en la gestión pública y fortalecer la independencia de los medios –ayudará más que el simple endurecimiento penal de los delitos ligados a ella–. También es necesario dotar de una financiación pública suficiente a los partidos políticos más representativos.

No hay democracia sin seguridad

La seguridad afecta asimismo a las democracias, especialmente atacadas por el cáncer del narcoterrorismo. La seguridad es condición previa a la libertad. La demanda de seguridad en América Latina es universal porque los índices de violencia y de ataques a la integridad personal son insoportables. La región concentra el 40% de los homicidios del mundo entero, siendo solo el 9% de la población mundial. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 son latinoamericanas. Varios líderes de la derecha política ganaron elecciones con promesas de lucha “sin cuartel” contra la violencia y aunque sus promesas quedaron solo en eso, en promesas, esa ideología es percibida como más eficaz en la lucha por la seguridad. La izquierda no puede perder esta batalla. Su política de seguridad es primordial y su apuesta por el binomio seguridad-desarrollo debe ser más eficaz.

Pero, más allá de medidas puntuales, en cada caso diferentes, la izquierda política debería liderar un discurso reivindicativo, apreciativo de la democracia y de sus principios y reglas. Una cultura de la responsabilidad ciudadana (fiscalidad, cumplimiento de las leyes, etcétera) como base de virtudes cívicas que consolidan y hacen más fuertes las sociedades democráticas. En esa línea, reafirmar la laicidad frente a las intromisiones religiosas, demasiado frecuentes y a veces bochornosas en algunos discursos políticos, es imprescindible. Es preciso evitar el utilitarismo electoral de las iglesias y reiterar la aconfesionalidad de sus gobiernos, instituciones y de sus políticas públicas. La laicidad no implica negar el hecho religioso, ni a las iglesias o las religiones, pero exige someter las políticas y la moral pública a la soberanía popular y solo a ella.

Por último, las democracias latinoamericanas tienen tareas pendientes muy específicas y muy propias de su idiosincrasia especialmente relacionadas con el feminismo y la diversidad racial. Su moral cívica y sus leyes deben dar un salto en clave de igualdad. Igualdad de sexos, de razas, de personas singulares (por su origen, capacidad, edad, etcétera). Igualdad de derechos y políticas de fomento y de combate a las múltiples discriminaciones de muchas sociedades atrasadas en estas materias.


Recursos para un Estado del bienestar

El segundo reto son los avances en la sociedad de bienestar. El difícil y a la vez necesario edificio de las prestaciones públicas tiene una base incuestionable: la fiscalidad. Universalizar una educación y una sanidad de calidad con ingresos fiscales inferiores al 20% del PIB no es posible. Tampoco lo es sostener un sistema de pensiones de vejez, enfermedad y desempleo con el 50% de la economía sumergida. Ya hemos descrito tres de los pilares del Estado del bienestar, pero si queremos añadir un cuarto pilar este lo compondrían los servicios sociales, la lucha contra la pobreza y la exclusión y la atención a la población mayor (dependencia). Para ello, es preciso contemplar ingresos fiscales, incluyendo la Seguridad Social, cercanos al 40% del PIB, cifra promedio de la Unión Europea en sus ingresos fiscales.

La verdadera revolución en América Latina es socialdemócrata, es la que hizo Europa en la segunda mitad del siglo XX y que tiene como base una economía competitiva capaz de generar pleno empleo y los recursos suficientes (salarios e impuestos) para sostener el Estado social. Es comprensible el peso de los recursos naturales en el ingreso fiscal de algunos países de la región (Venezuela y México son un buen ejemplo), pero ese ingreso se ha vuelto inestable y crea dependencias inerciales muy peligrosas.

Mirando la economía de América Latina con perspectiva temporal, el gran problema es su pérdida de productividad. Desde 1970 hasta hoy el crecimiento anual promedio de la productividad ha sido del -0,37%. Comparada con Estados Unidos, la productividad de América Latina paso del 2% en 1970 al 24% hoy. Para dimensionar esta perdida basta comparar esa evolución con Corea del Sur y España. Corea del Sur paso del 12% al 61% en estos últimos 50 años y España del 47% al 76%.

Son muchas las razones que explican este estancamiento histórico. Una de ellas es que las estructuras productivas siguen basadas en la explotación de recursos naturales y pocos países han apostado por la exportación de bienes y servicios con alto valor agregado, como lo han hecho, por ejemplo, Costa Rica o Panamá, además de México por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) y Brasil por su propio desarrollo económico. La izquierda debería liderar ese gran cambio de modelo productivo y rechazar la tentación de subestimar los mercados externos y centrar su estrategia de crecimiento “hacia dentro” con políticas proteccionistas

Es difícil para la izquierda practicar políticas económicas dirigidas a fortalecer y modernizar el sector productivo del país mediante inversiones en el capital humano y físico de un Estado, pero a la postre son las que aseguran la mejora constante de la productividad del país, lo hacen crecer económicamente y aumentan la renta per cápita. Esa base económica es la que permite crecer en el número de trabajadores formales, en sus cotizaciones y en su consumo. Esa es la base del ingreso fiscal para que una Hacienda eficiente vaya aumentando progresivamente la recaudación pública que permite luego una redistribución progresiva hacia los más desfavorecidos.

Hablé con responsables económicos de Chile y de Colombia después de sus respectivas elecciones y escuché proyectos muy razonables en esa dirección. Incrementar en un punto cada año la recaudación fiscal sitúa ese importante objetivo en el margen de lo posible. No es fácil, pero es realizable porque la bolsa de fraude fiscal es grande y las mejoras en formalizar la economía pueden dar magros resultados en la recaudación. La mala costumbre de sacar el dinero del país está demasiado extendida en ciertas élites económicas y en demasiados países latinoamericanos. Por eso, mejorar la cultura de la responsabilidad fiscal también es una tarea importante en este camino.

La política social, la redistribución de los ingresos fiscales, es el corolario de la recaudación. Ha habido experiencias bolivarianas de éxito, al volcar los recursos públicos en políticas asistenciales que eran justas, pero no siempre eficientes. En Brasil, Lula (con el programa Bolsa Familia), Rafael Correa en Ecuador (Bono de Desarrollo Humano), Evo Morales en Bolivia (Juancito Pinto) y Néstor Kirchner en Argentina (asignaciones universales por hijo), pusieron en marcha políticas que redujeron sensiblemente los índices de pobreza y desigualdad en la primera década de este siglo. Sin embargo, no cambiaron el sistema productivo ni el patrón de crecimiento primario- exportador ni hubo reformas fiscales de calado.

La redistribución no debe ser el único objetivo de la política de la izquierda. La fijación de salarios mínimos dignos y la intervención en mercados de bienes básicos para la población –transporte, vivienda, energía– es política pre-distributiva absolutamente necesaria en la mayoría de los países latinoamericanos. Desgraciadamente, las legislaturas son muy cortas para abordar objetivos estratégicos, pero lo que determinará el éxito político de las nuevas izquierdas en América Latina será el abordaje valiente de los problemas estructurales en su economía productiva. Junto a ello, la cultura fiscal, basada en la contraprestación pública de servicios y en la ejemplaridad de los dirigentes, ayudarán a combatir el más estructural de sus problemas: la desigualdad.


Volver a la integración

Por último, la izquierda latinoamericana debe abordar el gran atraso y el tradicional fracaso de América Latina en su integración regional. Es verdad que se trata de fracasos atribuibles por igual a derecha e izquierda en los múltiples episodios históricos. Es verdad también que la convergencia ideológica de los gobiernos no garantiza una convergencia regional, como lo prueba que en muchas ocasiones las propuestas integradoras han estado cargadas de ideología y eso es precisamente lo que las ha frustrado. Todo eso es verdad, y entonces, ¿por qué atribuimos a este momento histórico concreto y a esta nueva izquierda la oportunidad de hacer lo que no hicieron sus antecesores?

Es precisamente la constatación de la desintegración regional existente lo que mueve a pensar que habrá movimientos en esa dirección. Por ejemplo, Lula puede llevar de nuevo a Brasil a integrarse en la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC) pensando que en 2023 puede haber una cumbre UE-CELAC, bajo presidencia española del ConsejColombia ya ha abierto fronteras con Venezuela y la superación de la brecha entre los dos países dará un impulso a la cooperación regional, con una importante derivada humana que afecta a millones de personas que viven a caballo entre los dos países. La colaboración venezolana en las futuras negociaciones de paz de Colombia con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) creará un nuevo clima de colaboración entre Caracas y Bogotá.

En el mismo plano de la colaboración entre países se sitúan las grandes inversiones en las infraestructuras físicas (carreteras, puertos, aeropuertos, energía) y en las tecnológicas (interconectividad, reparto satelital, regulación digital, fomento de la economía digital), sin olvidar el campo de la investigación y de la formación universitaria, donde ya se coopera al margen de los impulsos oficiales. Los avances en esas materias son imposibles sin acuerdos supranacionales y sin organizaciones potentes en el ámbito transfronterizo.

Pero la integración latinoamericana solo avanzara si se ponen sobre la mesa los intereses nacionales exentos de viejas mitologías y de falsas retóricas. No se trata de especular con el sueño de Bolívar sino de construir una paulatina unión supranacional, empezando por lo más básico: un mercado cada vez más armonizado y una superación de las viejas fronteras nacionales a los ciudadanos, bienes, mercancías y servicios. No se trata de envolverse en la banderas nacionales ya periclitadas ante un mundo cada vez más global, sino de reivindicar la integración como factor de crecimiento y de progreso ¡Basta ya de reivindicar la soberanía nacional para ocultar ineficacias o privilegios o, peor, dictaduras que mantienen autarquías económicas o mercados cautivos para mal de sus ciudadanos!

La izquierda latinoamericana debería liderar un discurso valiente e innovador en favor de la integración que permitiera a sus países ofrecer atractivos mercados para la inversión, por la escala gigantesca que ofrece una América Latina integrada. Es también la forma de pisar el mundo con más fuerza. ¡Qué cantidad de oportunidades están perdiendo sus países ante las instituciones financieras internacionales para obtener mejores recursos financieros! Lo hemos visto en la pospandemia, incluso en el acceso a las vacunas contra el Covid. Es la forma de influir en las grandes mesas globales en las que está presente: desde el G20 a Naciones Unidas. Es la única manera de entrar en las cadenas de valor de una producción deslocalizada, ofreciendo sinergias hoy inexistentes.

Una izquierda que rompa amarras con ese milenarismo de la gran Patria y construya un mercado común, amplíe sus acuerdos comerciales y de inversión con el mundo y armonice su legislación en favor de los ciudadanos es una izquierda de progreso en el siglo XXI.o de la UE en el segundo semestre del año. Es difícil imaginar esa cumbre sin Brasil y sería incomprensible para Brasil despreciar esa oportunidad. Con ese objetivo, bueno sería recuperar el acuerdo con Mercosur, aunque sea renegociando sus contenidos. El acuerdo UE-Mercosur es el más grande y más importante, en mi opinión, de los que la UE tiene firmados hasta el momento.

Cabe pensar en la revitalización interna de Mercosur en el marco de esa negociación. Brasil y Argentina pueden y deben entenderse porque ese es un mercado interior clave para ambos países. La integración regional es una condición necesaria para aumentar la ínfima cifra de comercio intrarregional en América Latina y esas son oportunidades que pierden todos los países de la región. América Latina tiene un comercio intrarregional del 15%, frente a Europa o Asia, donde los indicadores llegan al 60% y al 68%, respectivamente.

Colombia ya ha abierto fronteras con Venezuela y la superación de la brecha entre los dos países dará un impulso a la cooperación regional, con una importante derivada humana que afecta a millones de personas que viven a caballo entre los dos países. La colaboración venezolana en las futuras negociaciones de paz de Colombia con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) creará un nuevo clima de colaboración entre Caracas y Bogotá.

En el mismo plano de la colaboración entre países se sitúan las grandes inversiones en las infraestructuras físicas (carreteras, puertos, aeropuertos, energía) y en las tecnológicas (interconectividad, reparto satelital, regulación digital, fomento de la economía digital), sin olvidar el campo de la investigación y de la formación universitaria, donde ya se coopera al margen de los impulsos oficiales. Los avances en esas materias son imposibles sin acuerdos supranacionales y sin organizaciones potentes en el ámbito transfronterizo.

Pero la integración latinoamericana solo avanzara si se ponen sobre la mesa los intereses nacionales exentos de viejas mitologías y de falsas retóricas. No se trata de especular con el sueño de Bolívar sino de construir una paulatina unión supranacional, empezando por lo más básico: un mercado cada vez más armonizado y una superación de las viejas fronteras nacionales a los ciudadanos, bienes, mercancías y servicios. No se trata de envolverse en la banderas nacionales ya periclitadas ante un mundo cada vez más global, sino de reivindicar la integración como factor de crecimiento y de progreso ¡Basta ya de reivindicar la soberanía nacional para ocultar ineficacias o privilegios o, peor, dictaduras que mantienen autarquías económicas o mercados cautivos para mal de sus ciudadanos!

La izquierda latinoamericana debería liderar un discurso valiente e innovador en favor de la integración que permitiera a sus países ofrecer atractivos mercados para la inversión, por la escala gigantesca que ofrece una América Latina integrada. Es también la forma de pisar el mundo con más fuerza. ¡Qué cantidad de oportunidades están perdiendo sus países ante las instituciones financieras internacionales para obtener mejores recursos financieros! Lo hemos visto en la pospandemia, incluso en el acceso a las vacunas contra el Covid. Es la forma de influir en las grandes mesas globales en las que está presente: desde el G20 a Naciones Unidas. Es la única manera de entrar en las cadenas de valor de una producción deslocalizada, ofreciendo sinergias hoy inexistentes.

Una izquierda que rompa amarras con ese milenarismo de la gran Patria y construya un mercado común, amplíe sus acuerdos comerciales y de inversión con el mundo y armonice su legislación en favor de los ciudadanos es una izquierda de progreso en el siglo XXI.

Publicado en Política Exterior, 20-10-2022

 

18 de octubre de 2022

Políticas (y políticos) incompetentes.

La política es una ciencia cada vez más compleja y el conjunto de factores que influyen en la toma de decisiones se hace crecientemente contradictorio. Gobernar es cada vez más difícil. Todo lo que ocurre en el mundo nos afecta. Todo sucede a gran velocidad (la viruela tardó tres siglos en expandirse por el mundo; el sida, treinta años; la covid, tres meses; y un virus informático, tres horas). La pandemia ha mostrado nuestra vulnerabilidad, porque otras zoonosis son posibles. La guerra ha vuelto a nuestras vidas y se ha hecho dramáticamente presente en nuestros horizontes. Todo puede ocurrir. Algunos ejemplos lo acreditan.

Hace unos pocos años, Alemania decidió prolongar la vida de sus centrales nucleares, pero un tsunami destruyó la de Fukushima provocando una catástrofe inesperada. Berlín decidió entonces corregir su política energética y lo hizo cerrando todas las plantas atómicas del país y apostando por el suministro de gas ruso, extendiendo un nuevo gasoducto, el Nord Stream 2, y quedando así en manos de un suministrador dudoso. Nadie censuró a Merkel por aquellas decisiones, salvo Estados Unidos, y sin embargo hoy todo el mundo considera que fueron erróneas. Es muy fácil decirlo ahora, ciertamente, pero la evaluación a posteriori nos permite asumir enseñanzas necesarias para el futuro.

En los primeros años de la segunda década de este siglo, Reino Unido convocó un referéndum para decidir si se iba de la UE. Fue un movimiento oportunista de David Cameron al trasladar a su pueblo una decisión que su partido no era capaz de tomar y que él sabia peligrosa y arriesgada. Trabajó para que los ciudadanos votaran por quedarse y negoció con la Unión Europea un nuevo y más ventajoso estatus para su país en su seno. Pero perdió y se marchó. Desde 2016 hasta hoy, un rosario de decisiones políticas británicas han convertido la cuarta economía del mundo en un país no fiable e impredecible, al borde del ‘crash’ financiero.

La «revolución fiscal» que anunció la señora Truss encaja como un guante en eso que llamamos políticas erróneas y políticos incompetentes. Han sido los mercados financieros los que han reaccionado asustados ante los riesgos de unas medidas cargadas de estúpida ideología que reducían la presión fiscal a las rentas más altas y que, ademas de su impacto en la inequidad social, podían aumentar gravemente la deuda pública en un contexto de subida de los tipos de interés y amenazas de inflación. Para salvar su Gobierno recién creado y para salvarse ella misma, Truss ha tenido que destituir a su ministro de Economía y rectificar su plan fiscal de la A a la Z.

Pero, antes de eso, el Banco de Inglaterra, requerido por los fondos de pensiones y en abierta oposición a las medidas de Truss, ha tenido que inyectar 65.000 millones de libras para salvar la solvencia del país y recuperar el valor de su moneda frente al dólar. Todo ello, después de una nota supercrítica y de la excepcional intervención del Fondo Monetario Internacional. Ha sido alucinante y la credibilidad del Gabinete Truss está por los suelos a los pocos días de suceder al inefable Boris Johnson.

Ya son años de politicas incompetentes las que dirigen el país desde que se celebró el referéndum. Hoy han sido los mercados los que han estado al borde del desastre, pero es que el Brexit puede acabar con Reino Unido convertido en una Inglaterra debilitada y disminuida si finalmente pierde Escocia e Irlanda del Norte.

Podríamos seguir poniendo buenos ejemplos de políticas equivocadas en algunos paises latinoamericanos, pero me permitirán una mirada más introspectiva a proposito del debate fiscal en España. Un país con un déficit estructural de entre tres y cuatro puntos de PIB cada año, que recauda entre cuatro y seis puntos menos de PIB que sus socios europeos en impuestos, en plena escalada del gasto social para atender las situaciones vulnerables que crean la subida de la energía y la inflación y cuando más necesaria es la inversión pública para reactivar una economía en un contexto de recesión, se lanza a una batalla simplista y demagógica por bajar la fiscalidad en la renta. Uno de los dos grandes impuestos recaudatorios, que junto al IVA genera más del 70% del ingreso fiscal de nuestro país. Algunos olvidan demasiado rápido las dolorosas lecciones de la crisis de 2008 a 2014, cuando los mercados, los bonos y las agencias de rating tomaron el control de nuestras políticas.

La toma de decisiones políticas exige múltiples conocimientos y sosegadas evaluaciones, en un contexto en el que la economía global y la geopolítica influyen cada vez más. La pandemia y la guerra nos lo están demostrando todos los días y algunas experiencias, no tan lejanas, nos exigen no equivocarnos.

Publicado en El correo, el 18-10-2022

8 de octubre de 2022

Una tran­si­ción pac­ta­da pa­ra Ve­ne­zue­la.

Hasta la fecha, todos los esfuerzos para normalizar democráticamente Venezuela han perseguido unas elecciones libres e iguales. Todos los intentos han fracasado. Ahora mismo, las negociaciones en México persiguen asegurar esas condiciones en las próximas elecciones presidenciales de 2024. Todas las esperanzas están depositadas en esas elecciones como una nueva y quizá última oportunidad de que una oposición unida derrote a Maduro. Vana esperanza, porque la oposición no está unida y es muy improbable que presente un único candidato y porque, si así fuera, el chavismo maniobrará antes de su derrota para evitarla.

Estuve en Caracas a finales de julio explicando la transición democrática española y hablé con todos: Gobierno, oposición, empresarios, sectores financieros, expertos energéticos, foros cívicos, etcétera. Soy muy pesimista. Venezuela lleva 20 años de revolución chavista y esa mal llamada revolución ha sido un fracaso total. No son las sanciones internacionales las que han causado el desastre social del país, sino una gestión demagógica y cortoplacista, un izquierdismo viejo e ineficiente cargado de sectarismo vengativo hacia las viejas estructuras políticas y económicas del pasado.

Una revolución hubiera sido utilizar los inmensos recursos públicos de ese país para modernizar su aparato productivo, para formar capital humano, mejorar su productividad con infraestructuras físicas y tecnológicas, modernizar su educación y su sanidad... construir, en definitiva, un Estado de bienestar sobre una economía sólida y competitiva. Hoy podría ser el primer país de América Latina en renta per capita y en desarrollo humano. Por supuesto, las sanciones de estos últimos años le han arruinado, pero no son ellas las culpables de que la renta per capita haya descendido de 11.000 dólares a 4.000 en menos de 10 años, de que su PIB se haya reducido en un 75%, de que hayan emigrado más de cinco millones de sus ciudadanos, de que haya perdido el 40% de su capital humano, y del deterioro que sufren todos y cada uno de los servicios públicos del país.

Esa realidad se oculta bajo un régimen político totalitario que ha construido un relato progresista mitificando sus medidas populares de inicio (pan para hoy y hambre para mañana) y organizando un aparato sociopolítico muy poderoso en las zonas más humildes del país, de manera que el apoyo social de esa “revolución” sostiene un 20% de suelo electoral bastante estable.

La oposición está fragmentada y dividida. Demasiados partidos, demasiados líderes (o que pretenden serlo) y seriamente enfrentada por haber participado o no en los procesos electorales anteriores. La situación institucional es diabólica, porque la comunidad internacional no reconoce ni al presidente elegido en 2018 ni a la Asamblea Legislativa elegida en 2020, por falta de garantías electorales en ambos casos. Estados Unidos, a su vez, utiliza los fondos financieros venezolanos congelados en su país para financiar el funcionamiento totalmente simbólico de la Asamblea Legislativa elegida en 2015 y del Gobierno en funciones de Juan Guaidó.

Es unánime la idea de que la vía democrática electoral es la única forma de cambiar las cosas. Otras vías y otras estrategias han fracasado. Hay una convicción general en toda la oposición de que el boicot electoral no ha servido y ha facilitado el triunfo electoral del Gobierno. De hecho, en las elecciones a gobernadores y alcaldes de noviembre de 2021 participaron todos, y el Gobierno ganó en 18 Estados de los 23 y en 210 alcaldías de 335. Si la oposición hubiera ido unida, habría ganado en 15 de los 18 Estados que perdió.

Las dos incógnitas del momento son las negociaciones en México (actualmente suspendidas) sobre las condiciones electorales de 2024 y el procedimiento de primarias para elegir un único candidato de la oposición. Sobre ambas hay serios nubarrones. Pero, aunque se resolvieran ambas favorablemente, surge la duda de si el chavismo aceptaría perder el poder. Hay razones suficientes y experiencias anteriores para dudarlo. Pero es que, además, es completamente ilusorio creer que un candidato de la oposición pueda gobernar un país totalmente colonizado por el chavismo. Administración pública, Fiscalía, control electoral, poder judicial, medios de comunicación, Fuerzas Armadas, policía y todo el aparato político del Estado están en manos de un partido que ha destruido la separación de poderes y que añade una influencia sobre el mundo empresarial bajo la regla de “a los amigos, todo y a los enemigos, la ley”. Un modelo económico más parecido al ruso que al chino. Es una quimera pensar que pueda desmontarse esta estructura y gobernarse un país en estas condiciones, con una Asamblea Legislativa dominada por el chavismo en el 80% de sus representantes.

Por eso surge con fuerza la necesidad de orientar la transición venezolana hacia otros objetivos que den garantías a unos y otros de supervivencia política y personal y que permitan un largo periodo de convivencia en la gestión de la salida económica y social a la crisis humana que sufre el país. Las condiciones de ese pacto de transición son hacer coincidir las elecciones legislativas con las presidenciales en 2024 y elegir un presidente para un Gobierno de coalición con las principales fuerzas elegidas en la Asamblea. Naturalmente, hablamos de unas elecciones limpias e iguales. Ese Gobierno tendría respaldo internacional para un plan de estabilización económica junto a las instituciones financieras internacionales y para recuperar producción petrolera que permita sanear las cuentas públicas del país, recuperar la actividad económica, atender los servicios públicos de sanidad y educación, y atraer la vuelta a Venezuela de su exilio reciente.

¿Es posible un pacto en esa dirección? En mi opinión, es el único pacto posible. Hay sectores en el Gobierno y en el chavismo abiertamente dispuestos a pactar una salida conciliada a una situación política, económica y social insostenible. El chavismo no está derrotado, pero su proyecto político está acabado y el país, arruinado. La comunidad internacional puede unificar su estrategia en esta dirección porque las sanciones y el boicot han tocado techo en su eficacia y porque Venezuela se ha convertido en una pieza importante del tablero internacional.

Venezuela importa por el volumen inmenso de su crisis humana y por su influencia geopolítica en la región. Pero, además, Venezuela se ha convertido en una pieza clave en el suministro energético para Europa. Es la primera reserva mundial de petróleo y la octava de gas. Su suministro a Europa sería ampliamente beneficioso para ellos y para nosotros. Estados Unidos ya habla con Maduro al respecto. De hecho, una delegación norteamericana visitó Miraflores en junio, dejando las conversaciones de México en muy mal lugar.
España y la Unión Europea deberían estudiar su mediación en esta dirección. Muchos interlocutores me expresaron su deseo de ver a España y a la Unión Europea con un papel más activo, más propio, no tan pegado a Estados Unidos y menos influenciado por la oposición del exilio. Por otra parte, los cambios políticos producidos en países de la región —Colombia, Chile— pueden ayudar en la dirección señalada. Es más que probable que vean con muy buenos ojos una solución pactada de Gobierno de transición entre chavismo y oposición. Amplios sectores empresariales, financieros y energéticos también ven esta alternativa como la mejor solución. No se atreven a plantearlo abiertamente, pero sus sugerencias ven la transición pactada como la vía más pragmática y viable

Publicado en El País, 8/09/2022

 

26 de septiembre de 2022

La propuesta alemana para el futuro de la Unión Europea.

He escuchado muchas veces críticas a la ampliación europea en 2004 a los países del Este aludiendo a las dificultades de gestión que sufrió la Unión Europea al sumar diez nuevos Estados y hacerse por ello demasiado grande y compleja. Siempre respondía a estas fáciles e injustas acusaciones diciendo que esos países eran Europa antes que nosotros. Que Europa es Praga, Cracovia, Budapest, como lo es Viena, Roma o París. Que era obligada la ampliación al Este por razones tanto de solidaridad como por razones geopolíticas. Que renunciar a la República Checa o a Polonia y Hungría, incluso a los tres países bálticos, era amputar a Europa su propio corazón. 

Algo de esto vino a decir el canciller Scholz al recordar que la Universidad de Praga, con sus cerca de 7 siglos de historia, era una de las fuentes del Renacimiento y por tanto del “humus” cultural y cívico sobre el que se asientan nuestros valores de hoy. No fue casualidad que fuera allí, en su universidad, donde el canciller quisiera pronunciar su solemne discurso europeísta, aprovechando también que la República Checa preside este segundo semestre la Unión Europea. 

Fue importante que el canciller imitara a Macron en sus grandes discursos sobre Europa, porque Alemania, quizás huyendo de la pomposidad semántica y retórica del francés, tiene mucho que decir sobre el futuro de Europa y porque sus propuestas suelen ser más pragmáticas, más “a ras de suelo”, respondiendo a los grandes interrogantes de la Europa de hoy. Eligió Centroeuropa y una de las universidades con más historia para hablar del futuro de Europa en medio de la tormenta bélica, energética, económica y geopolítica de un mundo hostil. 

La primera gran aportación de Scholz se refiere a la dimensión geopolítica de la Unión. Lo cierto es que, antes de la invasión rusa a Ucrania, Borrell ya nos propuso esta dimensión imprescindible en un mundo globalizado cuando nos planteó “la brújula estratégica” en un documento que, nunca más acertadamente, comenzaba diciendo: “Europa está en riesgo...” Pues bien, esta referencia a una Europa más geopolítica tiene tres consecuencias inmediatas en opinión del canciller alemán: 


- Nuestra seguridad. El brutal ataque a Ucrania es también un ataque a la seguridad de Europa. “Para contrarrestar este ataque, debemos desarrollar nuestra propia fuerza: como países independientes, en la alianza con nuestros socios trasatlánticos, pero también como Unión Europea.” Son sus propias palabras. 

- La adhesión a Europa de Ucrania, Moldavia, Georgia y los 6 países de los Balcanes Occidentales se ha convertido en prioridad política para la Unión Europea. Conscientes de que el cumplimiento de las exigencias políticas, económicas y democráticas para la adhesión de esos países será larga, el canciller se sumó a la propuesta de Macron de crear una Comunidad Política Europea con todos ellos. En el fondo se trata de marcar el territorio frente a otras potencias, ofreciendo a esos países un horizonte cierto de futura integración. En el camino, la Comunidad Política abordará conjuntamente múltiples planos de la realidad común: clima, conectividad física y tecnológica, energía, seguridad, etcétera. 

- Una Europa fuerte y soberana que actúa conjuntamente en el mundo especialmente ante la bipolaridad EEUU- China en el Asia Pacífico y en nuevas asociaciones con Asia, África y América Latina. Desgraciadamente, no hay más concreciones en una materia que reclama mucha mayor atención en nuestra política exterior, especialmente mirando a nuestros intereses en América Latina. 

A partir de estas bases geopolíticas, Scholz propuso cuatro grandes orientaciones respecto al futuro de Europa: 

1ª Abordar reformas institucionales 

En concreto, el canciller señaló que hay que plantear urgentemente una transición gradual a las votaciones por mayoría en política exterior y en otros ámbitos, incluida la política fiscal. Esta es una de las reivindicaciones más compartidas y estratégicas en toda la Unión Europea. Muy especialmente sentida en el Parlamento Europeo. También la Conferencia sobre el futuro de Europa la ha planteado de manera unánime. En política exterior, desde luego, es una necesidad imperiosa. No podemos esperar a las reuniones de los ministros de exteriores cada 15 días y a la unanimidad, que nos impiden estar en la escena internacional con una voz unida y fuerte en el momento preciso. Lo mismo ocurre con otros temas que son abiertamente torpedeados por un derecho de veto inadmisible por un solo país. En el ámbito fiscal en particular, la falta de armonización y la competencia desleal y ventajista de unos Estados sobre otros, en un mercado único, es lacerante. La unanimidad es el arma de quienes no quieren perder sus ventajosas e insolidarias posiciones para competir “a la baja” en el desordenado mapa fiscal europeo. 

2ª Reforzar la soberanía Europea 

Aquí Scholz enlaza de nuevo con uno de los ejes de la reciente presidencia francesa: Europa debe ser lo más autónoma posible en todos los campos, desde la energía a la agricultura, desde los chips a los medicamentos. Es una reflexión que invadió Europa a raíz de la pandemia y del colapso del comercio internacional, antes de la guerra en Ucrania. Pero las muestras de nuestras múltiples dependencias se vieron y se vivieron dramáticamente en los comienzos de la pandemia, cuando descubrimos que no teníamos productores de mascarillas o de respiradores, incluso de paracetamol. Se acentuaron después con la falta de complementos a nuestras cadenas de montaje de automóviles, y se convirtieron en alarmantes anuncios cuando determinados elementos básicos empezaron a faltar o encarecerse exageradamente por suministros interrumpidos o por demandas mundiales que cuestionaban la estabilidad de su provisión. 

La soberanía no es solo asegurar suministros. La llamada autonomía estratégica tiene múltiples aplicaciones a la competencia global que enfrentan los productores europeos. Necesitamos ser líderes mundiales en sectores estratégicos: desde el automóvil a la aeronáutica, desde el cambio climático a la energía renovable, desde la interconectividad a la digitalización. Pero para eso necesitamos una política industrial europea y un equilibrio razonable en las reglas de la competencia que permitan generar empresas europeas capaces de ser líderes mundiales en sus sectores respectivos. 

El canciller alemán aprovechó esta demanda para reclamar “una mejor sinergia en nuestras capacidades de Defensa”. La cumbre de la OTAN, en junio pasado en Madrid, ya constató la necesidad de reforzar la seguridad europea reforzando la OTAN. Pero muchos pensamos que eso no es incompatible con la Europa de la defensa, es decir, con el reforzamiento y la integración de las fuerzas europeas en un sistema defensivo propio. La búsqueda de esa vía paralela no será fácil y no estará exenta de conflictos, pero si queremos tener voz y peso en la escena internacional necesitamos dotarnos de fuerzas operativas rápidas y de una articulación sinérgica de nuestras políticas de defensa. Scholz fue muy concreto en estos objetivos señalando la necesidad de crear estructuras europeas de Defensa, dirigidas por un Consejo de Ministros europeo de Defensa y una organización conjunta de armamento que acometa la armonización de nuestras armas. Por supuesto, el área de la ciberseguridad y del espacio se suman, con más urgencia si cabe, a estos objetivos. 

3ª La superación de viejos conflictos con nuevas soluciones 

Fue valiente el canciller al reconocer que hay dos grandes brechas en el seno de la Unión que desde hace más de una década nos dividen. La política económica financiera y la inmigración. Cómo no reconocer que la Unión estuvo fracturada por la división Norte-Sur en la crisis financiera de 2008 a 2012 y que lo sigue estando entre el Este y el Oeste en materia de inmigración. Sin embargo, sus propuestas para una mejor gestión de la inmigración aprovechando la capacidad de reacción mostrada con los millones de refugiados ucranianos es bastante voluntarista. No hay acuerdo entre los 27 para establecer acuerdos con los países de origen y regularizar y redistribuir sus inmigrantes. 

Es por supuesto un camino correcto, pero me temo que no lo lograremos si no imponemos por mayoría esa política y si no se acepta por parte de todos el reparto de cuotas de esa inmigración regulada que tanto necesitamos. 

Tampoco soy optimista sobre los avances en nuestra política de asilo, aunque la experiencia ucraniana haya sido notablemente mejor que la que tuvimos con Siria. Todos sabemos que eran “nuestros refugiados”. 

Respecto a la política fiscal y económica, es preciso reconocer que se han dado pasos gigantescos con el SURE y el NEXT GENERATION, y con la flexibilidad de la política fiscal en general después de la pandemia. Alemania ha sido actor principal en esas decisiones corrigiendo, en mi opinión acertadamente, sus errores en la gestión de la crisis financiera del 2008 a 2012. Pero quedan graves interrogantes para un horizonte cada vez más adverso y habrá que tomar difíciles decisiones con los niveles de deuda, con el euro y su implantación general a toda la Unión y, por supuesto, con la aprobación del nuevo Plan de Estabilidad y Crecimiento para los próximos años.

4ª Los valores de Europa. El Estado de Derecho 

Nacimos por la paz y la libertad. Construimos durante la segunda mitad del siglo pasado el espacio con más protección social y dignidad humana del mundo. La cohesión social y el estado del bienestar son nuestras mejores conquistas. La democracia, el Estado Social y de Derecho, los Derechos Humanos, están en el corazón de nuestros sistemas políticos. Estos son nuestros valores, ese es nuestro patrimonio. Pues bien, ya es hora de que reconozcamos que esos marcos de convivencia están en peligro y que no son mayoritarios en el mundo. Que las democracias crecen difícilmente y que las autocracias avanzan, incluso en el seno de nuestras propias sociedades democráticas, junto a ideologías y tentaciones totalitarias que se alimentan de las redes y de la sociedad de la información. 

Europa, frente a esos peligros y a esas tendencias, está llamada a reforzar sus compromisos y sus políticas en defensa de sus valores y principios, en defensa de lo que somos y de lo que queremos ser. 

Scholz lanza un poderoso alegato en favor de nuestros valores, mirando al interior de la Unión y exigiendo rigor y firmeza contra las violaciones y las vulneraciones de esos códigos democráticos. Quizás le faltó extender su mirada también al entorno y al resto de países de nuestra vecindad para imprimir ese compromiso a toda la política exterior de la Unión. 

La conclusión del discurso del canciller fue un exigente interrogante para todos: ¿cuándo si no es ahora?, ¿quién si no soy yo? Son las perentorias preguntas que podríamos hacernos todos los europeos. Todos y cada uno de nosotros al comprobar que, quizás como nunca en los 70 años de nuestra historia, estamos amenazados por múltiples desafíos que no podemos afrontar desde cada uno de nuestros Estados-Nación. Todos somos muy pequeños, como suele decirse en Bruselas. Incluso unidos somos muy poco en un mundo hostil a nuestros valores e intereses. La conclusión es más y mejor integración, es una Europa más geopolítica y democrática que nunca.

BOLETÍN DE LA ACADEMIA DE YUSTE Nº 19. Septiembre 2022

7 de septiembre de 2022

Lecciones chilenas.

La experiencia chilena nos enseña que una constitución no es un texto de unos contra otros, sino un texto de todos. No es de partido, ni de opciones sociales mayoritarias (o que se consideran tales), sino que debe buscar el acomodo de todos a unas reglas comunes.

No es un sumatorio de reivindicaciones, por justas que puedan ser, sino un conjunto de normas con múltiples renuncias, para que pueda ser asumido y aceptada por todos. No es solo una ley de derechos sino también y sobre todo un marco de convivencia que permite el juego democrático para que las opciones elegidas por la mayoría puedan gobernar y llevar adelante sus proyectos.

La oportunidad del cambio constitucional chileno llegó cuando estalló la crisis social hace ya tres años. Entonces, como en otras ocasiones históricas, una sucesión de movilizaciones por asuntos concretos (el precio del bono del transporte), estalló en una protesta social generalizada que expresaba múltiples descontentos de una sociedad demasiado injusta y desigual. El Gobierno de la derecha chilena (Piñera) se asustó. Eran las clases medias, incluyendo a estudiantes y trabajadores, en demanda de unas prestaciones públicas que su Ejecutivo no les daba y dirigidas por movimientos políticos y sindicales ajenos al sistema de partidos. Aquella marea reivindicativa recogía además todos los descontentos de la transición democrática que había sido impuesta por Pinochet y vigilada por sus fuerzas armadas.

A diferencia de la chilena, la Transición democrática española se construyó sobre la soberanía del pueblo, cuando las Cortes de 1977 se hicieron constituyentes y se disolvieron al presentar a referéndum el texto de 1978. La verdadera ruptura con el viejo régimen fue el momento en el que aprobamos nuestra Constitución en referéndum, dando así lugar a la democracia que tenemos. Voces interesadas y equivocadas comparan este camino con el chileno de 1990, sin reconocer que nuestro proceso constituyente fue realizado con plena soberanía democrática y dirigido por los partidos políticos elegidos libremente por el pueblo español. En Chile de 1990 a 2020 no han tenido una Constitución hecha libremente por los chilenos, sino elaborada por el viejo dictador. La Concertación de los partidos fue en sí misma una cierta anomalía democrática, impuesta por la prudencia política de aquella transición tutelada.

Pues bien, con bastante lógica, el Gobierno de Piñera, asustado ante las protestas y consciente de este déficit democrático de origen, diseñó un proceso hiperdemocrático: referéndum para saber si los chilenos querían una nueva Constitución: el 80% dijo sí; y elecciones abiertas para elegir una asamblea constituyente. Y aquí comenzaron los problemas. Las elecciones para esa asamblea constituyente las ganaron los movimientos políticos que lideraban las protestas y marginaron a los partidos tradicionales. Una ola de innovación política y de ilusionismo social impregnó tan alta misión y acabaron elaborando un texto demasiado ideologizado, muy largo, técnicamente muy mejorable y sobre todo sin consenso político con las grandes fuerzas democráticas.

Dejo para otros análisis los elementos discutibles de ese texto (el peso del indigenismo, la plurinacionalidad, la aceptación de sistemas jurídicos penales distintos, las limitaciones del poder presidencial, el desequilibrio institucional sin cámara territorial, o algunas excesos semánticos del ecologismo y del feminismo...) y me centro en la metodología política de su redacción.

Marginar el diálogo con las principales fuerzas políticas ha sido un error. El método de elección de la Constituyente ha creado un cierto corporativismo asambleario que concentró los debates parlamentarios en una especie de burbuja cívica apartidista.
A su vez, la mayoría sociopolitica creada en torno a las protestas sociales, ratificada en la elección de la Asamblea Constituyente, ha tenido una tentación comprensible en el deseo de orientar ideológicamente la nueva Constitución, sin comprender que la inspiración progresista de este texto no puede ser partidista y sobre todo debe ser pactada y equilibrada por otras garantías y contrapesos. Un buen ejemplo de lo que digo podría ser nuestro debate constitucional en torno a la forma de Estado. El PSOE defendió la república, en un memorable discurso de Luis Gómez Llorente, pero aceptó la monarquía parlamentaria a partir de la naturaleza simbólica de los poderes reales y de otras muchas concesiones en otras muchas materias del texto.

Chile debe reemprender la tarea. Una nueva Constitución es necesaria y así lo pidió el 80% del pueblo. pero hay que hacerla bien, entre todos, en el seno del actual poder legislativo, que es representativo de la pluralidad partidista del país, pactando cada uno de los artículos, encontrando el equilibrio con el conjunto y dotando a su democracia de un marco de reglas válidas para cualquiera que sea el gobierno que los chilenos elijan en el futuro.

Publicado en El Correo, 7/09/2022

2 de septiembre de 2022

Podemos tiene razón

Ya llevamos varios meses oyendo hablar de SUMAR, sin saber nada de tal proyecto político salvo que tiene una líder con enorme potencial, que preserva como oro en paño sus líneas ideológicas y programáticas y que aplaza día sí, día también, su comparecencia electoral.

Por supuesto, hasta las generales de finales de 2023, tiene tiempo de explicarnos cómo se configura ese gran espacio sociológico que no se conforma con ser “una esquinita de la izquierda”. Pero tan pragmática como enigmática frase no nos dice mucho. Los tiempos los elige ella, claro, pero quienes esperamos conocer algo más de ese nuevo proyecto, nos preguntamos cómo perfilar una izquierda amplia si su principal rival en ese espacio extiende sus horizontes ideológicos hacia la izquierda con todas las políticas progresistas posibles, en todos los campos, desde un gobierno de coalición en el que ella misma participa.

Más dudas todavía ofrece su planteamiento orgánico. Escuchar está bien. Hablar con unos y con otros siempre es necesario. Pero un proyecto político serio no se asienta en “la gente”, sino en estructuras orgánicas sólidas con base territorial y reglas internas que lo distinguen de una asamblea ciudadana o de un foro cívico. Los candidatos de una circunscripción electoral no son “independientes” que se eligen arbitrariamente, sino líderes locales que tienen acreditada su conexión política con los ciudadanos y que responden, con su trayectoria y su vida política, a las exigencias de conocimiento y ejemplaridad que demandan los electores. Los grupos parlamentarios que se constituyen después de las elecciones no son una suma aleatoria y heterogénea de diputados, sino una organización estructurada, jerarquizada y reglada que actúa en las Cámaras con unidad y coherencia ideológica.

El proyecto SUMAR debe aclarar más pronto que tarde cuáles son sus bases orgánicas y cuáles sus pactos con los partidos territoriales que representarán el proyecto en diversas y muy cualificadas autonomías: Cataluña, Galicia, Comunidad Valenciana, ¿Madrid?... Por eso, puede entenderse la ausencia de SUMAR en esas elecciones, pero no deberían despreciar la oportunidad de hacerse presentes en 12 comunidades autónomas y en cientos de municipios españoles en base a acuerdos programáticos o locales que identifiquen el proyecto y que asienten su presencia territorial.

Es en ese contexto que me ha parecido muy razonable la demanda de Podemos a Yolanda Diaz de establecer su presencia en el proyecto mediante una coalición electoral. Ya fue generosa la aceptación de su liderazgo, pero sería ingenuo diluirse en SUMAR y renunciar a su identidad, abandonando una década casi prodigiosa en lo que respecta a su nacimiento y desarrollo. Podemos nació en un contexto socioeconómico muy concreto, respondía a una evolución histórica de la democracia española y en poco tiempo integró la primera experiencia política europea de coalición de izquierdas. Tiene todo el derecho y toda la razón para decirle a Yolanda que su presencia en SUMAR debe ser salvando su identidad y asegurando una presencia determinada y notable en sus listas electorales y en su grupo parlamentario futuro.

No son solo razones morales las que Yolanda Díaz debería considerar ante esta petición. No es solo que ella fue elegida en las listas de Podemos y que fue ese partido el que la hizo ministra y que fue ese partido el que la propuso como vicepresidenta del Gobierno. Son además, razones políticas las que avalan que su proyecto tenga un basamento orgánico y una estructura territorial sólida. De lo contrario, las palabras bonitas como “la gente”, “escuchar”, “esto no va de siglas”... se las llevará el viento y su proyecto será una cometa que gira en el aire sin ir a ninguna parte. Hay además un tufillo antipartidos muy inconveniente para la política en general y muy injusto con las únicas estructuras capaces de articular la voluntad y la representación políticas ciudadanas en nuestras democracias.

Desconozco absolutamente el estado de la cuestión en las conversaciones de Podemos con el equipo de Yolanda Díaz, pero creo que esa demanda, si efectivamente se ha planteado, está cargada de sentido y de razón. Es más, creo que su aceptación es condición necesaria para el éxito de una operación política, tan cargada de buenas intenciones como de incógnitas y complejidad.

Publicado en Eldiario.es, 2/09/2022

9 de julio de 2022

Lec­tu­ras ne­ce­sa­rias de la vio­len­cia vas­ca.

Por qué otro libro sobre la violencia vasca? La propia editorial se pregunta de esta manera en la contraportada de ‘Lecturas de la violencia vasca. Un pasado presente’ del que son editores Luis Castells y Fernando Molina (Libros de la Catarata). Y se responde que «todavía no se ha escrito lo suficiente y sobre todo, no se ha aprendido lo necesario, de ese terrible pasado que no puede estar más presente».

Se me ocurren varias razones más para justificar esta iniciativa que aporta análisis y testimonios dirigidos a recordarnos, no tanto los hechos, como sus responsables, y no tanto lo que pasó como las responsabilidades colectivas sobre una tragedia demasiado larga y demasiado dolorosa. El simple hecho de llamar ‘vasca’ a la violencia que sufrimos, dice mucho del intento.

Todas las colaboraciones buscan confrontar lo que pasó con las actitudes que directa o indirectamente hicieron posible tanto horror. Desde la invención de un pasado utópico en el que basar su violencia a la construcción del relato nacional a base de matar. Desde la cómoda equidistancia ante las violencias, a la cobardía del silencio colectivo. Desde la justificación moral de una lucha, comprendida aunque se tildara de equivocada, hasta la utilización malvada de su chantaje a la democracia. Desde la justificación de los asesinatos con el ‘algo habrá hecho’, hasta la falta de piedad y de compasión con las víctimas.

Hay mucha necesidad de escribir, leer, filmar y narrar, contando la verdad sobre lo ocurrido para golpear la desmemoria y para preguntar abiertamente: ¿cómo fue posible? Pero la memoria es puñetera y volverá y nos reclamará justicia y verdad. Por eso, estas miradas inéditas sobre nuestra violencia son bienvenidas. Son necesarias. Porque la gente joven no sabe. Porque muchos olvidan. Porque circulan relatos falsarios que hay que combatir. Porque se lo debemos a las víctimas a las que maltratamos con una frialdad social, una falta de compasión humana y una cobardía colectiva que merecen ser recordadas.

Hay dos corrientes de fondo a lo largo de los nueve capítulos del libro, bastante comunes a los diferentes análisis y testimonios que nos ofrecen sus autores. El reproche moral a la violencia de ETA, la condena de su terrorismo, se hace desde esferas radicalmente vasquistas. No se trata de un discurso político partidario. No es la voz del Estado. No se corresponde con las líneas editoriales o con las múltiples condenas oficiales e institucionales. No se excluyen tampoco las censuras y condenas rotundas a los abusos policiales, a las torturas y a la violencia contraterrorista al margen de la ley.

Preguntas y autocríticas

Es el testimonio de una periodista de ETB, Ana Aizpiri, que nació en un caserío de Elgoibar y que pregunta una y otra vez, en un medio hostil, por qué mataron a su hermano. Es la autocrítica de una fonóloga y escritora vasca, miembro de Euskaltzaindia, Lourdes Oñederra, que se pregunta por qué el mundo del euskera fue tan proclive a entender y justificar el terrorismo y tan insensible con los asesinatos. Estremece recordar cómo se movilizaban contra el cierre judicial de un periódico, al tiempo que callaban cuando se asesinó a Joseba Pagaza. Un mundo que se extraña cuando un bertsolari se atreve a citar un asesinato en uno de sus versos al que ese mismo mundo le pregunta extrañado a qué viene esa cita y es criticado por ello. Es la descripción del mundo abertzale que apoya a ETA en el País Vasco francés con base en oportunismos y desconocimientos de lo que ocurre a pocos metros, con la violencia de sus protegidos. Es el testimonio de Imanol Zubero contando la génesis de Gesto por la Paz cuando jóvenes cristianos enfrentan la violencia desde la radicalidad moral de que nunca hay razones para matar al semejante.

La otra idea, muy explícita en las aportaciones de los dos historiadores y editores del libro, Luis Castells y Fernando Molina, se refiere a las conexiones entre nacionalismo y ETA o si se quiere entre violencia y relato nacionalista. Este fue siempre un tema vidrioso porque el nacionalismo ha puesto mucho empeño en desligar la causa nacionalista del terrorismo (recordemos el empeño que tenían los burukides en calificar a ETA como una organización marxista-leninista). Lo cierto es que se trata de una ecuación incuestionable porque la causa nacionalista, «un pasado inventado», en palabras de Fernando Molina, fue alfa y omega de ETA desde el principio de los tiempos. Hasta el punto de que ese fue su santo y seña en todas sus acciones y en todas sus escisiones, incluidas las de los tiempos actuales en sus juventudes. De estos capítulos surgen ideas y debates actuales: ¿es Euskadi hoy más nacionalista de lo que habría sido si no hubiera existido ETA? Es una ucronía especulativa que ya había tratado Ruiz Soroa y que ofrece opiniones tan libres como contradictorias.

Lourdes Pérez nos describe interesantes perspectivas sobre la relación de la Prensa con el terrorismo y nos recuerda la naturalidad con la que asumimos el lenguaje etarra en nuestra manera de describir las acciones violentas y la importancia del nombre de las cosas en la percepción social de las mismas. Luis Rodríguez Aizpiolea repasa sus propias crónicas de los años ochenta para justificar su optimista pronóstico sobre el final de la violencia a finales de los ochenta, una vez producido el acuerdo de Ajuria Enea y después de la ruptura de las negociaciones de Argel por parte de ETA. Un pronóstico atrevido pero acertado, porque, ciertamente, a finales de aquella década maldita, se pusieron las bases de un proceso que nos traería la paz. Es verdad que, desgraciadamente, veinte años más tarde.

Nueve artículos de máximo interés también a efectos de analizar aspectos poco investigados en la historia de la violencia vasca como por ejemplo el papel de la mujer en el mundo de ETA, cosa que hace desde varios diferentes planos Izaskun Sáez de la Fuente. Nueve artículos que bien podrían haber sido diez si los editores del libro hubieran incluido un capítulo sobre el final de ETA. Final que bien merece un epílogo feliz sobre la extraordinaria victoria de nuestra democracia sobre nuestra violencia vasca.
 
Publicado en El Correo, 9 Julio 2022

3 de julio de 2022

¿Qué es un pacto de rentas?

Deberíamos ser capaces de incluir algunas medidas fiscales en el rendimiento de capitales, en sociedades y en otras figuras impositivas, aunque solo sea como símbolo de un esfuerzo colectivo del país y como compensación a los sacrificios que se demanda al conjunto de los trabajadores.

La posibilidad de que España logre un pacto social para afrontar los próximos dos años bajo unas reglas acordadas entre Gobierno, sindicatos y empresarios, ha sido despachada con demasiada prisa y sorprendente facilidad. Bastó una reunión entre los agentes sociales para concluir que las posiciones de ambos estaban muy alejadas y para que el conjunto del país (desde el Gobierno a la opinión publica) haya arrinconado una estrategia fundamental para combatir los peligrosos riesgos que nos depara la actual geopolítica internacional y para afrontar la grave situación macroeconómica que nos rodea.

“La inflación es el impuesto de los pobres y de los pensionistas”, se decía en mis tiempos sindicales y hoy sigue siendo una gran verdad. Gran parte de la política social de este gobierno (salario mínimo, reforma laboral, pensiones, ingreso mínimo vital, etc.) queda oscurecida por los efectos de la inflación sobre los precios de la alimentación y de la energía. Las ayudas a los colectivos más afectados y las políticas de abaratamiento de la energía y de los combustibles, precisamente para luchar contra la inflación, se están planteando en un horizonte temporal muy limitado frente a las causas generales de estos desequilibrios sobrevenidos. La guerra en Ucrania será larga y los precios del gas, petróleo, materias primas y de los alimentos básicos en el mercado mundial no van a descender a corto plazo.

Nos enfrentamos, además, a un escenario de ajustes fiscales porque, aunque se haya prorrogado la suspensión del Pacto de Estabilidad europeo en el próximo año 2023, las previsiones de control del déficit desde Bruselas, se van a acentuar. Los llamados países frugales y Alemania, enormemente sensible a la inflación, presionarán para una subida de los tipos de interés en el BCE y para una mayor reducción de los déficit público nacionales. No olvidemos que el Banco Central Europeo dejará de comprar nuestra deuda y los mercados están alarmados por el endeudamiento público producido durante la pandemia. La prima de riesgo asoma de nuevo y encarece nuestras emisiones. Finalmente, una progresiva reducción de los ritmos de crecimiento económico, aunque España lo esté liderando, reducen nuestros márgenes de gasto.

En estas circunstancias sería extraordinario que nuestro país recuperara la cultura de los grandes acuerdos entre los agentes sociales que comenzaron con los Pactos de la Moncloa y fueron seguidos de sucesivos Acuerdos Nacionales a lo largo de las dos últimas décadas del pasado siglo. La España de hoy es, en parte, deudora del sentido común y de la capacidad de pacto que mostraron los agentes sociales aquellos años: desde la reconversión industrial de comienzos de los ochenta, hasta la modernización de nuestro aparato productivo en los primeros años 90 y la internacionalización de nuestras empresas al final del pasado siglo.

Algo de ese espíritu constructivo ya está ocurriendo ahora, porque los salarios reales no han repercutido la inflación de estos últimos seis meses y porque la senda de los beneficios empresariales está siendo relativamente moderada. Pero no es suficiente y no está asegurado que no ocurra lo contrario el año que viene. Al elaborar los presupuestos de 2023 estos criterios de contención de la inflación deben extenderse a los funcionarios. También deberíamos ser capaces de incluir algunas medidas fiscales en el rendimiento de capitales, en sociedades y en otras figuras impositivas, aunque solo sea como símbolo de un esfuerzo colectivo del país y como compensación a los sacrificios que se demanda al conjunto de los trabajadores. Por supuesto, el pacto de rentas debería incluir también las ayudas a los sectores más vulnerables del país en lo que bien podríamos llamar políticas pre-distributivas hacia mercados básicos: vivienda, energía, movilidad, más las ayudas temporales a la supervivencia de la pobreza extrema.

Soy consciente de las dificultades políticas que encierra este proyecto, pero también afirmo que no hay en el horizonte actual mayor ni mejor esperanza para nuestra política económica. Junto a los fondos del Next Generation, un pacto de rentas colocaría a España en la mejor disposición interna e internacional para afrontar los difíciles años económicos que vienen. Un pacto de rentas es, contra lo que piensa cierta izquierda testimonial, la política más progresista y la que evita mayores males para la población más necesitada, la de las bajas rentas y los nueve millones y medio de pensionistas, cuando la inflación nos ataca.

Tomemos como buen ejemplo de buena política la reforma laboral pactada a finales de 2021. Pues bien, esa es la senda por la que deberíamos seguir. Por eso me extraña que la búsqueda de ese gran pacto que, además de los beneficios económicos y sociales descritos, daría al gobierno una centralidad social que necesita, se haya abandonado tan rápidamente.

Es difícil desde luego, pero imposible si no se intenta.

Publicado en Eldiario.es 3 Julio 2022