17 de septiembre de 2006

Crímenes Farmacéuticos

En ‘El jardinero fiel’, John le Carré nos describe una trama criminal contra la esposa de un diplomático británico en Kenia, cuando está a punto de descubrir las peligrosas experimentaciones de una industria farmacéutica con seres humanos en África. En sus novelas, este autor inglés acostumbra a situar su genial intriga en un contexto de realidad contrastada. Así lo hizo, por ejemplo, cuando en ‘Nuestro Juego’, nos describió con lúcida anticipación el desastre que se cernía sobre las antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso, superado después por la brutal tragedia chechena.

Pues bien, las denuncias contra las industrias farmacéuticas del planeta deberían motivar alguna reflexión política más de fondo, si no fuera por el ejército de ‘lobbies’ que influyen en todo el mundo para que no se produzca. Los neoliberales, y los fundamentalistas del mercado en general, se oponen hasta la exageración a cualquier intervención del Estado en el libre juego de la oferta y la demanda. En los últimos años, la presencia pública en la actividad económica se ha reducido a aquellos servicios que no interesan al mercado y cuando se trata de servicios básicos para la comunidad (energía, telecomunicaciones, servicios financieros, etcétera) el Estado se limita a intervenir mediante órganos reguladores que tratan de asegurar el interés general, dejando a las empresas privadas la propiedad y la gestión de esos servicios.

Me pregunto a menudo por qué las industrias farmacéuticas están libres de intervención pública y por qué los intereses lucrativos y mercantiles de esas poderosas corporaciones se anteponen e imponen a los intereses generales de la ciudadanía, tratándose, como se trata, de una materia fundamental en el derecho humano por excelencia, que es el derecho a la vida.

En 2001, el grupo de Médicos sin Fronteras (MSF) para el estudio de las enfermedades olvidadas, publicó un informe titulado ‘Desequilibrio fatal’ que impactó a la opinión pública. El informe concluyó que las enfermedades que afectan principalmente a los pobres no tienen demasiadas opciones terapéuticas disponibles y casi no se investigan, a pesar de que afecten de forma grave o mortal a millones de personas y sean potencialmente curables. Las enfermedades que afectan principalmente a los pobres se investigan poco y las enfermedades que afectan sólo a los pobres no se investigan nada. Algunas de estas últimas no tienen opción terapéutica alguna, como la fase crónica de la enfermedad de Chagas, una infección que afecta a millones de personas en Latinoamérica. El título del informe, ‘Desequilibrio fatal’, se refiere al hecho de que sólo el 10% de la investigación sanitaria mundial (la de las compañías farmacéuticas más la de todos los gobiernos y universidades del mundo) está dedicada a enfermedades que afectan al 90% de los enfermos del mundo y el 90% de los recursos sanitarios están dedicados a investigar las enfermedades que afectan sólo al 10% de los enfermos (los del Primer Mundo). Este dato se conoce como ‘desequilibrio 10/90′. Según el mismo informe de MSF, en 2001 la mayor parte de los esfuerzos financieros e intelectuales de la investigación sanitaria de todo el mundo fueron destinados a investigar la impotencia, la obesidad y el insomnio.

El caso de los medicamentos anti-sida en África es otro buen ejemplo de lo que denunciamos. Según informes de la ONU del año 2003, más de 30 millones de personas están infectadas con el VIH en el África subsahariana. En el estado de Botswana, por ejemplo, el 40% de las mujeres están infectadas por VIH, y en el de Lesotho lo está un tercio del total de la población. Por falta de medicamentos antirretrovirales, tres millones de africanos mueren todos los años de sida.

Para el tratamiento de esta inmensa población enferma, es fundamental la industria india de genéricos, que aprovechando determinadas brechas legislativas de la internacionalización de patentes ha venido desarrollando una industria de fabricación de medicamentos genéricos que abaratan a la décima parte sus costes. Pues bien, las multinacionales farmacéuticas han presionado a los países occidentales para reforzar internacionalmente las patentes y a través de diversos acuerdos OMC han conseguido eludir la competencia de los genéricos, de manera que todos los medicamentos creados a partir de 1995 estarán protegidos por las patentes respectivas, con lo que su precio puede encarecerse sin límite, al no tener competencia libre de genéricos.

Teresa Forcades i Vila, una monja benedictina doctora en medicina, ha publicado un pormenorizado estudio de estas denuncias en el nº 141 de los cuadernos de ‘cristianisme i justicia’, el Centro de Estudios de la Compañía de Jesús en Cataluña. El documento es escalofriante, poniendo ante nuestros ojos una situación impropia de una sociedad civilizada.

Se han publicado recientemente varios e importantes informes sobre estas cuestiones. Uno de ellos -ya citado- ‘Desequilibrio fatal’, de Médicos sin Fronteras, y otro surgido como consecuencia de un análisis realizado por una comisión de expertos del Parlamento Inglés (2005). El diagnóstico y las propuestas de medidas planteadas en todos ellos abordan las cuestiones citadas y muchas más. En general se estima que la influencia de la industria farmacéutica sobre las agencias reguladoras públicas es exagerada y perturba la independencia de la intervención pública, en EEUU y en todo el mundo. Se considera igualmente que las compañías farmacéuticas tienen demasiada influencia en la educación médica de la ciudadanía y la agresividad de su marketing contribuye a que se receten y administren medicamentos de forma inadecuada. Se alerta sobre las nuevas técnicas publicitarias de la industria farmacéutica para vender medicamentos inventando enfermedades. Se insiste en la necesidad de que las patentes y otros derechos de monopolio se compatibilicen con la necesidad de atender las enfermedades de los pobres del mundo. Para ello se propone que los gobiernos exijan que los medicamentos sean accesibles y asequibles a los países pobres como condición del dinero público invertido en la investigación o bien que se potencie la producción de esos medicamentos en los países pobres o bien que un organismo internacional -¿La OMS o Naciones Unidas?- elaboren un plan para que las enfermedades olvidadas, como las llama Médicos sin Fronteras, puedan dejar de serlo de verdad. Igualmente se propone a los gobiernos financiar los estudios de alternativas terapéuticas no farmacológicas que la industria farmacéutica ignora porque no le son rentables.

Los informes citados, recomiendan un catálogo enorme de medidas, imposible de resumir aquí. Pero una característica es común a todas ellas: la necesidad de intervención política es un mercado esencial para un derecho -nunca mejor dicho- vital.

El Correo, 17/09/2006