18 de abril de 2024

La explicación a lo de Bildu: posmemoria y moderación.

Estas dos palabras, posmemoria y moderación, pueden ayudarnos a explicar los sondeos vascos que otorgan a Bildu una posible victoria y a los partidos nacionalistas, una abrumadora mayoría.

Una de las cosas que menos se entiende fuera de Euskadi es la voluntad consciente de gran parte de la sociedad vasca de pasar página del terrorismo, de olvidar el pasado, de perdonarlo todo, de superar aquellos trágicos años. Es, en parte, un sentimiento comprensible. Algo así como un deseo de superación y de mirar el futuro sin esa hipoteca que grava y ensucia el presente. Pero es también la constatación de una sociedad que huye de las enormes responsabilidades con las que nos golpea la memoria. De manera que, sí, los jóvenes no saben y los mayores no quieren…. recordar. Es más, no solo no les castigan por su horrible pasado, sino que muchos les premian por su apuesta definitiva por la política.

Otro de los factores que explican su crecimiento es la fuga de votos del actual desastre Podemos-Sumar, que van a Bildu casi en su totalidad. Conviene recordar que Podemos tuvo 11 diputados en las elecciones del 2016, tercera fuerza, y Bildu paso de 21 a 18 diputados. Hoy, Podemos tiene 6 diputados y puede quedarse en 0. También importa, y mucho, el desgaste del PNV por la deficiente gestión del servicio público de la sanidad (Osakidetza). La ciudadanía vasca no entiende que, con una financiación propia muy superior a otras comunidades, la que fue joya de la corona de sus servicios públicos esté prestando tan deficiente servicio. Por último, gran parte del sufragio joven, que vota por primera vez, lo hace a Bildu. Es como el voto del cambio, pero en casa. Bildu, consciente de estas procedencias electorales, ha envuelto su programa y su campaña en el celofán de un tacticismo pragmático y de una moderación identitaria. La palabra independencia ha desaparecido de sus discursos y el pragmatismo identitario lo concretan en la necesidad de un nuevo «estatus», más cercano al modelo confederal que a un proyecto independentista. ¿Por qué esa moderación identitaria? Porque saben que las pulsiones independentistas se han reducido considerablemente desde que la violencia no tensa esa delicada fibra del cuerpo social vasco. Y porque los vascos son conscientes de que ninguna ensoñación milenarista puede proporcionarnos ni mayor ni mejor bienestar.

De manera que el nuevo Parlamento Vasco puede acercar al nacionalismo (PNV+ Bildu) a un 70 % del voto. Pero eso no significa otra cosa que una abrumadora mayoría de fuerzas locales en unas elecciones autonómicas, que cambiará drásticamente en las próximas elecciones generales. Una mayoría más simbólica que otra cosa, porque ellos saben muy bien que si fuerzan su proyecto soberanista y tensan a la ciudadanía con la ruptura con España, la mitad de su electorado les abandona.

Dos apuntes más:

1.- El PNV se ha equivocado haciendo un cambio que quería generacional, al mismo tiempo que reivindica la experiencia y la fiabilidad del lendakari postergado. Operación errónea.

2.- Finalmente, nada cambiará. El PSE hará mayoría con el PNV y la estabilidad y la pluralidad de ese Gobierno continuarán. Los demás no cuentan.

Publicado en La voz de Galicia y La voz de Asturias, 18/04/2024

9 de abril de 2024

Líder a su pesar.

En su madurez personal y profesional, no creo que José Antonio Ardanza pensara en hacer carrera política en su partido o en dirigir la máxima institución política de su país. Su acceso a la Alcaldía de Mondragón en 1979 fue la consecuencia de un compromiso político con su partido y fue, seguro, un acto de responsabilidad para con su pueblo, cargado de emoción democrática, pero también de renuncias familiares y profesionales.

Aquellos años fueron especialmente singulares en nuestra historia democrática. Una violencia masiva y enloquecida (casi cien asesinatos cada año, atentados día sí y día también ) y un espíritu colectivo de lucha y esfuerzo por hacer florecer un camino hacia la democracia y el autogobierno ,lleno de incertidumbres y de miedos.
No conocí a Ardanza hasta que llegó a Gipuzkoa (1983) como diputado general, pero siempre le tributé mi reconocimiento como miembro de aquella generación que construyó la Euskadi democrática y autonómica que tenemos hoy.
Llegó a líder sin pretenderlo. Apareció como la solución a la grave crisis surgida entre Garaikoetxea y el PNV y le hicieron líder a su pesar. No fue ni fácil, ni cómodo para el, gestionar la escisión del partido y gobernar con un grupo parlamentario dividido. Pero Ardanza tuvo que hacerlo, soportando muchas y graves situaciones institucionales, aquellos años.

Cuando el PSE ganó las elecciones de 1986,con 19 diputados y el PNV con 17, Ardanza se retiró de las negociaciones, dejando a Txiki Benegas intentar un tripartito con EA y con EE , que nunca llegó a nacer. Fueron tres meses angustiosos y cuando llegamos a la conclusión de su inviabilidad ,me encargaron contactar con Ardanza para ver si era posible una coalición con el PNV. Ardanza me envió a Juan Ramón Guevara y allí empezó todo. Todo fue una coalición que acabó durando once años, hasta 1998, con la interrupción de 1990, de un gobierno PNV-EA-EE, que duró nueve meses.

Hicimos lehendakari a Ardanza para dar un giro copernicano a la lucha por la paz y al combate a la violencia y Ardanza se convirtió en líder, desde el nacionalismo y desde el Gobierno vasco ,de una sociedad vasca movilizada contra el terrorismo. El nacionalismo vasco que él representaba, se puso al frente de la unidad democratica, que tanta falta hacia en esa lucha. Fue el pacto de Ajuria Enea que Ardanza y su equipo lograron en enero de 1988.
No olvidaré aquella simple frase que él pronunció con pleno convencimiento y máxima solemnidad: «No nos separan solo los medios, también los fines». Allí también empezó todo.

Y digo todo, porque soy de los que creen que el pacto de Ajuria Enea fue un punto de inflexión definitivo en la derrota del terrorismo. El final tardó mucho todavía, pero sin él no habríamos llegado.

En 1998, en los prolegómenos del Pacto de Estella, Ardanza estaba en el hospital y me llamó pocos días después de que el Partido Socialista y el Partido Popular abandonaran el Pacto de Ajuria Enea. Me acuerdo muy bien de sus palabras: «Ramón, si yo no estuviera hospitalizado y tú estuvieras dirigiendo el PSE-EE, esta ruptura, no se habría producido». Voluntariosas palabras, sin duda, porque las cosas iban por otro lado, como bien sabemos.

Tuve una relación con él competitiva y tensa, a veces, sobre todo al principio, pero respetuosa y leal siempre. Amigable al final. En mi partido me censuraban por ceder demasiado, pero haciendo balance, mi convicción es que mereció la pena. Hicimos cosas juntos que cambiaron a Euskadi. La reconversión industrial, la diversificación tecnológica, las comunicaciones, las grandes inversiones de infraestructuras, los grandes servicios públicos... La Euskadi moderna se empezó a construir en aquella Euskadi que hicimos juntos.

Fue líder a su pesar, pero lo fue.

Goian bego, José Antonio .

Publicado en el Correo, 9/04/2024

Hombre de paz, hombre de pactos.

En los tiempos actuales, elogiar estas virtudes resulta especialmente oportuno. José Antonio Ardanza presidió el primer gobierno de coalición de España, el que hicimos a principios de 1987 entre el PNV y los socialistas vascos.

Recuerdo que nos costó explicar a nuestros conciudadanos por qué, siendo el PSE el primer partido en escaños (19) y el segundo el PNV (17), cedíamos la Presidencia del Gobierno. La razón fue simple: necesitábamos que el PNV liderara la deslegitimación social y política de la violencia y necesitábamos que un nacionalista presidiera la unidad de las fuerzas democráticas vascas contra ETA. Aquel pacto fue, como todos, de conveniencia, pero en nuestro análisis la lucha contra el terrorismo era prioritaria, y darle la vuelta al aislamiento político del Estado en su lucha contra la violencia, esencial.

Los acontecimientos nos dieron la razón. En enero de 1988 firmamos el Pacto de Ajuria Enea, que materializaba ambos objetivos. Visto con perspectiva, aquel fue un punto de inflexión extraordinario para derrotar a la violencia. Es verdad que la paz llegó mucho más tarde, pero no habría llegado sin ese cambio copernicano sobre los diez años de fracaso antiterrorista anteriores.

Ardanza asumió ese liderazgo con convicciones propias. Durante más de diez años estuvimos juntos en la gestión de ese pacto y en los gobiernos de coalición de aquella época, y puedo decir que los principios y las convicciones de José Antonio Ardanza, en la vía democrática y en su condena a la violencia, eran firmes y sólidos. Recuerden el desmarque ideológico del PNV en aquel discurso memorable del lehendakari en el Parlamento vasco: «No solo no compartimos con ellos sus medios, tampoco sus fines».

Fue también hombre de pactos. Con todas las fuerzas democráticas para unirnos frente a la violencia. Con los socialistas vascos para expresar la pluralidad identitaria de la sociedad vasca. Con el Gobierno del Estado para desarrollar el autogobierno y para gobernar España. Ardanza creía en ellos y su natural era pactar, aceptar al otro, entenderlo, respetarlo y dialogar con él hasta llegar al acuerdo. El de Ajuria Enea tardó tres días, encerrados todos los líderes de todas las fuerzas democráticas en la sede de la Presidencia. Soy testigo de sus habilidades para lograrlos.

Su otra gran característica fue su compromiso con el autonomismo y con el Estatuto de Gernika. Toda la acción de gobierno de sus mandatos, en el plano identitario, se circunscribe al desarrollo del Estatuto y al respeto a la Constitución. Nuestros acuerdos de legislatura tenían fuertes tensiones nacionalistas, pero estas siempre se produjeron en el marco estatutario-constitucional.

Era un tiempo en el que el pacto era apreciado, tenía réditos sociales y políticos.

Ardanza fue un hombre honesto. Su vida pública fue limpia y honrada. Tolerante para con los adversarios, buen conversador y persona amable en formas y fondo. Hace ya tiempo que dejó la política, pero la política y la Euskadi de hoy lamentamos su pérdida. Q.E.P.D.

Publicado en El Mundo, 9/04/2024

La política contra los pueblos.

La historia política de los países latinoamericanos ha sido conflictiva y difícil. Vemos retrocesos democráticos, desigualdad, faltas de libertad, de seguridad, de bienestar material. Nada de esto está predeterminado: responde a factores precisos y requiere respuestas concretas.

¿Cómo es posible que, almacenando tanta riqueza, una biodiversidad extraordinaria, una naturaleza exuberante y recursos variados y abundantes, los pueblos latinoamericanos no hayan conseguido mejores niveles de bienestar? ¿Cabe atribuir a los gestores políticos, a los partidos, a sus líderes, responsabilidad en Estados demasiado débiles, en sistemas democráticos precarios y en un contrato social “ciudadanos-país” imperfecto e insuficiente?

La evolución de los pueblos depende de su ubicación física, de sus recursos naturales, del entorno civilizatorio al que pertenezcan y de muchos otros factores que determinan su evolución histórica. Pero también de su política, de la gestión de sus intereses públicos, de los marcos jurídico-políticos que los han regulado, de las políticas aplicadas, de sus políticos, de sus dirigentes, de sus líderes. En América Latina, la mayoría de los factores políticos que han gobernado estos países han conspirado contra sus pueblos. Han sido retardatorios de su progreso, no han aprovechado sus recursos naturales y sus enormes potencialidades para proporcionar a sus ciudadanías el grado de bienestar y el disfrute de las condiciones de vida que les correspondían. Dicho de otro modo, la gestión pública de la mayoría de los países de América Latina ha fracasado.

Sería muy fácil responder que la causa principal de tanto fracaso radica en la conquista y en el expolio de tres siglos antes. Pero no sería justo con la autocrítica que merecen dos siglos de soberanía nacional como para alterar el curso de aquellos supuestos efectos. La apelación al pasado colonial ha sido utilizada demasiadas veces para ocultar los propios fracasos y ha alimentado un peligroso victimismo, muchas veces oportunista, a lo largo de la historia contemporánea latinoamericana. 

Dicho esto, a quienes examinamos la realidad latinoamericana desde este lado nos falta una visión más centrada sobre aquel pasado que supere la dicotomía polarizadora de la visión anticolonial, aquella que destaca la imposición armada, la destrucción de las culturas precolombinas y la explotación de sus recursos naturales, de aquella antagónica, tan española, que revindica idílicamente el encuentro cultural y las ventajas de una colonización armónica y respetuosa de la mistura humana y civilizatoria. Nos falta una respuesta más equilibrada y respetuosa a las demandas de autocensura que nos hacen algunos líderes, intelectuales y políticos latinoamericanos.

En cualquier caso, América Latina ha vivido demasiadas turbulencias políticas y ha sufrido demasiados extremismos. Golpes militares, dictaduras represivas crueles y criminales, y al mismo tiempo la guerrilla o la insurgencia popular, unas veces como único recurso de lucha política, otras como ideal revolucionario, generando espacios sociales polarizados, sin el asentamiento de las instituciones democráticas. Sin construir cultura y hábito de vida en democracia. 

La incapacidad de los “libertadores”

La historia política de los países latinoamericanos ha sido conflictiva y difícil. Es cierto. En los primeros años de independencia, fracasaron todos los intentos unificadores de tan extensos y encontrados países. Más tarde, los “libertadores” fueron incapaces de construir Estados fuertes y modelos de convivencia democrática avanzada. Aquellas oligarquías se dedicaron más a culpar al pasado que a construir el futuro, repartiéndose el botín de la independencia entre latifundios y monopolios y manteniendo a sus países en el atraso y el subdesarrollo durante muchas décadas. 

Si tomamos, como punto de partida, la muerte de José Martí en los inicios de la independencia cubana, y en el final de la presencia española en el subcontinente y en el Caribe, la historia del siglo XX en América Latina es una historia turbulenta y espasmódica, con movimientos pendulares a derecha e izquierda, siempre presidida por un antiyanquismo, más que antiespañolismo, fruto de la nefasta influencia del vecino del norte en su trágica historia moderna. 

El propio Martí, con su famoso “Nuestra América”, enlazó ambos sentimientos (nacionalismo y antiyanquismo) como lo estaban haciendo en las mismas fechas Rubén Darío en Nicaragua, Rodó en Uruguay o Vargas en Colombia. La América Latina que emerge al siglo XX está rodeada por sus conflictos interiores, guerras entre países que un día se creyeron fraternos, caudillos cuasifeudales y autarquías retardatarias. Un nacionalismo provinciano contrario a la apertura cultural y comercial amparaba y protegía el monopolio del poder y de la riqueza en la mayoría de los países. El rechazo a las democracias occidentales se basaba así en un absolutismo caudillista que supuestamente protegía el orden y la raza. 

En España supimos y sufrimos muchos de esos mismos monopolios absolutistas y de estúpido rechazo a los “extranjerismos” devaluadores de nuestros supuestos valores y de la pureza de nuestra raza. El mismo nacionalismo español incapaz de forjar una identidad nacional comprensiva de nuestra pluralidad y abierta a las corrientes sociales que alimentaban la democracia se hizo presente en América Latina, respondiendo al relato americanista de la época. 

La primera revolución de las muchas que tuvieron lugar en América Latina a lo largo del siglo pasado la protagonizó México. Evidentemente, en el origen de la revolución de Madero contra el dictador que se perpetuaba en el poder (Porfirio Díaz, 1910) estaba ya la peculiar cláusula constitucional latinoamericana que niega la reelección a los presidentes elegidos. Pero claro, aquella revolución mexicana fue mucho más: tierras, democracia, indigenismo… Una guerra civil de diez años y sus protagonistas han pasado al imaginario de su pueblo (Zapata, Pancho Villa, Orozco…), dando origen al México moderno, liberal y de partido único que tuvo al pri como eje constructor del México actual a lo largo de siete décadas. 

Pero las revoluciones se convirtieron en una constante en muchos países, aunque este sea un término que no resulte precisamente apropiado para lo que eran simples levantamientos militares, casi siempre de derechas y siempre nacionalistas, que ensalzaron ese término para justificar sus asonadas. Argentina, Brasil, Perú, República Dominicana, El Salvador, Guatemala y Panamá sufrieron golpes o “revoluciones”, la mayoría de corte nacional-populista, en los años del apogeo fascista de Mussolini y Hitler. 

Cada uno en su propio país, con arreglo a sus propias circunstancias y con registros ideológicos distintos, estos caudillos acuñaron regímenes autoritarios no exentos de apoyos populares derivados de su acusado nacionalismo. En Brasil, Getulio Vargas liquidó el liberalismo establecido en su Constitución a finales del siglo xix. Perón entró en la escena Argentina con el golpe militar de Uriburu en 1930, pero se enamoró de la capacidad movilizadora de Mussolini mientras era agregado militar en Roma. Entre 1945 y 1955 aplicó en su país todas esas enseñanzas contando con los sindicatos para emular el Estado fascista. Sus gobiernos, arropados por mayorías democráticas incuestionables, fueron una hábil mezcla de nacionalismo antiimperialista con un apoyo social enorme en la defensa de la redistribución social y el igualitarismo corporativo que gestionaban los sindicatos, sus grandes aliados. También Getulio Vargas caracterizó su autoritarismo de un ambicioso proyecto modernizador para Brasil, poniendo a los trabajadores en el centro de sus medidas de protección. 

Pero ambos, tanto Perón como Vargas, acabaron sus mandatos a mediados de los años cincuenta y dejaron profundas huellas en sus respectivas Argentina y Brasil. Y nunca dejaron de ser líderes autoritarios, de naturaleza nacionalista y populista. 

Junto a estos experimentos políticos, las guerras internas no cesaban. Solo en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, en América Latina hubo tres guerras nacionales: Colombia contra Perú, Bolivia contra Paraguay y Perú contra Ecuador. Previamente, a finales del siglo xix, Chile había derrotado a Perú y Bolivia en su disputa por la zona fronteriza con ambos. En fin, para guerra loca, la de Paraguay contra Argentina, Brasil y Uruguay en 1870. De hecho, los conflictos con los vecinos y las contiendas interiores, muchas de ellas violentas, caracterizan la historia moderna de América Latina. La política interna ha sido en la mayoría de ellos tumultuosa y violenta. Colombia es quizás el ejemplo más expresivo de todo ello, y sigue siendo, desgraciadamente, un país afectado por su violencia política interior. 

Las revoluciones violentas de la izquierda 

El final de la Segunda Guerra Mundial acabó con el fascismo y hasta América Latina llegaron los vientos democratizadores de la historia. Fueron cayendo las dictaduras nacionalistas en Guatemala, Argentina, Panamá, El Salvador, Honduras, Venezuela, Brasil, Bolivia. A mediados de los cincuenta quedaban Nicaragua, Paraguay, Haití y República Dominicana con gobiernos dictatoriales. Es así como entramos en la etapa de las revoluciones violentas de la izquierda contra regímenes radicalmente injustos. Ya no es el golpismo autoritario antiliberal, ya no se trata de nacionalismos caudillistas, son protestas sociales contra la enorme injusticia de su desigualdad, ideológicamente sustentadas por el marxismo-leninismo y geopolíticamente apoyadas por la experiencia soviética, con Estados Unidos como icono imperialista. 

Esta contienda comenzó a finales de los cincuenta y todavía dura. Estados Unidos venía interviniendo en América Latina y el Caribe con un desprecio y una torpeza enormes a lo largo del siglo, lo que no pudo sino aumentar el viejo antiyanquismo americanista. Lo habían hecho apoyando a Somoza, a Trujillo y a Batista, en Nicaragua, República Dominicana y Cuba respectivamente. Lo habían hecho en Guatemala favoreciendo un golpe de Estado contra Árbenz en 1954 y apoyando a Duvalier en Haití. 

La Revolución de Cuba (1959) configura toda la segunda mitad del siglo XX en América Latina. Aunque sea una simplificación, si el fascismo caudillista y el populismo nacionalista caracterizaron la primera mitad del siglo, la segunda estuvo marcada por la lucha anticomunista que generó el triunfo de los barbudos en La Habana y la enorme influencia geopolítica que generó en toda América Latina. Porque, si bien es cierto que muy pocas revoluciones semejantes triunfaron, no lo es menos que la influencia ideológica y geopolítica de Cuba en el subcontinente fue y es notable. 

Pero esa influencia no solo fue ideológica, también lo fue táctica y militar, porque a La Habana acudieron enseguida todas las oposiciones políticas a las dictaduras caribeñas (República Dominicana) y centroamericanas (El Salvador, Nicaragua, Panamá…), más los jóvenes izquierdistas de otros países, estimulados por el triunfo “antifascista” de Castro. Cuba fue una lanzadera de otras guerrillas que fracasaron en la mayoría de los países a los que se exportaron (Panamá, Bolivia, etc.), pero que triunfaron en 1978 en Nicaragua y produjeron los acuerdos de Esquipulas para democratizar y pacificar Centroamérica (prácticamente en guerra civil en Guatemala y El Salvador). Pero este terremoto político e ideológico, sumado a la incorporación de la Iglesia católica a la causa de la justicia social (con la teología de la liberación) y al papel geopolítico de la urss en la defensa de su modelo comunista frente al polo capitalista, alarmaron a Estados Unidos, a las opiniones políticas conservadoras de la mayoría de los países latinoamericanos y, sobre todo, a sus cúpulas militares. 

La nueva oleada de golpismo militar, esta vez cruel y represor al extremo, empezó en 1964 en Brasil. Chile fue la segunda en 1973, cuando Pinochet tomó el poder y bombardeó el Palacio Presidencial de la Moneda, provocando el suicidio de Salvador Allende. Luego vinieron los militares argentinos, su vergonzosa represión y su patético final en 1983, después de su derrota en las Malvinas. 

Curiosamente, hubo también asonadas militares en nombre del socialismo o con marcados programas izquierdistas. Bolivia en 1936 (Busch y Toro) y Paraguay en el mismo año (Rafael Franco) fueron las expresiones más notables en la primera mitad del siglo. Más tarde, en Lima en 1968, los militares peruanos, con el general Velasco Alvarado al frente, y Torrijos en Panamá con su canal como bandera, protagonizaron experiencias que han tenido continuidad especialmente ya en nuestros días, con Chávez y su golpe venezolano. 
Este breve recordatorio de la historia política latinoamericana del siglo XX pone de manifiesto la enorme dificultad de sus países para asentar regímenes democráticos que hagan fuertes y sólidas sus instituciones. Incluso como marco referencial de vida democrática, sus ciudadanías no han gozado de manera estable de los principios liberales, no han vivido largos periodos en regímenes que les proporcionaran el hábito de la democracia (las elecciones, la sociedad civil articulada, el edificio deliberativo, la cultura de la responsabilidad cívica frente al Estado, y tantas cosas más) y finalmente han generado desconfianzas y descreimientos muy profundos hacia la política, los partidos y, por ende, la democracia misma. 

Las dos grandes expresiones ideológicas, a derecha e izquierda, gobernantes durante mucho tiempo en según qué países no han proporcionado éxito a la gestión económica y política de la justicia social. Los gobiernos neoliberales fueron incapaces de generar mercados eficientes, ingreso fiscal suficiente y, por supuesto, mínima redistribución social. Mantuvieron el poder en manos exclusivas y excluyentes de unas élites familiares monopolizadoras de medios de comunicación y empresas, terratenientes improductivos, generadores de una clase social muy rica que ha mantenido y hecho crecer sus patrimonios en una extrema desproporción. 

A su vez, muy pocas experiencias de izquierdas han sido capaces de transformar seriamente los modelos productivos y proporcionar periodos de crecimiento económico estables que aumentaran la productividad y modernizaran seriamente su aparato económico e industrial. Fueron capaces, eso sí, de introducir modelos de atención a la pobreza y mejoras en la redistribución social (Brasil, Argentina, Ecuador…), pero sin alterar las bases económicas de sus respectivos países.

Fracasos notables
 
Hay todavía hoy –pensemos en algún país centroamericano, aunque no solo– realidades como la descrita. Élites económicas que controlan el poder político en una convivencia fraudulenta con las instituciones, tanto legislativas como judiciales. Pero sin detenernos en los casos más extremos de gobiernos de derechas que utilizan las formas democráticas para mantener el poder y sus empresas, los gobiernos neoliberales respetuosos de la democracia tampoco han sido capaces de construir sistemas económicos y productivos competitivos, de modernizar sus industrias, de abrir sus mercados, de añadir valor a sus recursos naturales, de generar sistemas hacendísticos eficaces, de aumentar poco a poco el ingreso fiscal y de construir una política presupuestaria que sostenga un Estado del bienestar mínimo. Ha habido fracasos notables de líderes de la derecha política que anunciaban medidas de saneamiento fiscal, de reducción de la inflación, de reducción de la deuda, etc., que acabaron su mandato con cifras macroeconómicas peores que sus antecesores. Incluso ha habido fracasos notables con la creación de sistemas de seguridad social individualizados, en plena exaltación del individualismo neoliberal y antiestatal, que hoy arrastran sus miserias y convocan al Estado a su cobertura urgente. No hace falta señalarlos, los conocemos todos. 

Las luchas violentas contra esos regímenes fueron comprensibles en la segunda mitad del siglo pasado. En su día, fuimos muchos los que comprendimos aquellas luchas. Aparecían ante nosotros como la única vía que les dejaban aquellos regímenes opresores, aquellas dictaduras oprobiosas, para defender sus derechos a la libertad y a la justicia. Incluso la Iglesia presente en aquellos países acabó justificando el empleo de la violencia como legítima defensa frente a quienes la ejercían contra su pueblo. Recordemos la lectura de aquel alegato memorable de Fidel Castro en su defensa en el Cuartel de la Montaña: “La Historia me absolverá”, como el corolario argumental de su guerrilla contra Batista y su régimen represor. 

Alejados ya de aquellos tiempos, emocionantes para muchos pero trágicos para todos, puedo hacer balance y concluir que aquellas revoluciones nunca llegaron a serlo. Los buenos deseos y sus justas causas quedaron atrapados por dictaduras de partido único que se construía como vanguardia leninista y conducía a totalitarismos absolutos, a dictaduras implacables. Cuba es, desde luego, el exponente de esa evolución, y más allá de conquistas sociales incuestionables, en el ámbito de la educación o –en su tiempo– en el de la sanidad, la incapacidad para admitir el mercado como motor económico y el férreo control de todas las esferas de la libertad a su pueblo han convertido la isla en un espacio económico marginal y empobrecido. 

Nicaragua evolucionó de otra manera y los dirigentes de la revolución aceptaron inicialmente el juego democrático, pero, una vez que recuperaron el poder, impusieron una tiranía brutalmente represiva, monopolizaron todos los poderes y han destruido todas las opciones de alternancia y de libertad. 

A comienzos del siglo XXI, la otra gran experiencia “revolucionaria” la produjo Chávez en Venezuela. Esta vez con apoyo electoral, se construyó un modelo de gestión populista, con enorme apoyo social inicialmente, entre otras razones por el desastre partidario y gubernamental de anteriores gobiernos. Pero esa revolución fue transformándose en un sistema de monopolio y control institucional a través de las enormes posibilidades que generaban las riquezas naturales del país. El chavismo se hizo totalitario por sus propias convicciones y por la influencia leninista de Cuba. Aplicó la represión a la oposición cuando le hizo falta y creó una estructura partidaria fuerte, con alta presencia social. La división y los errores de la oposición hicieron el resto. Ahí están gobernando un país arruinado (también por las sanciones internacionales) pero sin expectativas de alternancia por ahora. 

No hay predestinación 

La pregunta, a efectos de esta tesis, es la misma: ¿progresan los pueblos de América Latina? ¿Gozan de libertad? ¿Disfrutan de bienestar material? Si enferman, ¿reciben atención sanitaria de calidad? Las preguntas son infinitas, y las respuestas son negativas, desgraciadamente. 

Falla la política, han fracasado las ideologías aplicadas. Siguiendo a Acemoglu y a Robinson en su aclamado Por qué fracasan los países, son las instituciones de un país las que influyen decisivamente en la prosperidad o en la pobreza de un territorio. Son factores sociológicos, históricos, políticos los que influyen en el destino de los pueblos, pero lo son en función de su gestión de los mercados, de la seguridad jurídica que ofrezcan, del funcionamiento correcto de sus políticas económicas. No hay predestinación en la condena de los países. Son sus políticas y sus políticos los que determinarán el desarrollo económico y social sobre los que operan. 

Las sociedades fracasan cuando las instituciones que ordenan la vida social no permiten que la ciudadanía desarrolle su talento, sus capacidades, que el dinamismo natural de mercados libres estimule y favorezca el crecimiento, el desarrollo, la creación de riqueza. Si las clases dirigentes y sus instituciones monopolizan el poder, el político y el económico, sus naciones fracasarán. No, no son los pueblos los culpables de su destino, sino las élites extractivas, que los condenan a la frustración del subdesarrollo. 

Uno de los efectos más lacerantes de este fracaso es el insoportable nivel de desigualdad que padecen esos pueblos. El más alto del mundo. ¿Por qué? La desigualdad es, desde luego, un fracaso redistribuidor del Estado, pero a ello contribuye una exagerada concentración de riqueza y poder de unos pocos, a su vez evasores fiscales tradicionales. ¿Por qué muchos países no han sido capaces de añadir valor a sus recursos naturales y siguen siendo demasiado dependientes de sus commodities para sus ingresos fiscales? Hablando de ingresos fiscales, ¿cómo es posible tener un Estado que proporcione seguridad, que administre justicia, que asegure educación y sanidad universales, que promueva crecimiento económico… con niveles de recaudación fiscal del 20% sobre el pib? Y, a su vez, ¿cómo aumentar la recaudación fiscal si la mitad de la economía es informal y ni trabajadores ni pequeñas empresas cotizan al sistema de la seguridad social, ni pagan impuestos? Así no hay manera. Es un círculo infernal. 

Por supuesto, Brasil recauda más de un 30% de ingreso fiscal y tiene una industria potente. Sabemos que Costa Rica es muy parecida a cualquier democracia europea. Sabemos que México tiene una economía fuerte en el marco de su acuerdo económico con Estados Unidos. Conocemos la potencia económica de Santiago, de Bogotá, de Santa Cruz. Es verdad que hay cerca de treinta unicornios, con plataformas digitales de éxito, lo que pone en evidencia la alta cualificación de muchos jóvenes latinoamericanos y su enorme creatividad. Pero, al mismo tiempo, cabe preguntarse cómo es posible que América Latina exporte café a medio mundo pero que quienes lo venden encapsulado y caro sean los suizos o los norteamericanos. ¿Por qué, teniendo la materia prima, el cacao, quienes venden chocolate elaborado al mundo entero son los belgas o los franceses? Lo mismo podríamos decir del litio. No necesitan exportar litio, sino construir baterías y venderlas al mundo. En definitiva, la eterna pregunta sobre el retraso latinoamericano para añadir valor y producción transformadora a los propios recursos. ¿Cómo ha sido posible que Argentina, un país que estaba entre los diez más ricos del mundo a mediados del siglo XX, hoy esté fuera de los mercados financieros internacionales y tenga tan altos niveles de pobreza? 

Claro, lo sabemos, aplicar categorías y análisis políticos comunes a un espacio plural y diverso como lo son los países latinoamericanos es siempre injusto. Generalizamos bajo los mismos parámetros realidades muy diferentes, acontecimientos y comportamientos sociales muy distintos, y cometemos así errores de bulto al asemejar, por ejemplo, la Centroamérica pobre y fracturada con la exuberancia financiera de Panamá o el dinamismo económico brasileño. Es como ese eslogan –creo que publicitario– que dice que es imposible ver un solo México, aludiendo a la riqueza histórica y a la diversidad cultural de ese maravilloso país. Con América Latina ocurre lo mismo. 

La política como actividad humana  

Hay, sin embargo, algunos elementos comunes, históricos y culturales, que permiten un análisis crítico sobre uno de los factores más definitorios de la vida pública latinoamericana: su política. ¿Ha fracasado la política en América Latina? Es una pregunta provocadora, incluso ofensiva e injusta para con muchos líderes que lo hicieron bien, en momentos difíciles y en circunstancias adversas. Pero mi aprecio a esas excepciones no me impide mantener que la política, en su acepción más noble, más omnicomprensiva, ha fallado en América Latina. La Política con “p” mayúscula, como le gusta decir al presidente Petro. La política como ciencia o como arte, la política como actividad humana, en definitiva, dirigida a organizar y gestionar la convivencia ciudadana. La política que pretende que los pueblos vivan en libertad, con derechos y deberes, sometidos a reglas justas, que les permitan desarrollar sus facultades, sus recursos y sus actividades con justicia y cohesión social. O, dicho de otra manera, las democracias no han sido eficientes en la gestión de los recursos económicos y naturales de los países latinoamericanos. Porque nadie duda de que las aspiraciones de sus pueblos se compadecen con la libertad, con los regímenes democráticos, con Estados de derecho, y sin embargo estos no han sido eficientes en la contraprestación de bienes públicos suficientes y suficientemente distribuidos. 

Han pasado ya veinte años largos de este nuevo siglo. América Latina enterró el golpismo militar. Consolidó sus democracias, los votos entronizaron revoluciones bolivarianas y el crecimiento económico de la primera década permitió avances económicos y sociales considerables. Reducir la pobreza, modernizar las infraestructuras urbanas, físicas y tecnológicas, bancarizar y digitalizar las nuevas clases medias, fortalecer los servicios educativos fueron algunos de esos avances. América Latina creció como nunca, aprovechando los altos precios de los minerales y la demanda económica mundial, especialmente la de China. Luego cayeron los precios de las materias primas, la economía mundial se estancó con la crisis financiera de 2008 a 2014 y finalmente nos llegó la maldita pandemia. América Latina fue el continente más castigado. Estamos de nuevo mal. 

¿Qué retos tiene la política latinoamericana hoy? 

En mi opinión, está emergiendo una nueva ciudadanía que reclama a sus gobiernos lo que muchos de estos no les pueden dar. Reclama educación y sanidad universales y de calidad. Reclama seguridad en sus vidas, ya sean periodistas mexicanos, políticos ecuatorianos, campesinos colombianos o habitantes de favelas brasileñas. Sin seguridad no hay libertad. Reclaman un poder judicial independiente, sistemas de protección social y pensiones dignas. Reclaman movilidad subvencionada. Es una ciudadanía consciente de las enormes desigualdades de sus países y sencillamente dice: ¡basta! Es una ciudadanía que no tolera la corrupción, ni los abusos de poder, ni soporta democracias que no lo son. Quiere libertad y progreso. Son los estudiantes de Santiago o de Bogotá. Son millones de ciudadanos reclamando la vacuna contra la pandemia. Son miles de pequeñas empresas que demandan ayudas para no cerrar sus pequeños negocios. Son las masas emigrantes de Honduras y Guatemala. Son los luchadores por la libertad en Managua o la población decepcionada en Caracas. Son clases medias que no están dispuestas a dejar de serlo para caer de nuevo en la pobreza. También son los jóvenes cubanos que quieren libertad creativa y progreso social. Son ciudadanos globalizados por sus smartphones que han estado y están en contacto con otros ciudadanos del mundo y ven lo que tienen y se preguntan: ¿por qué yo no? Son pueblos enteros sufriendo la pandemia en ciudades con servicios sanitarios desbordados. Son países que descubrieron la debilidad de sus Estados. 

Uno de los síntomas de esta grave situación, que la pandemia acentuó, es la confianza. Por cierto, la 54.ª edición del Foro de Davos, que reúne a más de cien gobiernos y casi 3.000 líderes políticos del mundo, se ha celebrado a comienzos de 2024 bajo el significativo título “Reconstruir la confianza”. Mejor dicho, la falta de ella. Pero, claro, desconfianza es solo uno de los síntomas que muestra la debilidad de los Estados y la precariedad de sus instituciones. Un informe recientemente publicado por el bid, Confianza. La clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe, muestra detalles reveladores a este respecto. Concretamente, en el periodo transcurrido entre 1981-1985 hasta 2016-2020, la confianza generalizada o “interpersonal” descendió del 22% al 11 % en América Latina y el Caribe. Solo uno de cada diez ciudadanos cree que se puede confiar en los demás. A su vez, solo tres de cada diez ciudadanos en América Latina y el Caribe confían en su gobierno. No hacen falta demasiadas explicaciones sobre el enorme impacto que tiene en la democracia, en el crecimiento económico y en la cohesión social esta desconfianza generalizada de la población en sus instituciones y en sus conciudadanos. 

Es un círculo vicioso y peligroso. La ciudadanía no confía en sus instituciones porque estas no cumplen su cometido ni los compromisos para los que los eligieron. La democracia sufre porque esa deslegitimación mina sus fundamentos. Así, pierde eficacia en la resolución de los problemas que sufre la ciudadanía o en la respuesta a las demandas que esta plantea. Algunos lo llaman “fatiga democrática”, pero no creo que sea una definición acertada, porque la fatiga evoca cansancio o agotamiento de una experiencia larga o prolongada, y no es eso lo que acontece en las democracias latinoamericanas. Es más bien que estas (las democracias) nunca llegaron a desplegarse y a ofrecer todas las ventajas de su ideario. Es más bien que el contrato social que se desprende de la democracia ha sido incumplido, o simplemente ha fallado. 

Faltan discursos y propuestas capaces de vertebrar estas aspiraciones tan comunes y extendidas entre sus ciudadanías hacia programas y políticas más pragmáticas, más realistas, más consensuadas y más centradas en las grandes demandas sociales de sus pueblos. Menos retórica, menos caudillismos, menos autoritarismos, menos inmediatez en soluciones imposibles, menos promesas incumplibles. La renovación de la política latinoamericana tiene que venir de las soluciones socialdemócratas que combinan democracia y libertad con políticas de igualdad y de cohesión social, en un marco de economía de mercado sometido a la intervención del Estado en defensa del interés general y de la redistribución social. 

Publicado en la Revista Letras Libres, Abril 2024.

Adiós a un gran hombre de paz y concordia.

Gran parte de mi vida política en Euskadi, la pasé junto a él. Puedo resumir mis recuerdos. Cito cuatro cosas que este país le debe al lehendakari Ardanza.

Primera

Su liderazgo por la paz. Desde que se inició el gobierno de coalición PNV-PSE, nuestras conversaciones giraron en torno a la necesidad de construir un gran pacto de unidad de las fuerzas democráticas contra la violencia. Ardanza siempre fue un firme defensor de las vías democráticas y añadía a sus convicciones nacionalistas su firme condena a ETA.

Es verdad que Ardanza tuvo a su lado a José Luis Zubizarreta, pero sus asesores sólo añadían técnicas y argumentos a sus propios principios. El PNV ya había hecho “el discurso del Arriaga” y añadió poco después, su apuesta por la deslegitimación política y social de la violencia: “No solo no compartimos sus medios, tampoco sus fines”.
El pacto fue clave en la larga marcha de la paz en Euskadi.

Segunda

Su reconocimiento de la pluralidad vasca. El gobierno de coalición reflejaba en su composición y en el reparto de sus protagonismos la pluralidad vasca. Esto era algo necesario en aquellos años porque quienes no éramos nacionalistas sentíamos marginación y los peligros de la imposición nacionalista eran patentes. La coalición era un canto a la diversidad identitaria del país y establecía el pacto interno como senda de construcción de sus políticas.
Ardanza fue siempre consecuente con este principio y respetuoso con sus consecuencias.

Tercera 
 
Su apuesta por el autogobierno. Las bases de nuestros acuerdos contemplaban el esarrollo del Estatuto como Alfa y Omega de la política nacional del Gobierno vasco.

Los pactos contemplaron desde el principio acuerdos con el gobierno del Estado para consolidar el autogobierno y para materializar transferencias competenciales básicas: la transferencia de la sanidad (Osakidetza en 1989); el despliegue de la Policía Autonómica (Ertzaintza) hasta su plenitud; la consolidación del método de cálculo del cupo y muchas

otras materias hicieron que en los años de Ardanza el Estatuto experimentara su segunda e histórica fase de construcción y desarrollo. 

Cuarta

El impulso a la modernidad económica y a la transformación industrial del País Vasco.

Puede decirse que en aquellos años 80 y 90 (1987-1998) se produjeron las más importantes decisiones en materia de inversiones en bienes públicos y en la diversificación tecnológica del País Vasco: acabar la reconversión industrial. Estimular inversiones en sectores tecnológicos avanzados. El nuevo aeropuerto de Loiu. El nuevo puerto de Bilbao. Las comunicaciones.

La Euskadi de hoy es la consecuencia de aquellas decisiones y de aquellas importantes inversiones.
Ardanza fue un hombre de pactos. Ardanza fue un hombre de paz.

Ardanza fue un gran hombre.

Goian Bego, José Antonio.

Publicado en Noticias de Gipuzkoa, 9/04/2024

 

8 de abril de 2024

Ardanza, un hombre de otro tiempo.

 “Ardanza fue ese hombre que, llamado por su partido para resolver las crisis internas, lideró un nuevo y pragmático PNV. Llamado a liderar el rechazo del nacionalismo vasco a la vía armada y al terror, lo hizo con convicción y firmeza. Llamado a gobernar con los socialistas vascos, expresó la pluralidad identitaria de la sociedad vasca”

Hay una injusta tendencia, estrategia mejor diríamos, a descalificar gran parte de nuestra Transición y a devaluar los frutos de aquellos primeros años de nuestra democracia. José Antonio Ardanza pertenecía a aquella generación que construyó nuestra democracia y nuestro autogobierno.

Fue alcalde de su pueblo, Mondragón, en las primeras elecciones democráticas de 1979. Y, poco tiempo después, diputado general en Gipuzkoa. De pronto, el mundo interno de uno de los partidos más sólidos del país se fracturó, se escindió y el viejo Partido Nacionalista Vasco se dividió en dos fuerzas enfrentadas: el PNV de Xabier Arzallus y la EA de Garaikoetxea. El terremoto coloca a Ardanza como lehendakari en 1985, gobernando con un grupo parlamentario dividido. Pocos recuerdan lo que sufrió.

En 1986 convocó elecciones y las perdió. El PSE tuvo 19 diputados y el PNV 17. Se negocia una coalición y los socialistas cedemos la presidencia. ¿Por qué? Nos lo preguntaban todos. Porque necesitábamos un gran pacto de todas las fuerzas democráticas contra la violencia y porque era imprescindible que el PNV fuera el líder de la deslegitimación política y social de la violencia.

Vuelvo a las críticas al pasado. España estaba sufriendo un ataque a su democracia sistemático, provocador y masivo, con atentados día sí y día también y su respuesta al terrorismo era deficiente y solitaria. El Estado estaba aislado y la espiral acción-represión ideada y practicada por ETA la estaban ganando los ideólogos de la violencia. El pacto de Ajuria Enea fue la gran consecuencia de aquel Gobierno de coalición. Desde entonces, el lehendakari Ardanza se convirtió en el presidente de un Gobierno vasco que convocaba y vertebraba la reacción social al terrorismo y lideraba a todas las fuerzas políticas vascas, a todos los partidos políticos vascos democráticos, en su unidad contra la violencia.

Ardanza fue ese hombre que, llamado por su partido para resolver las crisis internas, lideró un nuevo y pragmático PNV. Llamado a liderar el rechazo del nacionalismo vasco a la vía armada y al terror, lo hizo con convicción y firmeza. Llamado a gobernar con los socialistas vascos, expresó la pluralidad identitaria de la sociedad vasca, pactando con nosotros tres Gobiernos de coalición durante casi doce años.

Él protagonizó, además, los años del desarrollo autonómico más importante: la llamada segunda fase del autogobierno vasco, cuando se transfirió la Sanidad (Osakidetza), se fijaron los cálculos del Cupo, se culminó la implantación de la Ertzaintza en todo el territorio del país, etcétera. Su acción política nacionalista siempre estuvo dentro del Estatuto de autonomía y de la Constitución.

Su pragmatismo le llevó a gestionar los intereses del país con una mirada moderna y eficiente. Él siempre supo que el futuro de la comunidad tenía que superar el monocultivo del hierro para pasar a manejar la fibra de carbono y los centros tecnológicos. Por eso, puede ser calificado también como el constructor de la Euskadi moderna de hoy. Muchas de las críticas de aquel pasado no suelen tener en cuenta las circunstancias y los problemas de aquel pasado. Por eso hay que recordarlas, para apreciar a los hombres buenos que hicieron posible lo que hoy tenemos.

Ardanza fue uno de ellos.

Agur Lehendakari.

Publicado en El Diario.es Euskadi 8/04/2024

3 de abril de 2024

Más abertzales que izquierdas.

Todos los analistas coinciden en que el crecimiento electoral de Bildu se debe a tres factores principales:

 1) Han aprovechado muy bien sus oportunidades para ser una fuerza principal de las coaliciones progresistas de la política española en estos últimos años (2018-2024). Sus apoyos al bloque de izquierdas han sido constantes, plenos e incondicionados, lo que les ha proporcionado un incuestionable perfil social y un protagonismo evidente en el freno a las derechas en España. 

2) Su pasado no les pesa, especialmente entre el electorado joven. Es más, bien puede decirse que sus votantes premian su apuesta por la política y olvidan sus responsabilidades históricas en la violencia. 

3) Con intencionado cálculo han hecho desaparecer de su programa el objetivo independentista de su proyecto. Es notable el lenguaje moderado en los planos identitarios del discurso político abertzale.

Cada uno de estos argumentos merecería muchos matices, pero me voy a detener en las contradicciones que surgen de la combinación de sus dos características principales: ser abertzales y de izquierdas. Quienes peinamos canas en la política vasca sabemos bien que todas las tensiones ideológicas que ha sufrido ese movimiento, genéricamente llamado izquierda abertzale, han sido precisamente por la dialéctica entre esas dos banderas: la roja del socialismo y la verde de la patria.

Pues bien, desde la década de los 60 hasta aquí, todos los debates entre ambas opciones y todas las escisiones producidas en ETA han sido para imponer la corriente nacionalista a la de izquierdas. Todos los movimientos ideológicos de izquierda: ETA VI, LKI, EMK, Euskadiko Ezkerra, etcétera, fueron sucesivamente derrotados y expulsados, hasta que ETA y Batasuna impusieron el objetivo independentista como santo y seña de su lucha en los años ochenta. Hasta hoy.

Es verdad que «ahora no estamos en eso» (en la independencia), «pero no renunciamos a ella», dicen los líderes de Bildu estos días. Es un hábil ejercicio de pragmatismo (entre otras razones porque el apoyo al independentismo, hoy, no llega al 15% de la población vasca), pero quienes les votan deben ser conscientes de ese taimado gradualismo y del objetivo final que les guía.

Bildu muestra en sus mensajes a personas procedentes de la izquierda vasca que, al parecer, asumen la compatibilidad de sus aspiraciones de justicia social e igualdad, de fraternidad de clase y de europeísmo, con un proyecto independentista. A mi juicio esas cualidades políticas y humanas no caben en el independentismo vasco.

¿Cómo es posible ser independientes y construir Europa? Seamos claros: en la Europa de hoy -y más en la de mañana- no caben regiones europeas desprendidas de sus Estados-nación. La Europa de hoy está amenazada y todos nuestros esfuerzos futuros exigen armonizar veintisiete Estados en sus múltiples desafíos de competitividad, defensa, mercados, entre otros. Desde el independentismo no se hace Europa, se la destruye.

¿Cuál será nuestra solidaridad con los territorios de nuestros orígenes: Extremadura, Castilla, Galicia, Andalucía... cuando nos independicemos de España? ¿Nos importarán algo su sistema de pensiones o sus infraestructuras o su nivel educativo o sanitario cuando reclamemos separarnos de España? Porque nadie debería olvidar que si un día tuviéramos que negociar nuestra independencia, estos temas estarían sobre la mesa.

«Euskadi necesita recuperar soberanía, porque cuando hubo una pandemia no podíamos decidir muchas cosas». Esta declaración reciente del candidato de Bildu descubre bien las contradicciones del independentismo con la izquierda.¿Qué habríamos decidido solos? ¿Contra quiénes irían nuestras supuestas decisiones soberanas? Ridículo, por no decir patético.

El independentismo impone una concepción pacata, limitada, insolidaria, para nada fraterna con el resto de españoles, con quienes convivimos y compartimos historia y aspiraciones. El proyecto independentista nos exige renunciar a una identidad cultural y política española, presente en nuestras vidas y condición de cosmopolitismo, europeísmo y solidaridad con nuestros conciudadanos.

Aceptar su calculado pragmatismo de hoy, sabiendo -porque eso sí reconocen- que su verdadero y sentido proyecto es separarse y construir un Estado independiente, es aceptar una estrategia engañosa que contradice los sentimientos y aspiraciones de muchos votantes que se sienten de izquierdas y no comparten el objetivo independentista. Yo no niego el derecho a declararse de izquierdas a quienes son independentistas pero la clarificación electoral nos demanda no llamar izquierda al independentismo. Abertzales, sí, pero la izquierda no es eso.

Publicado en el Correo, 3/04/2024

12 de marzo de 2024

Francia, tan cerca, tan lejos.

"El partido de Marine Le Pen recoge el cabreo social y, de cara a las elecciones europeas, engaña con una falsa e inaplicable propuesta contra la inmigración."

Francia ha sido, para muchos de nosotros, refugio de libertad, en su tiempo, y fuente de inspiración ideológica, casi siempre. En los primeros años 70 pasábamos ‘al otro lado’ para comprar libros, ver películas y algunas cosas más. El dinero que recibíamos de nuestros partidos hermanos de Alemania y Suecia estaba depositado en un pequeño banco al otro lado del puente sobre el Bidasoa y mi tarea era recogerlo y trasladarlo a Madrid en el tren nocturno que unía San Sebastián con la capital.

Durante los años 80 y 90 tuvimos fuertes lazos orgánicos con el Partido Socialista Francés de Aquitania y con cargos locales de los pueblos fronterizos. Al principio, tratábamos de explicarles nuestra democracia constitucional y la realidad de nuestro modelo autonómico, especialmente la dimensión del autogobierno vasco, que desgraciadamente desconocían bien entrados los años 80. Pero más tarde los debates ideológicos de la izquierda francesa estuvieron muy cerca y nos resultaron siempre muy próximos.

Recuerdo, con especial afecto, la ola de reformas sociales en la Francia de Mitterrand (la elevación del salario mínimo, la reducción de la jornada laboral a 39 horas, la regularización de inmigrantes, las ayudas a la familia...), el europeísmo social de Jacques Delors, el debate sobre el reparto del tiempo de trabajo de su hija, Martine Aubry, y tantos otros.
Incluso estos mismos días, con la incorporación del derecho al aborto a la Constitución francesa, con una amplia mayoría y esa solemnidad que solo ellos son capaces de establecer para las grandes decisiones.

La tensión ideológica democrática de Francia ha estado siempre en la primera línea política europea y la fuerza de algunos de sus líderes políticos ha influido poderosamente tanto en la derecha como en la izquierda políticas de nuestro país. El proyecto europeo nació de sus grandes hombres (Jean Monnet, Robert Schumann) y hoy recibe los impulsos de un euro- peísta extraordinario, su presidente Macron. Desde la Revolución Francesa, Francia ha sido vanguardia progresista del mundo.

Por eso resulta tan sorprendente como lamentable observar el debate previo a las elecciones europeas y encontrar a la ciudadanía francesa tan atrapada por los viejos demonios nacionalistas, que lidera un partido de ultraderecha que puede ser la primera fuerza política del país, amenazando seriamente la presidencia de la República en los próximos comicios presidenciales.

Jordan Bardella, 28 años y líder de Reagrupación Nacional en las próximas elecciones a la Eurocámara, representa, y esto asusta todavía más, una masa electoral en la que abundan los jóvenes patriotas, henchidos de orgullo nacional y convencidos del viejo proteccionismo antieuropeo. El grito ultra es, como siempre, antimigratorio –«On est chez nous» (estamos en nuestra casa)– y la propuesta, un referéndum contra la inmigración (se supone que para decidir que no entren más). Por cierto, en las presidenciales de 2017, su jefa, la señora Le Pen, también propuso otro para salir del euro, siguiendo la estela del Bre- xit. Son técnicas populistas , recoger el cabreo social y engañar con una respuesta falsa e inaplicable (las fronteras no se cierran con leyes). Abanderar una supuesta soberanía popu- lar mediante el referéndum es también muy socorrido por estas ideologías ultras.

Ver a Francia tan lejos de la encrucijada europea produce pena y enorme preocupación. Cuando toda Europa vive angustiada por la guerra, cuando todos los analistas nos advierten de que tenemos que reforzar nuestra defensa europea, más si gana Trump. Cuando la revo- lución tecnológica, la crisis energética, la competitividad, el cambio climático, la justicia fiscal reclaman más y mejor integración europea. Cuando la defensa de nuestro modelo de vida y de nuestros valores de convivencia depende de nuestra capacidad de influencia en un mundo tan hostil al multilateralismo. Cuando todas estas amenazas son tan evidentes como próximas… la gran Francia se deja seducir por ese nacionalismo anacrónico que rei- vindica la «Francia de los 1.000 años, frente a los 60 años de Europa». ¡Que triste!

Ahora resulta que lo que une a los franceses es el amor por Francia y por sus tradiciones. Bruselas es la burocracia, la que oprime a los agricultores, la que desprotege a la industria y a los productos franceses, la que acelera las medidas ecológicas perjudicando a los productores nacionales… Quiero creer que los franceses no se dejarán seducir por tantas mentiras y por semejante manipulación y que el europeísmo progresista de Francia seguirá liderando una integración y una ampliación europeas más necesarias que nunca.

Publicado en El correo, 12/03/2024



15 de febrero de 2024

Prólogo para el libro:” Democratizar la democracia” de Carlos Eduardo Mena.

 A finales del siglo XX, después de la caída del muro y la recuperación de la democracia en los países del Este, sometidos hasta entonces a la Unión Soviética, la democracia se extendía y consolidaba en todo el mundo. Hasta Rusia estableció su sistema electoral democrático y China prometía a los interlocutores occidentales que negociaban su incorporación a la OCDE, próximos pasos en la democratización de su vieja dictadura.

América Latina superó una segunda mitad del pasado siglo preñada de asonadas y golpes militares que trajeron represión y muerte y movimientos guerrilleros de insurrección revolucionaria. Entre la última década del pasado siglo y la primera de éste, América Latina consolido sus democracias y vivió los mejores años de crecimiento económico y lucha contra la desigualdad social.

Vivíamos una expansión geopolítica de la democracia en todo el mundo y parecía que ese era el único destino político de todos los países. Parecía como si la historia ideológica de los dos últimos siglos hubiera terminado, como si la democracia se hubiera instalado en las coordenadas sociopolíticas de todos ellos y como si el futuro fueran anchas avenidas democráticas para todos los regímenes políticos en todo el mundo.

Desgraciadamente, pronto comprobamos que ese dominio ideológico de Occidente sobre el planeta no era , ni mucho menos, aceptado dócilmente por muchas culturas y por muchos líderes del mundo .Los atentados de las Torres Gemelas en 2001 fueron el inicio de una contienda terrorista brutal cuyo telón de fondo religioso -integrista escondía un rotundo rechazo a la democracia y a Occidente (Europa y Estados Unidos principalmente), como sus estandartes.

Putin empezó a tejer su autocracia a través de una burda maniobra de alternancias ficticias con su vicepresidente, hasta conseguir perpetuarse como el nuevo Zar de una ciudadanía sin derechos, pero abducida por un nacionalismo agresivo y una geopolítica belicosa y amenazante.

China, que estaba construyendo el país más poderoso del mundo y que había conseguido un desarrollo social extraordinario, sacando a más de seiscientos millones de seres humanos de la pobreza, abandonó pronto sus promesas democratizadoras y blindó el poder de la cúpula comunista a través de un control tecnológico exhaustivo.

Otras democracias formales fueron adquiriendo peligrosas derivas autocráticas: Turquía, India, Filipinas, Venezuela ,a través de abusos de poder, control monopolístico y abusivo de los resortes del Estado y privación a la oposición de sus plenos derechos, generando así regímenes iliberales en los que la democracia quedaba seriamente secuestrada y letalmente dañada.

En todas las democracias del mundo se empezaron a observar estas peligrosas tendencias, estas tentaciones autoritarias que cuestionan los principios liberales de la democracia: la separación de poderes, las elecciones libres e iguales, los contrapoderes necesarios para balancear la democracia: libertad de prensa, libertades cívicas, sociedad civil fuerte, etc… Polonia y Hungría son buenos ejemplos de eso, aquí en Europa, pero en todos los países democráticos del mundo tenemos manifestaciones de esas peligrosas tendencias.

Finalmente, la aparición de fuerzas políticas de ultraderecha, a veces envueltas en banderas nacionalistas y siempre populistas, han mostrado al mundo una radical incapacidad para aceptar la derrota (Estados Unidos y Brasil) y han llegado hasta el extremo de combatir violentamente el resultado electoral.

Son sólo algunos de los más significativos elementos de una corriente de fondo que a lo largo de estos últimos 20 años nos ha situado en el centro de una vorágine antidemocrática imposible de intuir cuando creíamos que el futuro se llamaba democracia.

En los últimos cinco años, se han publicado múltiples ensayos analizando las causas de esta deriva y describiendo los desafíos de los estados iliberales. ¿Por qué tantas democracias transitan hacia autocracias manifiestas o disimuladas? ¿Por qué se atenúan o se limitan, o peor, desaparecen , las libertades en un estado democrático sin que los autores de esas tropelías sean sancionados por la ley o por el voto ciudadano?. ¿Por qué se lesiona tan frecuentemente la separación de poderes para atribuirse la representación del pueblo en detrimento de los derechos de las minorías? ¿Por qué se violenta tan frecuentemente el principio democrático de la igualdad de los ciudadanos al margen de su orientación sexual, o de su religión, o de su raza? ¿Por qué tanta intolerancia ante el adversario y por qué tanta polarización frentista y sobre todo por qué estas estrategias destinadas a cuestionar el sistema electoral cuando se pierde, violentando el principal canon democrático: aceptar la derrota?.

Este libro, de Carlos Eduardo Mena, es uno de esos ensayos, surgido de esta preocupación común en muchos de nosotros, en Europa, en Estados Unidos, en América Latina, en todo el mundo. Cada cual sometido a alguna de estas circunstancias en función de las particulares condiciones sociopolíticas de nuestros regímenes y todos seriamente alarmados por el deterioro de este marco de convivencia que creíamos indestructible y eterno.

Carlos Eduardo Mena enfrenta tan importante tarea con un título que lo dice todo sobre sus intenciones: contra la crisis de la democracia, más democracia. En sus páginas hay pedagogía conceptual: qué es y qué no es democracia. Hay precisión sobre los componentes de la democracia. Hay análisis sobre los nuevos desafíos de una sociedad digital. Y finalmente hay caminos, consejos, recomendaciones, para hacer mejor la democracia. Para hacerla más fuerte, más moderna, más actual, más democrática en fin.

Hay algunas ideas, ya recogidas muchas de ellas en el libro, que nos ofrecen una cierta descripción de los problemas actuales de las democracias. Sin pretender agotar esa larga lista de problemas a los que nos enfrentamos, me gustaría señalar aquí, en estas breves páginas que prologan este magnífico libro, mis particulares preocupaciones al respecto.

Una de ellas es la creciente atenuación de los perfiles ideológicos de las dos grandes familias políticas e ideológicas que han atravesado la segunda mitad del siglo XX: socialdemócratas y conservadores o cristiano- demócratas, en terminología Europea. Esas grandes banderas articularon políticamente la pluralidad social, de manera que la democracia servía de base para vertebrar las dos grandes opciones políticas de la época. La izquierda aglutinaba una masa social y ciudadana que tenía muy claras las aspiraciones de igualdad y protección social y la derecha expresaba una concepción de la libertad individual y de valores y aspiraciones más conservadores. Era una especie de bipartidismo imperfecto, con la suma de algún partido de centro liberal, dando juego a un desarrollo de las democracias y a una construcción social excelente: el estado del bienestar.

Pero esos perfiles se han atenuado por múltiples razones y han emergido otras banderas, nuevos problemas sociales, múltiples identidades, muchos límites a las políticas económicas propias en la globalización, etcétera que han traído un nuevo escenario pluripartidista, mucho más difuso, en el que la democracia y sus reglas se desenvuelven peor, con menos claridad, sin tantos estímulos para la vertebración social y para la conquista de objetivos sociales y políticos concretos.

Digamos que las aspiraciones previas a las formulaciones del contrato social básico: democracia e igualdad, se han consolidado en regímenes democráticos regulados por el Estado de Derecho y la igualdad ha alcanzado un estado perfectible pero sólido en la llamada sociedad del bienestar y las nuevas demandas ciudadanas encuentran nuevos límites para su construcción en la sociedad global y en las limitadas soberanías nacionales. Carlos Eduardo Mena señala precisamente esta circunstancia cuando habla de la “crisis de representación "de los partidos políticos y de su función mediadora en la democracia. Papel insustituible, añado, pero muy perfectible como señala el autor.

Todo ello va unido a otro factor nada desdeñable al analizar la crisis de las democracias. La gobernanza democrática se ha hecho tan compleja como difícil, poco explicable ante la multiplicidad informativa y ante las múltiples dependencias y sobre todo ante la velocidad de la vida.

Joseph Nahy, el politólogo norteamericano, explicaba la velocidad del mundo actual citando la expansión de los virus: la viruela tardó tres siglos en extenderse por el planeta. El virus del sida, 30 años. Hoy , podríamos añadir, el virus de la COVID, tres meses. Todo sucede a gran velocidad y todo lo que ocurre nos afecta, en cualquier lugar del mundo y en muy poco tiempo. Eso hace que la gobernanza sea más compleja, más interdependiente, que haya que tomar medidas a veces inexplicables en un escenario geopolítico muy dinámico y muy cambiante. La ciudadanía no sigue , no entiende, la política se ha hecho más difícil, menos aprehensible para la gente y eso le aleja, le aparta de la democracia porque la democracia exige seguimiento, conocimiento, debate público y solo entendiendo la génesis y las razones de las decisiones políticas este debate es posible.

¿Cómo es posible que la deliberación pública sea más difícil en plena sociedad de la información, cuando recibimos millones de pulsiones informativas cada día, a través de múltiples canales informativos en las redes? La respuesta, por paradójica que pueda parecer, es clara. Precisamente por eso , porque las redes sociales se han convertido en un edificio deliberativo banal, anecdótico, sin profundidad, simplificador y polarizado y porque la proliferación informativa de las redes nos obliga a leer solo titulares y pies de foto.

Hace quince años creíamos que Internet y las redes sociales se iban a convertir en una herramienta valiosa para profundizar la democracia, para hacerla más deliberativa, más participativa, para que cada ciudadano fuera capaz de aportar sus puntos de vista sobre los múltiples temas de la gobernanza y así podríamos obtener una ciudadanía no dependiente y más poderosa. Creíamos que de esa manera el ciudadano no dependeria de grupos editoriales y de poderes mediáticos para que tuviéramos una opinión pública más libre, más autónoma, más responsable. No ha sido así. No hace falta insistir aquí en las razones de esta enorme decepción colectiva. Mucho mejor lo ha explicado el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su libro: ”Infocracia”, destacando los perniciosos efectos de la Sociedad de la Información en el edificio deliberativo de las democracias.

Pero no es necesario acudir a los ensayos filosóficos para comprender qué nuevos peligros amenazan a ese edificio cuando los avances tecnológicos añaden posibilidades de engaños masivos en la atribución de declaraciones o comentarios de los responsables públicos o cuando se constatan maniobras de manipulación cibernética a gran escala. Poderes ocultos trabajan en la clandestinidad de grandes máquinas capaces de orientar opiniones públicas en las conversaciones de las redes.

La desconfianza en el sistema electrónico del voto brasileño fue una operación diseñada a lo largo de dos años, como estrategia de desacreditar el resultado electoral en caso de derrota de Bolsonaro. Los patéticos actos de protesta en Brasilia los primeros días de enero de 2023 se parecían demasiado al asalto al Congreso de los trumpistas en enero del 2021.

Otras manipulaciones cibernéticas se han empleado con mayor o menor éxito. Grandes decisiones democráticas influyen en la geopolítica mundial de manera decisiva, especialmente las elecciones de las grandes potencias y de los líderes y mandatarios de grandes países y a esas decisiones populares se convocan también poderes ajenos, interesados en una u otra elección. Lo vimos ya en Estados Unidos con Trump y lo seguiremos viendo desgraciadamente.

Todo lo anterior no es ajeno a la aparición con preocupante fuerza y con universal presencia de un nuevo populismo político, ligado a los sentimientos y a las ideas más reaccionarias. Esa nueva ultraderecha que se presenta como anarco en Argentina, como securitaria en El Salvador, como antimigratoria en Suecia o en Italia, como anti europea en toda Europa o como anti ”casta” en todo el mundo ,es en el fondo una suma aleatoria y oportunista de enfados sociales por múltiples causas, a las que ofrecen tan sencillas como falsas soluciones.

Todos los populismos son nacionalistas, primero que nada, porque su idea pequeña y antigua del mundo les ubica en las coordenadas sentimentales de lo conocido, lo propio, el rechazo o lo ajeno y a los ajenos , apropiándose de símbolos comunes y manipulando la historia para regodearse en el pasado. Añaden a eso un menú de rechazos y enfados por razones propias de cada país. Desde el rechazo a la inmigración, a la defensa de los toros o la caza, desde la manipulación de la inseguridad al odio al feminismo, desde su aversión a la igualdad de derechos, a las ayudas sociales. Siempre manipulando la ignorancia y denunciando la política, a los políticos y a los partidos como una élite privilegiada y clasista. Con todo ello desprestigian a las instituciones democráticas y a la democracia misma.

Esa suma de nacionalismo más enfado social, es una verdadera termita para las democracias. La democracia liberal, a diferencia de la democracia iliberal, no pretende imponer la verdad, la belleza o la justicia absolutas (eso es lo que pretenden los fanáticos y muchos populistas lo son), sino arreglos y acomodos entre ciudadanos diferentes en su vision del mundo.Uno de los ejemplos más significativos de esos populismos es la transformación de los llamados cinturones rojos de algunas grandes ciudades europeas: Marsella, París, Lyon, Roma etcétera en las que se concentraban grandes masas de votantes de izquierdas socialista y comunista, en cinturones negros con mayoría electoral de la ultraderecha por la influencia de sus doctrinas en barrios obreros.

Este cuadro, un poco pesimista, lo reconozco, aunque también provocador de reflexiones necesarias (como decía un verso de Luis Eduardo Aute "el pensamiento no puede tomar asiento”) , puede aún hacerse más extenso y provocador mirando a América Latina.

¿Cómo no reconocer en nuestra mirada preocupada sobre las democracias latinoamericanas que la tradición democrática en muchos países es muy débil, que las historias democráticas de la repúblicas latinoamericanas han sido golpeadas repetidamente por golpes militares, que las luchas de insurrección germinaron años de violencia y represión y que las revoluciones que triunfaron, no generaron democracias sino nuevas dictaduras?. ¿Cómo no reconocer que los Estados democráticos son débiles en la prestación de servicios públicos básicos: (seguridad, educación, sanidad, ) e ineficaces en la gestión por la falta de recursos ante unos ingresos fiscales extremadamente bajos?. ¿Cómo no reconocer que toda América Latina está atravesada por un problema de seguridad (43 de las ciudades más violentas del mundo están en América Latina) que convierte la demanda de seguridad en una exigencia primaria? ¿Cómo no recordar que el narcotráfico se ha convertido en una metástasis de las democracias en algunos países atacados por bandas criminales poderosísimas?

A todo ello hay que añadir la gran crisis que sufren los partidos políticos en América Latina, hasta el punto de que en algunos países la desaparición total del sistema de partidos ha provocado crisis institucionales de muy difícil solución. Carlos Eduardo Mena hace en esta obra una interesante y enriquecedora aportación a la crisis partidaria en América Latina.

Lo sabemos bien, los partidos son claves de bóveda en el sistema institucional democrático. Su función mediadora y representativa entre ciudadanía e instituciones es básico y algunas de las crisis políticas más dramáticas en algunos países latinoamericanos se explican por la práctica desaparición de los partidos políticos que articulaban esa función y por la incongruencia de sistemas electorales que no armonizan adecuadamente los poderes legislativos y ejecutivos especialmente en los modelos presidencialistas.

El autor ofrece una larga y sistematizada información sobre la vida interna y externa de los partidos políticos. Valga como conclusión, la necesidad de fortalecer esas estructuras, de hacerlas más democráticas, más y mejor relacionadas con la ciudadanía, mejor reguladas en el engranaje institucional y electoral. En la misma línea, la necesidad de hacer de la política una actividad mejor considerada, de aumentar su aprecio social, de estimular el interés social por sus debates, de favorecer el acceso y el ingreso en la militancia política de los ciudadanos más concienciados, y de revalorizar socialmente el ejercicio de la representación pública.

Por supuesto, eso exige mucho de los propios protagonistas, pero el combate a ese populismo antipolítico, a ese oportunismo cínico contra las élites y la casta, exige una tarea integral, incluida la educativa y unas reformas institucionales en esa dirección.

De manera que el reto democrático, los desafíos de los estados iliberales y los asaltos populistas al poder resultan en América Latina especialmente graves. Mucho más si tenemos en cuenta que está emergiendo una nueva ciudadanía que reclama a sus gobiernos lo que muchos de estos no les pueden dar. Reclama Educación y Sanidad universales y de calidad. Reclama seguridad en sus vidas, ya sean periodistas mexicanos, campesinos colombianos o habitantes de favelas brasileñas. Sin seguridad no hay libertad. Reclaman un poder judicial independiente, sistemas de protección social y pensiones dignas. Es una ciudadanía consciente de las enormes desigualdades de sus países y sencillamente dice: Basta!! Es una ciudadanía que no tolera la corrupción ni los abusos de poder, ni soporta democracias que no lo son. Quiere libertad y progreso: son los estudiantes de Santiago o de Bogotá, son millones de ciudadanos reclamando la vacuna contra la pandemia, son miles de pequeñas empresas que reclaman ayudas para no cerrar sus pequeños negocios, son las masas migrantes de Honduras y Guatemala, son los luchadores por la libertad de Managua o la población decepcionada en Caracas, son clases medias que no están dispuestas a dejar de serlo para caer de nuevo en la pobreza. También son los jóvenes cubanos que quieren libertad creativa y progreso social. Son ciudadanos globalizados por sus smartphones que han estado y están en contacto con otros ciudadanos del mundo y ven lo que tienen y se preguntan por qué ellos no.

La desconfianza es solo uno de los síntomas que muestra la debilidad de los estados y la precariedad de sus instituciones. Un informe recientemente publicado por el BID: “Confianza, la clave de la cohesión social y el crecimiento en América Latina y el Caribe”, muestra detalles reveladores a este respecto. Concretamente en el período transcurrido entre 1981 y 1985 hasta 2016-2020, la confianza generalizada o interpersonal descendió del 22 al 11 por ciento en América Latina y el Caribe. Sólo uno de cada diez ciudadanos cree que se puede confiar en los demás. A su vez , sólo tres de cada diez ciudadanos en América Latina y el Caribe confían en su gobierno. No hacen falta demasiadas explicaciones sobre el enorme impacto que tiene en la democracia , en el crecimiento económico y en la cohesión social esta desconfianza generalizada de la población en sus instituciones y en sus conciudadanos.

Es un círculo vicioso y peligroso. La ciudadanía no confía en sus instituciones porque estas no cumplen su cometido ni los compromisos para los que les eligieron. La democracia sufre porque esa deslegitimación mina sus fundamentos. Pierde eficacia en la resolución de los problemas que sufre la ciudadanía o en la respuesta a las demandas que ésta plantea. Algunos le llaman “fatiga democrática", pero no creo que sea una definición acertada porque la fatiga evoca cansancio o agotamiento de una experiencia larga o prolongada y no es eso lo que acontece en las democracias latinoamericanas. Es más bien que estas democracias nunca llegaron a desplegarse y a ofrecer todas las ventajas de su ideario. Es más bien que el contrato social que se desprende de la democracia ha sido incumplido , insuficiente o simplemente fallido.

Este libro de Carlos Eduardo Mena viene a aportar su contribución a un debate tan necesario como imprescindible a la vista de lo que está ocurriendo en toda América Latina. Desde El Salvador a Argentina, desde México a Bolivia. En todo el mundo, pero más en América Latina, es necesario fortalecer los valores democráticos, los principios éticos de la convivencia en libertad, los derechos humanos, las fuentes y las reglas de los Estados de Derecho: la separación de poderes, hacer fuertes los contrapoderes, profundizar las libertades, prestigiar y consolidar las instituciones. En todo el mundo, pero más en América Latina es necesario que el Poder Judicial sea independiente y que el Poder Legislativo sea respetado. Fortalecer los modelos electorales y los sistemas constitucionales que aseguran la gobernabilidad y la correlación entre el Legislativo y el Ejecutivo. En todo el mundo, pero en América Latina más, es necesario que los partidos políticos y los representantes públicos hagan de la ejemplaridad y la transparencia su regla máxima de conducta personal. Que el combate a la corrupción sea consigna nacional y compromiso general. Que se eduque socialmente en los valores democráticos y que la confesionalidad recupere su imperio legal. Laicidad incluyente, que no excluye el hecho religioso pero lo somete al imperio de la ley que emana de la voluntad popular. Educar en los valores de la igualdad ciudadana por encima de sexos, razas o creencias. Educar en la tolerancia y el pluralismo, practicar la convivencia democrática fortaleciéndola, como dice Carlos Eduardo Mena.

Esta es una larga marcha , pero no hay camino alternativo. Las alternativas a la democracia no son alternativas. Nos devuelven a tiempos de convivencia oscura y salvaje. Llevamos dos siglos largos construyendo valores y principios de civilización en los que el ser humano adquiere dignidad y libertad . La democracia es un marco de convivencia imprescindible para que esos valores sean respetados y es el marco en el que otras aspiraciones tan importantes como las anteriores, la igualdad y la justicia, puedan desarrollarse. Avanzar y perfeccionar ese marco y esos valores, es el camino .

Prólogo para el libro:” Democratizar la democracia” de Carlos Eduardo Mena.