30 de marzo de 2020

¿Un capitalismo diferente?


La sociedad post-virus será exigente para con los poderes públicos en cuanto a un concepto amplio de la seguridad en todos los ámbitos. La incertidumbre, cada vez mayor frente a tantas cosas, es probable que se transforme en un movimiento social de transparencia, ejemplaridad, defensa de los bienes públicos y del bien común.


Aunque muchas de nuestras predicciones sobre el mundo –¿nuevo?– después del coronavirus, son especulativas, tenemos derecho a hacerlas. Es más, tenemos la obligación de influir en que las tendencias sociales y políticas que se deriven de esta catástrofe sean favorables a un mundo mejor.
Hay un buen número de temas clave en ese futuro que tenemos que afrontar en positivo. Globalización frente a nacionalismo, gobernanza frente a mercado, renovación de nuestro contrato social, eficiencia democrática frente a monopolio tecnológicos del poder, qué Europa queremos, cambio climático y sostenibilidad…. Se nos van a acumular los debates y las tensiones sociales, porque en cada uno de esos dilemas básicos se librará una batalla feroz entre opciones casi antagónicas.
La sostenibilidad del capitalismo, así, en términos tan provocativos, también resurgirá. Y hablo de resurgir, porque en los últimos veinte años –y, más concretamente, desde la gran recesión de 2008-2014–, un debate revisionista ha ido girando en torno al modelo capitalista. Los últimos impulsos norteamericanos con el manifiesto de la Business Roundtable y el debate abierto en Davos 2020, han sido un nuevo empujón al mismo y la crisis humanitaria de hoy con todas las reflexiones socioeconómicas que lleva aparejada, nos mueve definitivamente a tratar de añadir nuevas ideas en torno al papel de las empresas en la nueva sociedad resultante.

«Será necesaria la participación de la empresa en las grandes causas sociales: ellas crean sociedad»


Es verdad también que el debate sobre el capitalismo se ha abierto como consecuencia de los perniciosos efectos sociales que se están acentuando por tres factores irreversibles –la globalización productiva en una cadena infinita de externalización, la financiarización de la economía y la concentración de capital y conocimiento que generan las nuevas tecnologías–. La crisis de 2008 fue el punto de ruptura que desnudó las vergüenzas de esos efectos: crecimiento de la desigualdad, nuevas y múltiples brechas en la redistribución económica, fuertes reducciones de las prestaciones públicas, precarización del trabajo contingentado, empobrecimiento de las viejas y tradicionales clases medias, etc.

De pronto, todo el mundo reflexiona sobre las consecuencias de unos mercados demasiados desregulados, sobre las limitaciones de la acción política para intervenirlos en la globalización, sobre unas tecnologías que dejan en manos de los algoritmos y de la Inteligencia Artificial decisiones que solo a los humanos corresponden, sobre el enorme poder económico de las tecnológicas que almacenan nuestros datos, sobre la lucha contra el cambio climático, o sobre la acumulación de rentas y beneficios del capital frente al trabajo. En definitiva, viejos dilemas ideológicos, renovados o adaptados a la realidad del siglo XXI.

¿Es sostenible el capitalismo? Esta sería la pregunta. Lo que ya no sostiene nadie son las teorías más neoliberales de la escuela de Chicago, representadas por M. Friedman cuando afirmaba que la única responsabilidad de la empresa es obtener el máximo beneficio para sus accionistas. Curiosamente en los últimos años, hasta los más prestigiosos defensores del capitalismo (The Wall Street Journal, The Economist, etc.) están reclamando un capitalismo social. ¿Es posible esto? El filósofo Zizek era muy concluyente en su negación. "La corrupción no es una desviación contingente del sistema capitalista, es parte de su funcionamiento básico», afirmaba aludiendo de esa manera a los vicios humanos que se acentúan en el sistema capitalista: la codicia y el egoísmo.

No tan radical pero igualmente exigente es la opinión de Joseph Stiglitz que reclama cambios profundos para que la democracia frene y aminore la enorme concentración de riqueza que se está produciendo en pocas manos. Hasta el punto de que asevera una radical incompatibilidad entre este capitalismo y la democracia.

Los más posibilistas hablan de resetear el capitalismo. Otros ya predicaron incluso su refundación en plena crisis de 2009 (Sarkozy). Lo cierto es que somos muchos los que consideramos que las reformas internas a la economía de mercado deben ser profundas y afectan sobre todo a la ecuación Estado-Mercado, o si ustedes lo prefieren, a la relación entre la política y las empresas.

Aquí hay un amplio espacio para renovar las políticas que responden a la vieja pretensión socialista de limitar y corregir los efectos de un mercado sin alma. ¡Pero atención! Solo puede hacerse con nuevas fórmulas, con nuevas propuestas, adaptadas a la realidad actual (globalización, financiarización, revolución tecnológica, etc.) que sean eficaces contra los males que se han producido y hemos descrito: redistribución de rentas en la empresa, fiscalidad progresiva en el ingreso, mejor redistribución del gasto, fortalecimiento de las políticas de igualdad de oportunidades –sobre todo en la educación y en la formación tecnológica– renovación del marco de relaciones laborales, etc.

«Quienes se adelanten a las nuevas exigencias darán un salto reputacional y serán empresas sostenibles en el amplio sentido del término»


Pero, finalmente, además, será necesaria la participación de la empresa en las grandes causas sociales. Porque ellas crean sociedad: construyen (o destruyen) hábitats sociolaborales y medioambientales; hacen posible (o no) la igualdad en sus múltiples planos en la vida de la empresa; establecen, (o no), una escala salarial razonable; contribuyen fiscalmente con sus beneficios (o construyen una ingeniería fiscal para la elusión), y así mil cosas más. Las empresas son sociedad, la construyen y contribuyen a la lucha contra el cambio climático, nutren a las haciendas nacionales, crean equipos humanos y los correspondientes ambientes laborales, forman a sus cuadros, modernizan instalaciones e infraestructuras del país, distribuyen riqueza en salarios y beneficios, ofrecen servicios básicos en mejores o peores condiciones.

El manifiesto de Davos 2020 dice que el capitalismo accionarial ha desconectado de la sociedad real y señala el camino del stakeholder capitalism: pagar los impuestos exigidos por las haciendas (que se lo digan a las tecnológicas y a muchas multinacionales); respetar los Derechos Humanos en todos los países donde operen; cero tolerancia frente a la corrupción; respeto a las reglas de la competencia y cumplimiento de las leyes. No dicen más, aunque podrían hacerlo. Es solo un comienzo.

En el fondo, están diciendo lo que decíamos hace veinte años: que las empresas son protagonistas y actores vitales en la sociedad del siglo XXI. Que el poder de los Estados se debilita en la globalización. Que los contrapoderes sindicales son cada vez más tenues en la nueva economía, pero que, al mismo tiempo, la sociedad en red y la transparencia, hace a las empresas y a sus marcas más vulnerables. Que la sociedad está enfadada con muchos comportamientos empresariales y directivos y que sus exigencias son cada vez más amplias y diversas. Que los ciudadanos están muy preocupados respecto al futuro del planeta y saben que las empresas son claves en esa lucha. Que los inversores exigen saber más cada día. No solo quieren conocer sus resultados financieros, sino también saber cuáles son sus riesgos y sus debilidades, sus impactos medioambientales y sociales, dónde subcontratan y cómo operan. Son los ciudadanos a quienes ya no les interesa saber qué hacen las empresas con sus beneficios, sino cómo los obtienen. Menos marketing social y más responsabilidad social sostenible.

Esto es sostenibilidad empresarial. No se trata de acción social o marketing. No se trata de exhibir sus logros en uno o dos objetivos de la Agenda 2030. Es una cultura del compromiso con sus stakeholders, es decir, con la sociedad en la que operan.

Todo parece indicar que la sociedad post-virus será exigente para con los poderes públicos en cuanto a un concepto amplio de la seguridad: seguridad alimentaria, seguridad frente a las pandemias futuras, seguridad ante nuevos peligros cibernéticos, seguridad sobre el clima y sobre la tierra y el mar. Es bastante probable que la incertidumbre, cada vez mayor frente a tantas cosas, se transforme en un movimiento social de transparencia, ejemplaridad, defensa de los bienes públicos y del bien común.

Esas exigencias no lo serán solo para los poderes públicos y para las instituciones democráticas. Afectarán cada vez más al ecosistema organizacional y en el corazón del sistema económico están las empresas. Quienes se adelanten a esa conjunción de nuevas exigencias darán un salto reputacional y serán empresas sostenibles en el amplio sentido del término. Quienes se nieguen a ver estos cambios pueden ser castigados por mercados, inversores o consumidores. Incluidos los poderes públicos. La empresa sostenible no cambiará al capitalismo, pero puede hacerlo diferente.


Publicado en la Revista Ethic 30/03/2020





24 de marzo de 2020

Tendencias post-virus.

"Si Europa falla en la crisis del coronavirus, el nacionalismo crece y eso es letal para el proyecto europeo. Es nuestra obligación evitar la vuelta a la tribu." 

Para describir la velocidad de la globalización, Joseph Nye decía que la viruela tardó tres siglos en extenderse por el planeta y el sida, tres décadas. Bien podría añadir hoy: «y el coronavirus, tres meses». No, no es solo la velocidad lo que caracteriza nuestro mundo del siglo XXI, sino la concatenación y la imprevisibilidad que la acompañan. Todo sucede a gran velocidad y todo está concatenado poniendo en evidencia la incapacidad humana para su prevención. Podríamos poner muchos ejemplos. Basta recordar cómo cayó el Muro de Berlín, cómo se inició y, peor, cómo acabó la ‘primavera árabe’ y como nos sorprendió la crisis financiera de 2008. Alemania modificó de un día para otro su política energética sobre la vida de las centrales nucleares después de la catástrofe de Fukushima. Todo nos afecta, todo está relacionado y todo sucede a gran velocidad, sin que las organizaciones seamos capaces de prever y reaccionar a sus efectos. 

Es aventurado intuir cómo será el mundo después del coronavirus, pero es bueno especular sobre las tendencias que se observan en la crisis y sobre los efectos que ésta producirá en muchos parámetros sociopolíticos. El primero que destaca es la incertidumbre y el temor al futuro. Las generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial vivimos con miedo al pasado y esperanza en el futuro. Nuestra memoria estaba traumatizada por la tragedia que nos transmitían nuestros mayores y por las necesidades en las que vivíamos. Pero el futuro era progreso, era esfuerzo, pero con recompensa; era crecimiento, mejora, avances; esperanza, en fin. Hoy nuestros jóvenes miran su pasado confortablemente y el futuro con creciente incertidumbre. Hay demasiadas incógnitas en este mundo en un cambio tan veloz como desgobernado. El virus añade un nuevo riesgo a los múltiples interrogantes que plantean el cambio climático, la tecnociencia, las guerras comerciales (y otras) o una geopolítica desordenada que margina progresivamente al Viejo Continente. 

Otra peligrosa tendencia surge del riesgo democrático. El aprecio y el orgullo social por los sistemas democráticos y por las reglas del Estado de Derecho se están devaluando frente a la tecnocracia y el autoritarismo. A principios del siglo creímos que la democracia se imponía en el mundo entero. Que nuestro modelo civilizatorio y de convivencia en libertades regladas sería imitado en todo el planeta. Hoy crecen las autocracias y los líderes fuertes. Desde Rusia a Turquía, desde India a Brasil. No digamos China. Las librerías están llenas de obras que describen los errores de las crisis de las democracias a partir de múltiples razones que no caben en este espacio pero, en general, derivadas del mundo desgobernado y tecnológico en el que estamos. 

El problema surge cuando millones de ciudadanos del mundo desprecian las libertades en beneficio de la eficiencia o de la seguridad. En la gestión del virus hay también un pulso entre estos valores y una grave consecuencia para nuestros sistemas democráticos cuando los ciudadanos exigen resultados y protección frente a procedimientos y reglas. Si China, es un modelo para el mundo en la gestión del virus, reforzará la legitimidad autocrática del Partido Comunista. 

Por último, Europa y sus nacionalismos. Mucho me temo que tenga razón uno de los politólogos más lúcidos del momento. Ivan Krastev dice que el coronavirus aumentará los nacionalismos en Europa. De entrada, porque el ámbito en el que se está desarrollando el combate a la enfermedad es nacional. El virus no tiene fronteras, ni colores políticos, se dice con razón. Pero la respuesta es nacional. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, dijo un día: «Siamo tutti italiani», pero la coordinación europea en la toma de medidas internas brilla por su ausencia. En el cierre nacional de las fronteras, en la coordinación sanitaria y en la solidaridad interna. Peor aún, son los estados los que están poniendo en marcha los planes económicos para combatir el shock de empresas y familias y está por ver si la Unión Europea es capaz de lanzar sus propias medidas para salvar bancos y deudas públicas y para relanzar la economía europea después del virus. ¿Será posible mutualizar emisiones del euro y flexibilizar el Pacto de Estabilidad? 

Si Europa falla, el nacionalismo crece y esa ecuación es letal para el proyecto europeo. El nacionalismo introspectivo es un sentimiento que crece también ante la incertidumbre y el pánico de estos días. También lo es el conservadurismo. 
Es nuestra obligación combatir estas tendencias. Defender nuestras convicciones democráticas. Gobernar el desorden. Enfrentar los acontecimientos y prevenirlos resistiendo las tentaciones populistas, nacionalistas y conservadoras. Fortalecer Europa para evitar la fragmentación y la vuelta a la tribu. Esa es también la tarea del presente.

Publicado en El Correo, 24/03/2020

6 de marzo de 2020

Urgencias latinoamericanas.

España debe huir de la retórica hueca que toma como suyos elementos comunes: historia, cultura, comunidad. Es la hora de la acción. Grandes causas de la agenda global reclaman grandes alianzas.

Más allá del anecdotario que nos tiene ocupados últimamente, hay un sinnúmero de razones para explicar la importancia de América Latina para la política española. Hay 1,5 millones de españoles en América Latina y 1,3 millones de latinoamericanos en España. El 24,5% de los ingresos de las compañías del IBEX 35 proceden de allí. Somos el segundo país en volumen de inversiones (detrás de EE UU) y ello constituye el 30% de nuestras inversiones en el mundo. Diez empresas del IBEX tienen más del 20% de su negocio en América Latina y hay más de 100.000 empresas españolas que exportan a América Latina. En el tablero geopolítico del mundo influimos poco, pero en América Latina somos decisivos, y hoy, algunas de las batallas que se libran en ese tablero, se producen precisamente en aquellos lares. Hay grandes causas de la agenda global que reclaman grandes alianzas, y no es fácil encontrarlas. España es el amigo fiel de América Latina y nadie hará más que nosotros para que Europa también lo sea. Somos esa puerta, y no por casualidad América Latina entró en el radar europeo cuando España lo reclamó.

Pero América Latina está en crisis. Desgraciadamente, la próspera década 2004- 2014 ha ido desvaneciéndose con la Gran Recesión y una nueva conflictividad interior ha llenado el continente de explosión social e inestabilidad política. Las fracturas interiores de su integración regional son paradigmáticas y están creciendo peligrosamente. La mayoría de los países están estancados económicamente. Las crisis democráticas y humanitarias en varios países se enquistan, y a los tradicionales problemas de desigualdad social, violencia y extremo enfrentamiento ideológico se unen ahora las tensiones producidas por unas clases medias desesperadas y empoderadas y una creciente desconfianza ciudadana en las instituciones políticas.

No es el momento de hacer partidismo en esta política. Siempre hemos actuado conjuntamente Gobierno y oposición en estos temas. Pero debemos huir de esa retórica hueca que toma nuestros elementos comunes: historia, cultura, comunidad, etcétera, como armazón discursivo para quedarse en las palabras y en la nada. Es la hora de la acción. España es clave y debe actuar en América Latina consciente de sus intereses comunes y de su enorme impacto en ella. Hay que aprovechar también la presencia de Josep Borrell al mando de la política exterior europea. He aquí algunas sugerencias:

1. En noviembre celebraremos la XXVII Cumbre sobre Innovación para el Desarrollo Sostenible-Objetivo 2030 y bueno será recordar que esta cumbre lleva 29 años reuniendo a los líderes de América Latina España y Portugal, que en la actualidad no hay ningún organismo internacional que pueda hacer lo mismo y que la tradicional e importante presencia del Rey formaliza la simbólica i

2. Aprobar el Acuerdo Comercial UE-Mercosur constituye la gran urgencia en el terreno comercial y económico. Se trata de una apuesta por el comercio internacional regulado, frente al proteccionismo y las guerras comerciales, que libera al 90% los aranceles de los productos que nos intercambiamos dos mercados gigantescos, el de la UE y Mercosur, con 500 y 250 millones de consumidores, respectivamente. Este acuerdo culmina el extraordinario marco de Acuerdos UE-AL que nos relaciona a los dos continentes casi completamente.
En esa misma línea, hay que aprobar la modernización de los Acuerdos con México y Chile e Incorporar a Bolivia al Acuerdo Multipartes que funciona —y muy bien— con Colombia, Perú y Ecuador.

3 .Europa debería aprovechar la presidencia pro tempore de México en CELAC y conseguir celebrar la cumbre suspendida en 2016 en El Salvador. Es verdad que CELAC ha sufrido un duro golpe con el abandono de Brasil. Así y todo, CELAC es el único organismo regional que integra a todo el subcontinente, y la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de los 27 países europeos y de los 33 latinoamericanos era y es una plataforma extraordinaria y única para dar contenido a nuestra alianza estratégica. Deberíamos aprovechar que la responsable mexicana de la presidencia de CELAC es la —hasta ayer— embajadora en nuestro país Roberta Lajous.

4. Cuba es un país de enorme influencia política en América Latina y está sometido a un cerco político-económico-financiero de EE UU más duro que nunca. Nuestras empresas lo sufren y nuestros bancos lo temen, y, sin embargo, Cuba está necesitada de ayuda, sobre todo de inversión y desarrollo económico. El Acuerdo UE-Cuba firmado en 2017, es una oportunidad de hacernos presentes y defender los intereses europeos en La Habana. Y ello debería ayudarnos en nuestra tarea mediadora para una salida electoral democrática en Venezuela y Nicaragua, para ayudar al fin de la violencia en Colombia, y en la superación de las fracturas que sufre la región. Por supuesto, también creo que ayudará a la transición política interna de Cuba.
5. Urge una reflexión sobre el futuro de los intereses empresariales españoles en América Latina. Nuestras empresas han ayudado a la modernización de los servicios básicos y de las grandes infraestructuras físicas y tecnológicas en América Latina. Pero las circunstancias han cambiado. La fuerte presencia económica de China, la inestabilidad política, la inseguridad jurídica y el crecimiento de otros mercados están reduciendo nuestra presencia y debilitando nuestra fuerza negociadora.

Ha llegado el momento de fortalecer vínculos con los Gobiernos en el compromiso-país de estas compañías. De mejorar la reputación corporativa con estrategias sociales sostenibles. De fijar horizontes de inversión sólidos y estables. De desarrollar tejido productivo propio en los aledaños de las grandes compañías. De aprovechar nuestra calidad en la formación de cuadros y directivos. De generar sinergias entre nuestras universidades. De realizar nuestra I+D abierta y en colaboración con sus centros y aprovechar la dimensión de nuestro idioma común en el desarrollo de plataformas y de aplicaciones de nuevos servicios en la Red.

6. En el marco de nuestra Asociación Estratégica, Europa y América Latina deberíamos establecer una alianza en la defensa común, de una serie de objetivos coincidentes. El Acuerdo de París y sus derivadas en la lucha contra el cambio climático; el multilateralismo en las relaciones internacionales; la OMC y el comercio internacional regulado; la Agenda 2030; la lucha contra los paraísos fiscales y la cooperación internacional contra la evasión y la elusión; los derechos humanos y el Estado de derecho, deberían ser —entre otros— parte de esa plataforma común.

7. España es el 40% de la ayuda oficial al desarrollo que recibe América Latina. Operamos en toda la región con programas país para millones de ciudadanos. Pero debemos ir más allá. España debe abrir sus puertas a la emigración latinoamericana cuando Estados Unidos eleva muros o millones de latinoamericanos huyen de la miseria sin vida ni futuro. Para España es una inmigración fantástica. Hablan nuestro idioma, tienen alto nivel educacional y el mismo sustrato cultural. Su adaptación es extraordinaria y los necesitamos. En este sentido, España debería liderar la supresión de la visa europea a algunos de los países que todavía la sufren, como Ecuador, a pesar de que viven con nosotros casi 200.000 ecuatorianos.

La primera reunión de la nueva ministra con los embajadores en Madrid fue con los representantes diplomáticos de América Latina y trató con ellos nuestro marco de relaciones. Buena señal y espero que buen comienzo.

Publicado en Tribuna, El País, 6/03/2020