Leo habitualmente a José María Ruiz Soroa con admiración. El día 27 lo hice con sorpresa por los comentarios que publicó sobre mi artículo 'Idioma y nación', (EL CORREO, 26-5-10). Sin ánimo de polémica, quiero hacerle tres precisiones.
Primera: Censura Soroa mi aprecio por el bilingüismo catalán, fruto, dice él, de una política dirigista e impositiva. Considera que Cataluña «disfruta del bilingüismo porque se reprime la libertad lingüística». Son comentarios que me resultan más propios de titulares de 'El Mundo' que de la moderación de juicio que caracteriza a mi interlocutor. Acepto que en la política lingüística ha habido errores y excesos muy propios de los fundamentalismos nacionalistas. Pero lo que hoy podemos valorar es que, en general, Cataluña ha conseguido que prácticamente la totalidad de la población catalana domine ambas lenguas.
Que el catalán y el castellano sean lenguas comunes y usadas libre e indistintamente en Cataluña me parece, efectivamente, una gran cosa. Lo mismo pienso de Galicia, o de Baleares, o de Valencia. Que los niños no se separen en los colegios en comunidades lingüísticas distintas en función del idioma que utilicen en la enseñanza me parece muy bueno. Que los hijos de los inmigrantes murcianos o andaluces en Cataluña hablen catalán y castellano indistintamente ha igualado en términos reales su condición de ciudadanos respecto a quienes esgrimían su condición de catalanohablantes para acceder al trabajo, o para ejercer funciones públicas, entre otras muchas cosas. Que en el mercado, en los despachos, en el trabajo, etcétera, la gente hable los dos idiomas con naturalidad y con el mismo afecto me resulta envidiable. A todo eso le llamo yo un bilingüismo integrador «que disfruta» la mayoría de la población catalana.
Segunda: Señala Ruiz Soroa que «(
) no tiene ningún sentido exigir a los vascos monolingües que aprendan una segunda lengua común (se refiere al euskera), cuando ya poseen una primera que lo es». Lejos de mí cualquier exigencia, aunque reconozco -y me autocritico por ello- que en el sector docente la euskaldunización fue acelerada y produjimos injusticias personales. Pero de esa idea tan liberal se desprenden consecuencias conflictivas de alta tensión. De entrada, porque implica el rechazo a toda política de fomento del euskera, y por tanto se opone a todo lo que desde el comienzo de la Transición hemos hecho por consenso en esta materia. Sobrarían así también todas las políticas lingüísticas en la educación, en la Administración, en la Universidad
¿Cómo resolver entonces los problemas derivados del ejercicio del derecho a usar una de las dos lenguas oficiales de la comunidad? ¿Cómo interpretar y atender entonces el deseo, muy mayoritario de los padres del País Vasco, de educar a sus hijos en el dominio de las dos lenguas?
Tercera: Por supuesto que entre Bélgica y el País Vasco hay enormes diferencias, pero la descripción de la crisis política belga enmarcaba la reflexión sobre bilingüismo, como un recurso literario sin más pretensiones. Extraer de ello mi supuesta ignorancia de las diferencias sociolingüísticas entre belgas y vascos me parece bastante injusto, por no decir oportunista.
Me sorprende, por último, que la reconocida erudición del señor Ruiz Soroa no aprecie la importancia de la integración lingüística en aquellas comunidades en las que el nacionalismo esgrime el idioma que llama propio como principal seña identitaria de un proyecto independentista. Siempre he pensado que quitar la etiqueta política -nacionalista, por supuesto- al euskera nos ayudará a la convivencia entre las identidades políticas vasca y española que conviven en Euskadi. Que el uso del euskera no sea patrimonio exclusivo de quienes se dicen o se sienten nacionalistas objetivamente ayuda a superar uno de los factores con mayor carga sentimental de división entre vascos. Que el euskera sea reivindicado como un idioma común, de todos, y como una lengua de España integra a Euskadi en España y consolida su vía autonomista.
Se despide el señor Soroa -desanimado, dice- porque interpreta que, al parecer, mis viajes no me han curado de localismos cegatos. Me gustaría tranquilizarle asegurándole que jamás he sufrido de tal mal. Mucho me temo, sin embargo, que quienes sí lo sufren van a empeorar gravemente leyendo sus opiniones sobre las lenguas en nuestro país.
El Correo, 31/05/2010