16 de agosto de 2017

Una revolución frustrada.

 
Conozco lo que está ocurriendo en Venezuela. He estado allí presidiendo una delegación del Parlamento Europeo. Mantengo contactos frecuentes con la oposición y también con el Gobierno y con representantes chavistas. Estoy informado de las mediaciones internacionales y de las gestiones de países de la región para encontrar una salida pacífica y democrática a la crisis. Mi pronóstico es pesimista. Al enfrentamiento entre dos legitimidades democráticas producidas por las elecciones presidenciales que ganó Maduro en 2013 y por las legislativas de 2015 que ganó la MUD (la oposición unida en una plataforma antigubernamental) se ha sumado ahora un nuevo conflicto institucional entre la Asamblea Nacional (el poder legislativo natural) y la Asamblea Constituyente, elegida el pasado 30 de julio e instalada físicamente en el mismo edificio que el Parlamento.

Es un enfrentamiento a muerte y desgraciadamente no es un eufemismo. Es más, la crisis parece irrefrenable si hacemos caso a los que piensan que el chavismo no aceptará la alternancia democrática, basando tan grave acusación en que su nomenclatura, es decir, los miles de dirigentes de ese partido-movimiento temen la cárcel o el exilio si la oposición toma el poder. Es por eso que estamos asistiendo a un conjunto de argucias antidemocráticas como la convocatoria de una Asamblea Constituyente que viola en fondo y forma las reglas electorales y a una represión sistemática y masiva de la oposición y de las libertades. Con la bandera de su revolución bolivariana como estandarte, el chavismo va camino de negar la alternancia democrática y dejar el país a expensas de cualquier golpe mientras el pueblo se hunde en la miseria.

Pero, ¿de qué revolución hablamos? Hubo una revolución con Chávez cuando el barril del petróleo cotizaba a 140 dólares que permitió una política social expansiva en los barrios pobres y a la población desfavorecida. Quienes habían estado marginados por décadas en un país tan rico como desigual se hicieron chavistas de por vida. Pero fue una revolución de corto recorrido, bienintencionada, pero de cartón-piedra. No era sólida, era populista, como se dice ahora. La verdadera revolución debiera haber sido estructural para modernizar el país, para renovar su aparato productivo, para crear estructuras económicas diversificadas al petróleo, para consolidar su sistema fiscal y mejorar sus ingresos; para mejorar el nivel educativo de su población, para hacer más fuerte al Estado y a sus servicios básicos, la educación, la sanidad, etc. Siempre he creído que la revolución pendiente en América Latina era más democracia y más igualdad social, es decir, más socialdemocracia que comunismo.
Por eso, cuando el barril cayó a 40 dólares hace ya unos años, la revolución se hundió y el país entró en bancarrota con una inflación galopante y una serie de decisiones del Gobierno de Maduro cada vez más equivocadas hasta el punto de hacer necesario hoy un durísimo plan de estabilización de cerca de 100.000 millones de dólares de ayuda que solo se la prestarán organismos internacionales cuando se articule la salida política democrática.
¿Puede hablarse seriamente de revolución cuando la población malvive, faltan alimentos y medicinas y casi medio millón de venezolanos pasan la frontera colombiana todos los días para comprarlos? ¿Qué revolución es la que obliga a llevar bolsas de billetes a comprar el pan con una inflación de 4 dígitos al año, y que como bien sabemos afecta y empobrece a los más pobres?

El otro gran fracaso de esa revolución es su tentación antidemocrática y su recurso a la represión de las libertades. La izquierda no puede construir su proyecto en dictadura. Es un antagonismo insostenible, no hay socialismo sin libertad. Envolverse en la bandera de la patria y de la revolución para negar las libertades y evitar la alternancia democrática es un recurso inadmisible y falsario. Acusar a la oposición de «derecha traidora», cuando ente los 28 partidos que la componen hay un abanico ideológico que va desde la extrema izquierda a la derecha tradicional, es pura demagogia. Encarcelar a alcaldes, líderes de la oposición, y centenares de manifestantes, es abuso de poder e intolerancia a la libertad. Es negar la posibilidad de que un día el pueblo te eche.

Hoy el régimen está blindado por los militares. Hemos censurado las dictaduras militaristas de derechas en múltiples países y ocasiones. Pero cuando los militares sostienen un régimen supuestamente de izquierdas y ejercen la represión sobre el pueblo, no son menos censurables ni menos dictaduras.

Solo hay una salida para Venezuela. Se llama democracia. Es decir, que el pueblo hable. Eso supone que un pacto entre gobierno y oposición, facilitado y garantizado por una mediación internacional, probablemente de los países de América Latina, cuyo contenido principal sea un calendario electoral para celebrar las elecciones locales, regionales, y presidenciales en los próximos meses. Supone también que no haya procesos penales al pasado y que todos los partidos con todos sus líderes en libertad, puedan concurrir a elecciones con observación internacional. Además, Venezuela necesita ayuda humanitaria internacional y un urgente plan de estabilización económica que ponga en orden su macroeconomía. Mientras, nosotros debemos acoger y regularizar en España a los más de 5.000 jóvenes venezolanos que huyeron de aquel país sin futuro y que nos piden el mismo trato que Venezuela dio a cientos de miles de españoles a lo largo del siglo XX, especialmente después de la Guerra Civil del 36.
 
Publicado para El Correo, 15/08/2017.