28 de octubre de 2021

De la revolución a la tiranía

Nicaragua está llamada a votar el 7 de noviembre en unas condiciones democráticamente inaceptables. No hay por quién votar. No hay porqué votar. 

Entré en la cárcel del Chipote en enero de 2019, unos meses después de la revuelta social de abril de 2018 en Nicaragua en la que murieron más de trescientas personas. El primer preso que vimos llevaba meses encerrado en una celda con un pequeño tragaluz, sin salidas al patio y sin visitas. Se abrazó a nosotros, nos pidió una Biblia y una bombilla. Se llamaba Miguel Mora, periodista, acusado de incitación al terrorismo. Fue liberado un año después. Hoy ha vuelto a ser encarcelado en una nueva cárcel del Chipote, ante las elecciones presidenciales del próximo 7 de noviembre. Su nuevo delito: atreverse a ser candidato.
Junto a él están encarcelados aproximadamente 150 líderes políticos y sociales del país. Entre ellos siete candidatos presidenciales que pretendieron disputar la presidencia al comandante Ortega, el viejo líder sandinista de aquella revolución triunfante contra el dictador Somoza en 1979. El joven revolucionario de entonces hoy es un viejo dictador, un tirano. 

Cuando finalizaba la visita de observación internacional que el Parlamento Europeo hizo a Managua aquel mes de enero de 2019 mantuvimos una tensa, pero cordial, entrevista con el presidente Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. Le expusimos nuestras denuncias, le pedimos la libertad de los presos, le aconsejamos serenar y consensuar el país... le exigimos elecciones libres. Su respuesta fue una confusa acusación a Estados Unidos de todos los males de su país. La vieja atribución a los yankis de todas las responsabilidades, el chivo expiatorio que buscan todos los dictadores para ocultar las suyas. Como los militares argentinos que invadieron las Malvinas para ocultar sus crímenes y la ruina económica del país. 
Nuestra visita abrió un horizonte de negociación hacía un proceso electoral democráticamente aceptable. La comunidad internacional presionaba hacia unas elecciones libres en 2021. Hasta que Ortega y su Frente Sandinista intuyeron que podían perder y aquí se inició una nueva ola represiva que ilegalizó partidos, cerró periódicos y medios de comunicación hostigó a líderes campesinos, sociales y estudiantiles y finalmente encarceló, con acusaciones delirantes, a todos los candidatos a la presidencia.

 Hoy siguen en la cárcel la mayoría de ellos, en arresto domiciliario (la señora Chamorro) o en el exilio. Las organizaciones internacionales de derechos humanos fueron expulsadas del país, los obispos son acusados de terroristas, algunas embajadas han tenido que retirar su representación por las ofensas recibidas (como la española), líderes históricos del país permanecen en el exilio (como Sergio Ramírez), no hay libertades ni pluralismo político. Una Policía del Frente, paralela a la oficial pero sin control, siembra el miedo y la coacción por doquier y miles de líderes, mediáticos, sociales y políticos, han tenido que abandonar el país. Esta es la Nicaragua de hoy y la que está llamada a votar el próximo 7 de noviembre, sin observación electoral internacional y en unas condiciones democráticamente inaceptables. Una farsa. No hay por quién votar. No hay porqué votar. 

Nicaragua es un pequeño país de esa Centroamérica marginada y torturada por su historia y su pobreza. Yo añadiría también por sus dirigentes. Honduras, Guatemala, El Salvador, junto a Nicaragua, son países que encontraron la paz a sus guerrillas y a sus conflictos internos en los Acuerdos de Esquipulas (1985) pero, desgraciadamente, no encontraron el progreso y el bienestar. Ahora, algunos de ellos están en manos del narcotráfico, de populistas o de simples dictadores. 

Nadie se preocupa por ellos. La comunidad internacional, Estados Unidos principalmente, mira a sus masas migratorias, hacia río Grande y poco más. Pero Nicaragua es un país que suscitó la solidaridad de cientos de europeos que se unieron a la guerrilla contra Somoza. He conocido a varios de ellos que hoy lamentan que aquel movimiento insurgente cargado de épica de justicia y libertad se haya convertido en una maquinaria represora y que su líder sea una réplica del viejo caudillo. 

Las democracias pueden definirse de muchas maneras. Hay una que es simple pero rotunda: Es la aceptación de la derrota, la admisión de la alternancia política. Es el reconocimiento de que el pueblo vota en libertad y al hacerlo puede poner fin a tu poder. Por eso, tienen razón los que dicen que no hay que poner calificativos a la democracia. Tampoco a las dictaduras. Por ser de izquierdas, las dictaduras no dejan de serlo. Al contrario, prostituyen la izquierda, la destruyen al pisotear la libertad. Ningún ideal de justicia y de igualdad social puede sostenerse negando las libertades y el pluralismo político. Ya lo dijimos algunos en el eslogan de nuestro primer congreso en democracia: «Socialismo es libertad».

Publicado en El Correo y Diario Vasco 28/10/2021

20 de octubre de 2021

Avanzan, pero nunca llegarán.

Positivo, aunque insuficiente. Ese sería el análisis más objetivo, más equilibrado de la reciente declaración de Otegi-Sortu, para conmemorar el décimo aniversario del fin de la violencia. Entre las valoraciones extremas de ese comunicado, las que consideran que ha sido un paso histórico y las que lo desprecian, creo que el término medio es el más justo y el que contempla con más precisión su significado.

Es positivo porque nunca habían llegado tan lejos: “Queremos trasladarles (a las víctimas) nuestro pesar y nuestro dolor por el sufrimiento producido”. Realmente no es la primera vez que lo hacen, pero nunca lo hicieron tan solemne ni tan expresamente. El día y el lugar elegidos y la forma en que lo expresaron añadieron simbolismo y cierta sinceridad al reconocimiento del daño causado.

“Nunca debió haberse producido”. ¿Es esto una condena? No, no llega a tanto, aunque sí es una autocrítica, que, sin embargo, ya fue introducida en el comunicado de ETA de 2018, cuando anunciaron la disolución de la banda. “ETA reconoce la responsabilidad directa que ha adquirido en ese dolor y desea manifestar que nada de ello debió producirse jamás o que no debió prologarse tanto en el tiempo”. (abril 2018)

Como verán, esto ya estaba dicho, pero eso no quita que tenga un valor hacerlo, en una cumbre de la izquierda abertzale, aunque sea tan tarde. El significado político más relevante es la confirmación de una paz que resulta irreversible.

Puede que el objetivo de Sortu sea reforzar su legitimidad política y abrir así expectativas de gobierno y de poder que estaban cerradas por las exigencias éticas no cumplidas. Pero, incluso en ese caso, tranquiliza saber que su apuesta política, tan tardía como forzada por su propia derrota, es bienvenida.

Este es el sentimiento mayoritario de la sociedad vasca cuando ve y lee este tipo de declaraciones. La paz se ha asentado en nuestras calles y en nuestras vidas de una manera rápida y sólida. En poco tiempo, nos hemos acostumbrado a está normalidad maravillosa que nos fue arrebatada a lo largo de casi toda nuestra vida.

¿Es suficiente? En mi opinión no lo es. Falta el reconocimiento de que matar estuvo mal. Falta un reconocimiento político de que la lucha armada nunca fue necesaria y que su verdadero error político y moral fue combatir a sangre y fuego a la democracia, al autogobierno, al pluralismo y al pueblo. Falta reconocer la injusticia de aquella opción. Falta asumir la culpa y la responsabilidad del daño causado a tantos inocentes y falta hacerlo con claridad y sin escudarse en la vieja filosofía del conflicto. Falta decir “Matar estuvo mal”.

¿Pueden llegar a este punto? Es muy difícil porque supone una enmienda a la totalidad de toda su historia. Representa un reconocimiento de que sus crímenes y su propio dolor no sirvieron para nada. Algo parecido a lo que respondieron algunos “provos” (militantes del IRA) cuando sus dirigentes les explicaron los acuerdos del “Good Friday” (GFA) “¿Se nos está diciendo que, visto lo visto, nunca deberíamos haber emprendido la lucha armada?”

Pues eso.

Publicado en  Huffington Post, 20/10/2021

13 de octubre de 2021

Fin de ETA: 10 años que transformaron nuestro mundo.

Han pasado ya 10 años desde que ETA anunciara “el cese definitivo de su acción armada”. Fue una tarde memorable. Estábamos en Vitoria e íbamos a iniciar un debate electoral con Alfonso Alonso (PP) y Emilio Olabarría (PNV). Decidimos suspenderlo y tomarnos unas cervezas con los asistentes. Siempre creímos que un día así nunca llegaría. Unos años más tarde, en mayo de 2018, anunciaron la disolución de la banda. Se cumplían 50 años de su primer atentado mortal, el guardia civil José Pardines, asesinado por Txabi Etxebarrieta en Aduna (Tolosa), verdadero comienzo de la historia criminal de ETA.

Al comienzo de esta tragedia, muchos creyeron que había razones para su lucha. Fue el primero de muchos errores. Nunca lucharon por la democracia española. Es más, luego la combatieron a sangre y fuego. Pero, aunque la democracia hubiese sido su razón política, nunca hubo razones para matar. Nunca, ninguna. De aquellos polvos vinieron luego grandes lodos. Su origen fue un fanatismo nacionalista, construido sobre una patria mitológica y una identidad etnicista excluyente. Situarlos en el marxismo-leninismo fue también equivocado. Creer que su lucha era revolucionaria engañó a demasiados, demasiado tiempo.

Su error, su inmenso error, fue despreciar la enorme generosidad de la amnistía, que no dejó ni uno solo de sus presos en la cárcel y las enormes avenidas de libertad y de autogobierno que configuraron la Constitución y el Estatuto de Gernika a finales de los años setenta. Desprecio agresivo y brutal porque su estadística asesina es elocuente: 74 asesinatos entre 1968 y 1977 y casi 800 entre 1978 y 2011, con particular incidencia en los años 1978 a 1984 con 390 asesinatos.

Nunca se les ha llamado así, pero ETA fue, objetivamente, una organización golpista durante los años de construcción democrática de España. Sus intencionados ataques a mandos militares y a políticos y guardias civiles, día sí, día también, buscaban objetivamente provocar a los aparatos fácticos del Estado, en una espiral “acción-represión” en la que, desgraciadamente, también cayó una democracia débil, asediada y demasiado aislada en el País Vasco de entonces.

El gran salto de paz lo dimos con el Pacto de Ajuria Enea. Otorgar al nacionalismo vasco el liderazgo en la deslegitimación social de la violencia (Ardanza: “No compartimos con ellos ni métodos ni fines”), e introducir en el país una nueva línea divisoria entre demócratas y violentos que sustituyó a la nefasta separación entre nacionalistas y no nacionalistas, fue definitivo en la superación del magma social que promovía o amparaba la violencia. Aquel Gobierno de coalición, PNV-PSE (PSOE), construido en gran parte sobre la generosidad socialista, inició otra etapa que resultó clave en la derrota final del terrorismo.

Durante muchos años la democracia permitió la coexistencia del brazo político de la banda, creyendo y esperando que la violencia desaguara a la política. La disolución de ETA Político-militar a comienzos de los años ochenta y la creación de Euskadiko Ezkerra (gracias a Mario Onaindía, Juan María Bandrés y Juan José Rosón) animaron esta convicción. Hasta que descubrimos que esa confianza era ingenua. En 2002, fruto del Pacto antiterrorista, decidimos ilegalizar su partido y su entorno social. Rectificar fue un acierto. La experiencia nos había demostrado que aprovechaban los espacios legales para retroalimentar y reforzar socialmente su violencia. De hecho, la ilegalización y la persecución judicial de su entorno ayudó a que emergiera en Batasuna una fuerte corriente política interna que reclamaba el fin de la violencia, antes de que esta arruinara su causa. Ellos ayudaron también a buscar el final.

Han pasado muchos años y mucho sufrimiento, pero el final ha sido extraordinario. Mirando atrás, con la perspectiva de estos 10 años que han hecho irreversible la paz, nadie puede dudar de que la democracia española también superó este difícil reto. No hubo concesiones políticas. Sus presos cumplen sus penas y las víctimas ocupan la centralidad del relato. Ningún país de los que han sufrido fenómenos semejantes ha logrado un final tan limpio, tan rotundo, sin perjuicio ninguno a la justicia y al Estado de derecho. Que su entorno político participe de la democracia y de sus instituciones es la mejor manifestación de nuestra superioridad moral. “O votos o bombas”, decía Alfredo Pérez Rubalcaba, con esa inteligente sencillez con que resumía ideas complejas. Su renuncia a la violencia les otorgaba el derecho a la representación política que obtuvieran con sus votos. Por eso, resulta lamentable que algunos se empeñen en conceder a la violencia un triunfo que nunca obtuvo y devaluar, o peor, cuestionar así, la victoria de la democracia sobre el terror.

Otro de los grandes mitos de esta tragedia es la que atribuye a la sociedad vasca la victoria sobre ETA. Realmente tenemos que reconocer que la reacción social a la violencia fue tardía y débil. Muchos vivimos la soledad de las víctimas y la frialdad política y eclesiástica del país durante muchos años como para poder decirlo. La reacción social contra ETA comenzó realmente en julio de 1997 cuando secuestraron y mataron a Miguel Ángel Blanco y se organizó en defensa de las víctimas con la creación del ¡Basta Ya! a principios del nuevo siglo. Fue importante en la fase final de la violencia, pero a ETA la venció la policía, desarticulando sus comandos y sus cúpulas, y convenciéndoles así de la imposibilidad de su triunfo y por tanto de la inutilidad de su lucha. En ese contexto, la aparición del terrorismo yihadista, el fin de la violencia en Irlanda, la presión interna de sus cuadros políticos y una escenificación internacional hábilmente gestionada por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y Rubalcaba, hicieron el resto.

Hoy el País Vasco vive relajado y feliz. Tal y como pensábamos muchos, la pulsión radical se ha atenuado. El nacionalismo es mayoritario, pero su mayoría está limitada por la moderación y condicionada a su pragmatismo. Los sentimientos identitarios siguen siendo muy fuertes, pero la pretensión independentista se ha reducido al 20% de la población, algo menos de la mitad de lo que las encuestas mostraban hace 10 años.

Cabe preguntarse para qué tanta tragedia. En No digas nada, una buena fotografía literaria del terrorismo irlandés, Patrick Radden narra el momento en el que los dirigentes del IRA dan cuenta a sus militares de los Acuerdos de Viernes Santo. Dolours Price, una de las históricas militantes, pregunta finalmente: “¿Se nos está diciendo que, visto lo visto, nunca deberíamos haber emprendido la lucha armada?”. Los paralelismos son evidentes.

Al final de Patria, una excelente novela de Fernando Aramburu y una buena serie de televisión, las dos mujeres protagonistas de la historia, la viuda del asesinado y la madre del etarra, amigas antes y enemigas después, se cruzan en la plaza del pueblo, a la salida de misa, y se dan un abrazo. Es un abrazo ligero, tenue, casi obligado por el encuentro fortuito. Parece un abrazo de reconciliación, de perdón, pero no llega a tanto. Sin embargo, expresa bien dos sentimientos que inundan la sociedad vasca a los 10 años del final del terrorismo. De una parte, cierta generosidad que impregna el corazón de la mayoría, deseosos de construir una sociedad que supere las heridas abiertas por esta tragedia de cuarenta años. De otra, el olvido, la huida del pasado, una especie de fuga hacia el futuro que aleje de nuestros recuerdos tanta desgracia y tanta culpa. Nadie quiere responder esta pregunta tan incómoda que —desgraciadamente— nuestros hijos no nos hacen: ¿cómo fuisteis capaces?

Publicado en El país, 13/10/2021