10 de abril de 2025

¿Campeones nacionales?

Hay guerras más trascendentes que la de los aranceles. En la batalla de las tasas a las exportaciones a EE UU en la que nos ha metido Trump no nos jugamos el futuro. Es grave, por supuesto, altera bruscamente el comercio internacional basado en reglas y seguramente elevará precios y nos empobrece a todos. Pero de este conflicto, con más o menos daños, se sale.Lo que verdaderamente fija nuestro lugar en el mundo y el grado de riqueza y bienestar social de nuestras sociedades es la guerra tecnológica. Cuál es nuestro grado de desarrollo tecnológico, en qué nos especializamos, cuál es el nivel de digitalización, de Inteligencia Artificial o de tecnología cuántica que incorporamos a nuestros procesos productivos, esos son los parámetros que determinarán la productividad y nuestro nivel de desarrollo económico en el futuro, en este siglo de innovaciones trepidantes.

En Europa hay talento, hay cientos de centros de investigación de alto nivel, hay recursos públicos importantes, tanto europeos como nacionales y regionales, y hay base tecnológica suficiente para estar en el triángulo de cabecera del mundo, junto a Estados Unidos y China. ¿Qué falla? La dimensión y la fractura nacional de todo ese espacio de I+D+i. Los objetivos, la especialización tecnológica y otros muchos factores de esa planificación están definidos por planes nacionales y muchas veces incluso regionales. No hay economía de escala, no hay coordinación suficiente y perdemos las carreras de la innovación y la investigación frente a gigantes tecnológicos, amparados en sistemas financieros más flexibles (EE UU) y más comprometidos con esos objetivos (China). Lo grave, además, es que los avances y las transformaciones tecnológicas se están produciendo a velocidades inimaginables hace solo unos pocos años.

Cuando Mario Draghi nos advirtió de que las principales empresas del mundo en computación cuántica son norteamericanas y chinas, o cuando nos alertó sobre el hecho de que solo cinco de las cincuenta empresas tecnológicas más importantes del mundo son europeas, y cuando nos expuso otras preocupantes estadísticas de parecido tenor, lo que nos estaba diciendo es que no podemos ganar estas carreras siendo tan pequeños y estando tan desunidos y descoordinados. Esa era la esencia de su mensaje.

Pasa lo mismo con el tamaño de nuestras empresas. Todos los países europeos tenemos nuestros respectivos campeones nacionales en banca, 'telecos', energía, constructores ferroviarios, motores, obra pública, seguros, etcétera, pero no tenemos campeones europeos, capaces de competir con el resto del mundo. Solo hay un sector económico en el que tenemos un verdadero y único campeón europeo y por ello competidor mundial: la aeronáutica.

La dimensión de nuestras grandes empresas es minúscula en comparación con los grandes líderes empresariales chinos o estadounidenses y eso nos hace inferiores frente a ellos en capacidad de innovar y en financiación y nos elimina en grandes concursos públicos internacionales. Pero cuando hablamos de unificar bancos, constructores o 'telecos' surgen, como un resorte imparable, los intereses nacionales y seguimos cómodos en nuestras pequeñas ligas nacionales.

Traslademos ahora este debate a la defensa o a la seguridad, como le gusta llamarla a nuestro Gobierno. Toda la inmensa tarea que nos imponen las dramáticas circunstancias que vivimos en Europa pasará por armonizar nuestros sistemas militares y por reestructurar nuestra industria bélica para abastecer con autonomía estratégica y soberanía tecnológica a nuestro futuro ejército europeo. Costará dinero y años, muchos años, y costará hacerlo y hacerlo bien. Pero ¿seremos capaces de unificar nuestras factorías militares y nuestros armamentos y coordinar la investigación tecnológica que, indefectiblemente, habrá que lograr para ser mínimamente eficaces? De no hacerlo, no seremos tenidos en cuenta, ni siquiera para disuadir a nuestros enemigos.

La clave para todos nuestros retos es la integración. Más integración quiere decir más delegación de competencias de la nación a Europa, menos soberanía nacional, menos intereses nacionales y más decisiones europeas pensadas por y para veintisiete, al igual que lo hacen Estados Unidos o China.En el comercio decide Europa, porque es la Unión la que tiene la competencia, pero en la investigación, en la defensa, en la unión y fusión de grandes compañías (en la búsqueda por tanto de campeones europeos en todos los sectores económicos), en la energía, en el mercado de capitales, en la unión bancaria, en muchas cosas de las que dependemos y cuya competencia es nacional, solo una Europa integrada podrá ganar las batallas del futuro.

No es casualidad por eso que en Europa se diga con tanta frecuencia una frase que expresa bien la síntesis de este artículo: «En Europa solo hay dos tipos de países, los que saben que son pequeños y los que no lo saben».

Publicado en El Correo 10/04/2025

24 de marzo de 2025

¡Es la democracia, ciudadanos! ¡Es Europa, compatriotas!

Trump ha entrado como elefante en cacharrería en la crisis democrática y en un mundo desordenado y ha acelerado las tendencias de fondo llevándolas hacia su paroxismo, hacia sus más peligrosos y temibles efectos.


¿Cómo hemos llegado a esto? Es una pregunta que nos hicimos muchas veces, en los momentos más trágicos del terrorismo de ETA, cuando creíamos que no había esperanza. ¿Cómo fuisteis capaces? Fue la pregunta de las generaciones de posguerra en Alemania a sus padres, culpables la mayoría del horror del nazismo. Pienso en la pregunta que nos harían nuestros hijos y nietos si, en este brusco amanecer de un mundo nuevo, destruimos nuestras democracias y dejamos desaparecer a Europa.

¿Es para tanto? ¿Tan graves son los riesgos? No es solo Trump. No es solo Ucrania y la guerra. Son corrientes de fondo que atraviesan las actitudes y los sentimientos de muchos de nuestros conciudadanos. Son cambios geopolíticos profundos que golpean el mundo desde la caída de las Torres Gemelas. Es la desconfianza y la incertidumbre, es el malestar ciudadano y el deterioro de las instituciones, que fragmentan y polarizan los sistemas políticos y debilitan peligrosamente las democracias. Son las redes sociales, tomadas al asalto por oligarcas tecnológicos y poderes ocultos para manipular y desacreditar la información veraz y el edificio deliberativo público. Es una globalización desgobernada que implosionó en la crisis de 2008 y en la pandemia. Es un desorden internacional que se viene gestando desde hace años que devalúa los acuerdos y las organizaciones multilaterales y camina hacia una multipolaridad incierta y temible.


Trump ha entrado como elefante en cacharrería en esa crisis democrática y en ese mundo desordenado y ha acelerado esas tendencias de fondo llevándolas hacia su paroxismo, hacia sus más peligrosos y temibles efectos.

En primer lugar, porque él representa la más abyecta expresión antidemocrática al no aceptar la derrota en 2020 y pretender evitar la toma de posesión del legítimo ganador electoral en aquella ocasión.

En segundo lugar, porque todos sus actos están preñados de desprecio a la separación de poderes, devaluando el legislativo y desobedeciendo al judicial. Un poder ejecutivo rotundo, simbolizado por ese rotulador que firma decretos ejecutivos en su despacho, indultando a golpistas, imponiendo aranceles, expulsando inmigrantes, cerrando agencias gubernamentales o despidiendo funcionarios, sin controles parlamentarios ni filtros de legalidad.

También porque ha incorporado a las máximas esferas del gobierno a los principales propietarios de las tecnológicas mundiales para construir con ellos y con ellas un mundo a su medida, en el que la utilización de las grandes plataformas tecnológicas de la comunicación y de la conversación pública sean armas de acción política al servicio de líderes e ideas abiertamente antidemocráticas y de estructuras de la desinformación y la mentira. Como bien dicen los carteles de protesta social en Estados Unidos, «a ellos no los elegimos».

En cuarto lugar, porque está destruyendo todos los códigos morales de la dignidad humana, todos los valores y principios que habíamos ido creando en los dos siglos de ilustración y democracia que tienen la libertad, la igualdad y la justicia como corolario de la razón y el pensamiento crítico. Es fácil ver esos signos externos de los que hace gala: el desprecio a los derechos humanos, el negacionismo medioambiental, la vulneración sistemática de los acuerdos y compromisos adquiridos, la presencia religiosa cuestionando la laicidad civil y la aconfesionalidad del Estado, la ausencia de toda compasión humana en sus decisiones, el rechazo a principios y exigencias de sostenibilidad y de responsabilidad social de las empresas… Todos ellos y muchos más representan una regresión reaccionaria sobre los valores morales y las conquistas sociales de la modernidad.

Luego, porque los teóricos e ideólogos de su proyecto, reivindican la superación de la democracia como un sistema lento, complejo e ineficaz para la gobernanza del mundo de hoy y están reclamando un CEO-Presidente para las empresas-país, un «hombre fuerte» para el mando, un «monarca moderno» para gobernar el país en tiempos de inmediatez y concatenaciones geopolíticas, proponiendo al mundo la sustitución de los viejos principios liberales por las nuevas reglas de la gestión mercantil y la razón de la fuerza.

También porque su irrupción en la política internacional ha roto con todo lo que habíamos construido en los últimos ochenta años: el derecho internacional, el respeto a las fronteras, el multilateralismo, las organizaciones internacionales… Su expansionismo territorial (Canadá, Groenlandia, Panamá), sus guerras comerciales con el mundo, su «America first» contra todo y contra todos, su abandono de las organizaciones internacionales (OMC, OMS) y de los grandes acuerdos multilaterales climáticos y otros representan el mayor salto atrás que jamás había dado la humanidad.

Después, porque su estrategia para con Ucrania y Europa le ha convertido objetivamente en adversario de nuestros intereses. Humilla a Ucrania, desprecia a Europa y se alía con Rusia, amenazando con abandonar la OTAN y olvidar su compromiso de defensa mutua, precisamente cuando la amenaza rusa se ha hecho más verosímil que nunca. Trump no quiere una Europa unida y fuerte. Nos sanciona comercialmente, margina nuestra política exterior, pretende anexionarse un territorio de uno de nuestros socios, combate nuestros modelos regulatorios, debilita nuestras políticas medioambientales y nos amenaza con abandonar nuestro sistema común de defensa.

Y en último lugar porque, en el fondo, hay una peligrosa convergencia entre el Kremlin y el plan Trump para Ucrania y Europa. Resumidamente, esta convergencia expresa el deseo de Rusia de recuperar su influencia en los países de la vieja URSS, bajo el principio de que «Europa sea compartida por los nuevos imperios», y existe una disposición de los ideólogos de Trump para «dar a Rusia mano libre en el continente», de manera que desaparezca la Unión Europea y sus naciones busquen su acomodo en el nuevo mundo de los grandes imperios.

De manera que sí, es para tanto. Es como para que nos pongamos todos a pensar en ese mundo salvaje que nos proponen, regido por la ley de la fuerza y no la del derecho. Es el «America first», aplicado a cada batalla, sea esta comercial, tecnológica o bélica. Es el mundo que quieren imponernos volviendo a unos marcos (Dios y patria, naciones vasallas y potencias imperiales) superados por la razón y la democracia, por la ley y la ciudadanía, por la laicidad y el globalismo multilateral.

Es para tanto y para más, porque Europa está en peligro. No solo por una defensa unitaria que no tenemos. No solo porque nuestro aliado se convierte en enemigo y nos deja solos.

No solo porque nos amenazan guerras ciertas y países socios a los que debemos ayudar. También porque tenemos que hacer esfuerzos enormes de integración para vencer retrasos tecnológicos que lastran nuestra competitividad, porque tenemos que adoptar acuerdos muy difíciles para asegurar la provisión de recursos básicos, porque tenemos que defender en el mundo nuestros valores, nuestras aspiraciones de un orden internacional en paz, regulado y cooperativo y, en definitiva, porque queremos defender un mundo basado en las ideas de justicia social y derechos humanos.

Si nos quitan Europa, no seremos nada, estaremos solos en un mundo hostil, no podremos comerciar ni asegurar recursos, ni competir, ni progresar. Seremos vasallos de los nuevos imperios. Por eso,

hay que reivindicar Europa más que nunca;

hay que reivindicar una Europa más integrada y unida;

hay que fortalecer la democracia más que nunca y hacerla mejor.

¡Es la democracia, ciudadanos! ¡Es Europa, compatriotas!

Publicado en Ethic.

12 de marzo de 2025

Contradicción insalvable.

La abrumadora mayoría política del nacionalismo (PNV+Bildu) que expresa la ciudadanía vasca en las elecciones autonómicas refleja una voluntad identitaria incuestionable. Es verdad que las elecciones generales dibujan un escenario más atenuado, lo que relativiza mucho esa pulsión nacionalista. Recordemos: la suma de PNV y Bildu ocupa 54 escaños de 75 en el Parlamento vasco y un 68% de los votos escrutados en las elecciones autonómicas de 2024, pero esos mismos partidos totalizaron sin embargo un 48% de los votos en las generales de 2023, con el PSOE como primera fuerza con el 25%.

 Vienen estas referencias a cuento de nuestro eterno debate sobre el ‘estatus’ vasco y las pretensiones, directas o solapadas, de independencia del País Vasco en el mundo que se está dibujando con el señor Trump al mando. Puede parecer oportunista esta conexión, pero me parece totalmente legítimo y necesario abordarla, teniendo en cuenta que tanto el PNV como Bildu tienen fijados sus objetivos estratégicos de esta legislatura en la negociación de un nuevo estatuto que contemple caminos hacia esa independencia, aunque sean graduales o procedimentales. 

Dejo para otros análisis la gravedad de las quiebras que se están produciendo en nuestros parámetros morales y éticos, democráticos y humanitarios, con la irrupción trumpiana, y me centraré simplemente en lo que está sucediendo en el marco geopolítico, no solo por la influencia del nuevo presidente estadounidense, sino por los efectos que generó la pandemia años antes, haciendo saltar por los aires las bases de una globalización desordenada y desgobernada. 

Basta seguir las informaciones diarias para comprobar que lo internacional ha penetrado en nuestros análisis y que todo, absolutamente todo, depende de acontecimientos que vienen de fuera de nuestra pequeña aldea. Afortunadamente, la centralidad informativa que fuimos en tiempos trágicos ha desaparecido. Nuestro debate político interno, incluido el que surge de nuestro Parlamento vasco, palidece ante la dimensión no solo de la política nacional española, sino que resulta anecdótico y banal ante la gravedad de los retos europeos, en un mundo cada vez más hostil y cada vez más competitivo con nuestros intereses. 
Todos los días comprobamos que las grandes decisiones empresariales dependen de centros de poder y de intereses económicos y tecnológicos que son ajenos a los nuestros. En nuestras familias se producen exilios laborales forzosos, porque los salarios, las posibilidades profesionales y las aspiraciones de nuestros licenciados les llevan hacia capitales (no solo Madrid) que atraen el talento y concentran las sedes directivas de las compañías. Las decisiones que determinan el horizonte estratégico de las empresas –la financiación, el coste de la energía, la normativa del mercado interior– sitúan nuestro entramado económico bajo dependencias nacionales o europeas como mínimo. Todo el debate sobre la autonomía estratégica, el que afecta a las cadenas de suministro, al transporte internacional, a los materiales críticos, al suministro de bienes esenciales, a las condiciones del mercado internacional (tasas y gravámenes de exportación) tan de actualidad desgraciadamente, todo eso y mucho más depende de nuestro lugar en el mundo.

¿Y cuál es nuestro lugar? Es Europa. Estamos en el mapa con España y en Europa. No hay otro lugar y somos muy poco. Europa es pequeña en el mundo de los nuevos imperios que se reparten minerales, energía, comercio, tecnología, y que quieren convertirnos en vasallos y siervos de los poderosos, ya lo sean por su población, por su extensión, por sus riquezas, por su economía, su liderazgo tecnológico o su poder militar y nuclear. 
Trump ha roto el tablero de nuestro viejo mundo, nuestra seguridad, nuestras alianzas, y nos impone un campo de juego salvaje, con amenazas bélicas, sanciones comerciales, ‘gaps’ tecnológicos y competencia normativa e ideológica. Estados Unidos, que alentó y ayudó a la construcción de Europa, se ha convertido en nuestro competidor y bien podríamos decir que en nuestro enemigo, si todo sigue así. Puede parecer fuerte este adjetivo, pero su estrategia con Rusia y Ucrania lo acredita. 
Vuelvo al principio. ¿Es razonable pensar en la independencia teniendo en cuenta estos parámetros de nuestra realidad? ¿Tiene algún sentido que el partido en ascenso electoral en Euskadi, el que aspira, legítimamente, a la mayoría y a gobernar nuestro país, tenga un proyecto tan anacrónico como irracional, tan absurdo como perjudicial, en esta Europa de 2025? ¿Seremos capaces de superar esta contradicción insalvable?
Publicado en El correo.