10 de febrero de 2001

Bailando en el "Titanic"

El choque fatal con el iceberg oculto está a punto de ocurrir, o quizá ya ocurrió, pero seguimos bailando despreocupadamente en el Titanic. En los inicios del siglo pasado, el símbolo era un transatlántico que cruzaba miles de toneladas a través del océano a velocidad desconocida; en el comienzo del nuevo siglo, el portento es la ubicua, utópica Internet. Ufanos por el prodigio de una tecnología que desafía distancias, comprime el tiempo y ofrece transportarnos a la tierra promisoria de una nueva era -¡la nueva economía!-, seguimos adelante, rebasando todos los límites que exige la navegación y aconsejan la memoria y la prudencia. Tras el fin de la Historia y de las Ideologías, las leyes de la vieja economía ya no rigen, y las fronteras del viejo mundo se desvanecen. Es la metáfora con la que un viejo filósofo polaco, Leszek Kolakowski, advierte a las sociedades avanzadas, despegadas del resto de la flota humana, de su alegre ceguera, de su infantil y exagerada fe en la magia de la globalización y en una Tecnología redentora, olvidando la Historia y desdeñando la Sociedad y la Política, con sus frágiles tejidos y sus delicados equilibrios.

El entusiasmo desmedido por la nueva economía y las nuevas tecnologías, y por la apertura que ha globalizado y desregulado los mercados, acoge desde hace años con alborozo la velocidad a la que se suceden las oleadas de fusiones y adquisiciones empresariales dentro y fuera de nuestras fronteras, la ingravidez de las bolsas de valores y las cifras del empleo creado durante este ciclo expansivo. Los problemas medioambientales, la crisis sanitario-alimentaria, el deshilachamiento del contrato social -el marco social-laboral, fundamento de la cohesión social, que ha estabilizado y protegido la nave durante más de medio siglo-, la fragmentación social-familiar, la inmigración que se nos mete en las bodegas, nos limpia los camarotes y hasta trabaja en la sala de máquinas, todos éstos no viajan con nosotros, son figuras del paisaje exterior, escollos a sortear, nada que ver con el grandioso diseño ni con la impecable maquinaria. Heraldos de un mundo feliz donde la empresa, la economía y el trabajo sin horas ni límites son el centro de la sociedad y de la vida, tripulación y pasaje -de primera, claro- de la nueva economía se congratulan de que no hubo, no habrá, el temido choque (recesión). ¿Alguien se ha preguntado si hay botes salvavidas para todos? Da igual, ¡esto va bien! ¡E la nave va!, se oye, como una exclamación satisfecha de un personaje de Fellini.

Si la Ilustración y la revolución democrática burguesa, el Manifiesto Comunista y el proletariado acompañaron y trataron de dar sentido a la primera Revolución Industrial, la de la máquina de vapor y el ferrocarril, y la socialdemocracia y el socialcristianismo han guiado -al menos en Europa- la construcción del Estado del bienestar que dio sentido a la segunda revolución tecnológica de la electricidad y el automóvil, ¿qué pensamiento está surgiendo para guiar la sociedad de la información, del trabajo en red y de la revolución biotecnológica?

La receta mágica es flexibilidad y desregulación para adaptarse a los imperativos de la Tecnología y la Globalización, verdaderos mantras a los que se fía la dirección del mundo. Máxima flexibilidad para contratar y despedir, con costes mínimos; máxima flexibilidad funcional dentro de la empresa y geográfica para acudir a donde dicte el mercado de trabajo (excepto para la inmigración, claro); mínimos costes extra salariales -reducción de las cotizaciones sociales para mejor competir con los mercados globales- y déficit públicos tendentes a cero o incluso superávit; mínima intervención sindical y reguladora, para que la relación laboral se individualice, liberándose tanto de la negociación colectiva como de leyes mínimas protectoras. La tabla reivindicativa del Mercado y sus exigencias de Flexibilidad y Competitividad es inagotable. Si algo no va bien es, sin duda, porque no hemos dejado suficientemente expedito y allanado el terreno al Deus ex machina (el dios que mueve la máquina) de nuestro tiempo.

El éxito de las cifras de empleo de EE UU sería la prueba del nueve de esta milagrosa receta de los mercados libres (que no son libres porque en ellos se ejerza mejor la libertad y se consiga la igualdad, sino porque están libres de constricción social y política alguna). Solución que se trata de exportar e imponer a Latinoamérica, al Sureste Asiático, a Europa del Este, a la Unión Europea (si se deja) y al mundo entero. No porque represente el único modelo posible, sino porque goza de la fuerza del momento y parece moverse con el espíritu de los tiempos: el de una utopía simple que, al desgajar la esfera de las relaciones económicas de todo contexto social y connotación humana, ha creado una fuerza abstracta, un mecanismo aparentemente perfecto, autorregulado e impulsado por una dinámica propia. Y, por supuesto, porque representa el modelo que interesa y promueve la nación más rica y poderosa de la Tierra. El éxito -más equilibrado y completo- de un modelo bien distinto, el de países como Holanda y Dinamarca (con altas tasas de trabajo a tiempo parcial, con reducidas jornadas de trabajo y redes completas y eficientes de servicios sociales, con pleno empleo y compitiendo bien en la economía global), o los avances de la misma Francia en los últimos años (con su experimentación sociolaboral, que combina reducción de jornada y flexibilidad horaria, reorganización de la producción y competitividad), no existen porque no se quieren ver.

Nuestro país sufre estas tendencias acusadamente. El 32% de los trabajadores españoles son eventuales, y aunque el diálogo social pretende reducir esa tasa, sabemos ya que la fórmula de abaratar el despido fijo se experimentó en 1997 y no ha reducido la temporalidad. Pero al tiempo, continúa imparable el proceso de externalización de la relación laboral, un fenómeno asociado al nuevo capitalismo. Los bancos, las eléctricas, las grandes empresas, siguen prejubilando desde los 50 años y sustituyendo ese empleo fijo por contrataciones eventuales de jóvenes que ganan tres veces menos, a través de ETT o subcontrataciones a empresas con empleo más barato. Cada vez más empresas transforman empleo fijo en falsos autónomos, a los que obligan a darse de alta como tales para poder trabajar, ya sea en una furgoneta de distribución, ya sea en un periódico o en una obra de la construcción. Se mercantiliza así no sólo el trabajo de los autónomos forzosos, muchas veces con la fórmula del teletrabajo, sino también el empleo de la pequeña empresa creada para atender a la grande, de la que, siendo su único cliente, depende totalmente. Este nuevo entramado empresarial-laboral, cuyo crecimiento se ha disparado en los últimos años, se ha estructurado así en aras de la flexibilidad, es más suelto, pero también más frágil que el modelo al que sustituye, y, por ello, más susceptible de desmoronarse como un castillo de naipes ante el primer choque económico serio.

El crecimiento económico y las cifras de creación de empleo del último lustro han contribuido a exorcizar el debate social en España. Es algo de lo que ya no se habla, como si fuera cuestión antigua y no fuera de buen gusto mentarla en el debate político. Pero lo cierto es que el sortilegio de los números de la bonanza económica encubre la mayor polarización de la renta y fragmentación de la sociedad española de los últimos veinte años, pero sobre todo, su mayor inestabilidad. Ocho de cada diez de nuestros jóvenes en activo son eventuales. Cobran bajos salarios, trabajan más horas de las que cobran y como requisito previo para poder trabajar hasta renuncian a los convenios que les aseguran mejores condiciones laborales. Con el crecimiento de la subcontratación y la temporalidad, crece dramáticamente la inseguridad laboral que hace de España -con 1.500 muertes al año en accidentes laborales- el país de Europa con más altos índices de siniestralidad. El dualismo se ha acentuado en todos los planos. En las cifras de paro y en las condiciones de trabajo de las mujeres respecto a hombres (a las que sometemos a la trampa de una jornada laboral pensada para los hombres con retaguardia doméstica femenina, mientras ellas siguen asumiendo en gran parte este papel), de eventuales respecto de fijos (el salario medio de los eventuales es aproximadamente la mitad que el de los fijos para idénticas tareas). Y en el abanico salarial de nuestras empresas (simbolizado por el escándalo de las stock options en Telefónica, pero también por las disparatadas remuneraciones de los profesionales estrella -futbolistas, periodistas y ejecutivos de renombre-), que se ha abierto a ritmo galopante y hasta proporciones inéditas y abusivas. La ratio entre la remuneración de un alto directivo en una gran empresa y su empleado de menor salario es hoy superior a 30. Mientras, un millón y medio de asalariados cobran menos de 100.000 pesetas al mes, y se disputan los puntos porcentuales en las subidas a los funcionarios y a los pensionistas. Y debajo de la pirámide está el submundo dickensiano de la explotación masiva de inmigrantes en los talleres de sudor, cuyo prototipo son los invernaderos de la costa mediterránea.

La flexibilidad que se predica como un bálsamo para la salud en la nueva economía no es de igual aplicación para los trabajadores del conocimiento, como los bautizó Peter Drucker, ejecutivos y profesionales altamente móviles -en todos los sentidos- que llevan consigo sus altas cualificaciones y su saber práctico como un capital portable, que para los empleados contingentes y, por lo tanto, prescindibles, que venden su capacidad manual y mental en tareas rutinarias y estandarizadas (servir comida rápida, limpiar habitaciones de hotel o de familias acomodadas, vigilar establecimientos, etc.). Para los primeros, flexibilidad significa oportunidad de cambio, nuevos retos y promoción profesional; para los segundos, una visita al Inem o a una ETT o buscarse la vida como autónomos -es decir, trabajar más horas sin saber cuánto durará el nuevo sustento-.

La tendencia a la desestructuración laboral y la fragmentación social esta bien documentada por sociólogos y economistas, a tres niveles: 1) la desigual distribución de las ganancias de productividad que permiten las nuevas tecnologías a favor del capital y de las nuevas élites profesionales y financieras; 2) la concentración empresarial y de procesos decisorios, creativos y generadores de alto valor añadido, que incuba el germen de la desigualdad, y 3) su reverso, la desintegración de los mercados laborales, la erosión de la protección laboral y social y la dualización de los servicios públicos (sanidad y educación) según el nivel de renta. Pero estos análisis de la economía y la sociedad informacional, impregnados de un pathos de inevitabilidad sin matices, han sido hechos en la actual etapa de expansión económica impulsada por la tecnología. No sabemos cómo responderán esa economía y esa sociedad novísimas al primer choque serio: un bache económico (recesión), un estancamiento o una crisis más grave. Los sesudos diagnósticos, tan esterilizados de juicios de valor, no vienen con manual de emergencia para el caso de avería en el invento.

E la nave va. No sabemos si el choque ha ocurrido ya, si es inminente o si va a ocurrir siquiera, si la sala de máquinas se ha quedado sin combustible, o tan sólo perdemos velocidad porque hay corriente de proa. Lo que es seguro es que la nave es inherentemente inestable, que su casco no es indestructible, que en el pasaje hay clases (de primera, de segunda y de tercera), que no hay botes para todos y que fuera hace mucho frío. Mientras, en el puente de mando y los salones siguen sonando los valses de Strauss (hoy, con algo menos de distinción, sería La vida loca).

El País, 10/02/2001.Artículo conjunto con Javier de la Puerta y Paco Egea.