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2 de octubre de 2008

CONCILIACIÓN: Una directiva contra el tiempo de vivir

Otros muchos y grandes temas están pendientes de encontrar el equilibrio entre las exigencias de un mercado competitivo y feroz en la globalidad y las múltiples demandas de una sociedad que aspira a valores humanos intrínsecos a su ser: la dignidad laboral, la justicia social, la eliminación de la pobreza y las grandes desigualdades, la sostenibilidad ecológica y otras muchas causas todavía pendientes.

La jornada laboral es uno de esos conflictos irresueltos. Una directiva de la UE pretende facilitar una jornada laboral más extensa, frente a las limitaciones legales o a las concertaciones sociales que establecen jornadas máximas por debajo de las 48 h. semanales en la mayoría de los países europeos. Sin embargo, la sociedad, me atrevo a decir que sin distinción de ideologías o de países, aspira a trabajar menos horas para vivir más y mejor y para conciliar la vida personal y familiar con el trabajo.

Es evidente que hay razones sobradas desde la perspectiva del mercado y de la competencia para alargar las jornadas laborales en Europa. Leí hace unos días un artículo de un experto –socio de una firma de abogados- en el que se explicaba la creciente necesidad de que las empresas europeas "flexibilicen" (curioso eufemismo que se han inventado para decir alarguen, prolongue o amplíen) el tiempo de trabajo. Los argumentos son conocidos: atraer más inversores, competir con países con salarios más bajos y jornadas laborales más altas, respetar el derecho individual de quienes quieran trabajar más, etc. etc. Pero hay poderosas reflexiones sociales que Europa no debería olvidar.

A finales del Siglo XVIII, cuando el escocés Watt descubrió la máquina de vapor y la máquina se introdujo en la producción, la Jornada laboral se redujo de 80 a 60 horas de trabajo semanales. A finales del Siglo XIX, con el descubrimiento del motor eléctrico, la jornada se redujo a 48 horas semanales. Con el fordismo y la producción en cadena a 40 horas, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En España, fue Joaquín Almunia, entonces Ministro de Trabajo del primer gabinete de Felipe González y hoy Comisario Europeo de Economía, el que elaboró y propuso la Ley de las 40 horas semanales en 1983, es decir, hace ahora veinticinco años.

Hay pues una constante histórica en la reducción de la jornada laboral junto a los avances tecnológicos. La mejora de productividad que nos proporcionan los descubrimientos técnicos, la hemos empleado en mejorar la calidad de vida de la humanidad en general y de la población laboral en particular. A finales del Siglo XX se ha quebrado esta constante. La revolución tecnológica actual: microelectrónica, informática, telecomunicaciones, biogenética, etc. que constituyen una combinación exponencial de innovaciones técnicas, muy superior a cualesquiera otras de nuestra historia, está siendo acompañada de una prolongación y extensión de la jornada laboral en una triple paradoja.

La primera nos señala una progresiva ampliación de la Jornada Laboral en el mundo, incluso en aquellos países en los que la Ley ha fijado máximos horarios de jornada. Es una prolongación absurda, ilógica, contraria al sentido del tiempo y de la vida. Pero es también una prolongación paulatina, silenciosa, inexorable. No está amparada por la Ley, ni por el convenio, pero se hace patente en las oficinas de los bancos, auditoras, despachos de abogados o de arquitectos, en las que nuestros hijos, trabajan casi de sol a sol, en jornadas de 12 horas diarias muy frecuentemente.

La segunda paradoja es menos conocida pero no despreciable. Las tecnologías que permiten más flexibilidad y las comunicaciones que permiten más movilidad, están produciendo una invasión laboral de los tiempos y de la vida privada. Hoy nos llevamos el teléfono y el ordenador y con ello nos llevamos la oficina a casa, al fin de semana y a los viajes por el mundo de la economía globalizada. Muchas jornadas laborales se prolongan además por este método invasivo en la vida personal.

Por último, esta prolongación de la Jornada Laboral real en el mundo, se está produciendo paralelamente al gran fenómeno social que ha traído la gran revolución feminista de los últimos cincuenta años, la que, entre otras grandes conquistas, ha llevado a la mujer al trabajo formal, es decir, al trabajo fuera del hogar, lo que a su vez ha abierto un debate social sobre la necesidad de incorporar la conciliación familiar/personal a la jornada de trabajo de mujeres y hombres, es decir, de madres y padres que trabajan fuera.

Pues bien, cuando la tecnología nos lo facilita y cuando la sociedad lo demanda, el mercado lo niega y nos impone una conducta social inhumana. Una vida dedicada al trabajo en vez de un trabajo que dignifique la vida. ¿A qué lógica responde que la tecnología vaya en contra de las aspiraciones humanas?

Vivimos un tiempo injusta e ineficazmente organizado. Unos se drogan con el trabajo y otros porque no lo tienen. Unos viven angustiados porque no tienen tiempo para nada y otros porque no tienen nada que hacer con su tiempo. Pero además es un tiempo mal vivido. La liberación de tiempo es una de las claves para rehacer el entramado social, comunicativo y afectivo de nuestros mundos vitales. Incluso para el reequilibrio de relaciones entre hombres y mujeres. La familia, la educación de nuestros hijos, las redes sociales de la convivencia ciudadana, etc. Ni el robot, ni el chip tienen porqué condenarnos al paro ni a la esclavitud laboral. Al contrario, nos dan los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo en que vivimos.

Sí, ya sé que la jornada se prolonga porque la globalización nos impone una competencia feroz, pero ¿dónde está escrito que ello exija globalizar la explotación o extender la devaluación de las condiciones laborales? ¿No será el momento de decir que queremos globalizar la dignidad laboral y extender al mundo las conquistas laborales de los sindicatos y la socialdemocracia de la 2º mitad del Siglo XX? ¿No será el momento de reclamar a la política, que se imponga al mercado, en la regulación de la sociedad?

En 1980 Wassily Leontief, Premio Nobel de Economía 1973, escribió: "Antes de ser expulsados del paraíso, Adán y Eva gozaban sin trabajar, de un alto nivel de vida. Después de su expulsión, tuvieron que vivir miserablemente mientras trabajaban desde la mañana hasta el anochecer. La historia del progreso técnico de los últimos 200 años es la del tenaz esfuerzo para encontrar de nuevo el camino al paraíso". Pues bien, parafraseando a Leontief, permítanme que termine diciendo que esta directiva no camina precisamente hacia el paraíso, sino más bien hacia el infierno social.

Diario Responsable,2/10/2008

1 de octubre de 2008

Una directiva contra el tiempo de vivir


Ahora que se discute, de nuevo, sobre mercado y Estado a propósito de la necesidad de reforzar las funciones regulatorias e inspectoras de las autoridades económicas sobre los agentes financieros, viene a cuento recordar que no es ésa la única manifestación de esa dialéctica compleja. Otros muchos y grandes temas están pendientes de encontrar el equilibrio entre las exigencias de un mercado competitivo y feroz en la globalidad y las múltiples demandas de una sociedad que aspira a valores humanos intrínsecos a su ser: la dignidad laboral, la justicia social, la eliminación de la pobreza y las grandes desigualdades, la sostenibilidad ecológica y otras muchas causas todavía pendientes.
La jornada laboral es uno de esos conflictos irresueltos. Una directiva de la UE pretende facilitar una jornada laboral más extensa, frente a las limitaciones legales o a las concertaciones sociales que establecen jornadas máximas por debajo de las 48 h. semanales en la mayoría de los países europeos. Sin embargo, la sociedad, me atrevo a decir que sin distinción de ideologías o de países, aspira a trabajar menos horas para vivir más y mejor y para conciliar la vida personal y familiar con el trabajo. Es evidente que hay razones sobradas desde la perspectiva del mercado y de la competencia para alargar las jornadas laborales en Europa. Leí hace unos días un artículo de un experto –socio de una firma de abogados- en el que se explicaba la creciente necesidad de que las empresas europeas “flexibilicen” (curioso eufemismo que se han inventado para decir alarguen, prolongue o amplíen) el tiempo de trabajo. Los argumentos son conocidos: atraer más inversores, competir con países con salarios más bajos y jornadas laborales más altas, respetar el derecho individual de quienes quieran trabajar más, etc. etc. Pero hay poderosas reflexiones sociales que Europa no debería olvidar.
A finales del Siglo XVIII, cuando el escocés Watt descubrió la máquina de vapor y la máquina se introdujo en la producción, la Jornada laboral se redujo de 80 a 60 horas de trabajo semanales. A finales del Siglo XIX, con el descubrimiento del motor eléctrico, la jornada se redujo a 48 horas semanales. Con el fordismo y la producción en cadena a 40 horas, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. En España, fue Joaquín Almunia, entonces Ministro de Trabajo del primer gabinete de Felipe González y hoy Comisario Europeo de Economía, el que elaboró y propuso la Ley de las 40 horas semanales en 1983, es decir, hace ahora veinticinco años.
Hay pues una constante histórica en la reducción de la jornada laboral junto a los avances tecnológicos. La mejora de productividad que nos proporcionan los descubrimientos técnicos, la hemos empleado en mejorar la calidad de vida de la humanidad en general y de la población laboral en particular. A finales del Siglo XX se ha quebrado esta constante. La revolución tecnológica actual: microelectrónica, informática, telecomunicaciones, biogenética, etc. que constituyen una combinación exponencial de innovaciones técnicas, muy superior a cualesquiera otras de nuestra historia, está siendo acompañada de una prolongación y extensión de la jornada laboral en una triple paradoja.
La primera nos señala una progresiva ampliación de la Jornada Laboral en el mundo, incluso en aquellos países en los que la Ley ha fijado máximos horarios de jornada. Es una prolongación absurda, ilógica, contraria al sentido del tiempo y de la vida. Pero es también una prolongación paulatina, silenciosa, inexorable. No está amparada por la Ley, ni por el convenio, pero se hace patente en las oficinas de los bancos, auditoras, despachos de abogados o de arquitectos, en las que nuestros hijos, trabajan casi de sol a sol, en jornadas de 12 horas diarias muy frecuentemente.
La segunda paradoja es menos conocida pero no despreciable. Las tecnologías que permiten más flexibilidad y las comunicaciones que permiten más movilidad, están produciendo una invasión laboral de los tiempos y de la vida privada. Hoy nos llevamos el teléfono y el ordenador y con ello nos llevamos la oficina a casa, al fin de semana y a los viajes por el mundo de la economía globalizada. Muchas jornadas laborales se prolongan además por este método invasivo en la vida personal.
Por último, esta prolongación de la Jornada Laboral real en el mundo, se está produciendo paralelamente al gran fenómeno social que ha traído la gran revolución feminista de los últimos cincuenta años, la que, entre otras grandes conquistas, ha llevado a la mujer al trabajo formal, es decir, al trabajo fuera del hogar, lo que a su vez ha abierto un debate social sobre la necesidad de incorporar la conciliación familiar/personal a la jornada de trabajo de mujeres y hombres, es decir, de madres y padres que trabajan fuera.
Pues bien, cuando la tecnología nos lo facilita y cuando la sociedad lo demanda, el mercado lo niega y nos impone una conducta social inhumana. Una vida dedicada al trabajo en vez de un trabajo que dignifique la vida. ¿A qué lógica responde que la tecnología vaya en contra de las aspiraciones humanas?
Vivimos un tiempo injusta e ineficazmente organizado. Unos se drogan con el trabajo y otros porque no lo tienen. Unos viven angustiados porque no tienen tiempo para nada y otros porque no tienen nada que hacer con su tiempo. Pero además es un tiempo mal vivido. La liberación de tiempo es una de las claves para rehacer el entramado social, comunicativo y afectivo de nuestros mundos vitales. Incluso para el reequilibrio de relaciones entre hombres y mujeres. La familia, la educación de nuestros hijos, las redes sociales de la convivencia ciudadana, etc. Ni el robot, ni el chip tienen porqué condenarnos al paro ni a la esclavitud laboral. Al contrario, nos dan los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo en que vivimos.
Sí, ya sé que la jornada se prolonga porque la globalización nos impone una competencia feroz, pero ¿dónde está escrito que ello exija globalizar la explotación o extender la devaluación de las condiciones laborales? ¿No será el momento de decir que queremos globalizar la dignidad laboral y extender al mundo las conquistas laborales de los sindicatos y la socialdemocracia de la 2º mitad del Siglo XX? ¿No será el momento de reclamar a la política, que se imponga al mercado, en la regulación de la sociedad?

En 1980 Wassily Leontief, Premio Nobel de Economía 1973, escribió: “Antes de ser expulsados del paraíso, Adán y Eva gozaban sin trabajar, de un alto nivel de vida. Después de su expulsión, tuvieron que vivir miserablemente mientras trabajaban desde la mañana hasta el anochecer. La historia del progreso técnico de los últimos 200 años es la del tenaz esfuerzo para encontrar de nuevo el camino al paraíso”. Pues bien, parafraseando a Leontief, permítanme que termine diciendo que esta directiva no camina precisamente hacia el paraíso, sino más bien hacia el infierno social.

Artículo publicado el 1 de octubre en el diario Expansión

27 de mayo de 2005

¿Hay que trabajar más?

En su reciente visita a la cúpula empresarial, el presidente del Gobierno tranquilizó a la CEOE: "No habrá semana de 35 horas, en España hay que trabajar más". Ignoro si el presidente se expresó así en una reunión privada, pero ése fue el titular de un periódico que me impulsó a escribir sobre un tema que me parece vital, y nunca mejor dicho, porque hablamos del tiempo de vivir. Ha sido una constante de la historia que los avances tecnológicos producían una reducción progresiva de la jornada laboral. Cuando, a finales del siglo XVIII, apareció la máquina de vapor, que había desarrollado el ingeniero escocés James Watt, la jornada laboral bajó hasta las 80 horas semanales, unas 3.500 horas anuales, cerca de un 70% del tiempo total de una vida. Dos siglos después, a comienzos de los noventa del siglo XX, las horas anuales trabajadas se situaban entre las 1.600 y las 1.800 en Europa. Pero no han sido sólo los avances tecnológicos los que han determinado esta reducción. La reivindicación sindical para reducir la jornada laboral y liberar así más tiempo para el descanso, la familia, el ocio, la cultura, la formación, es decir, para la vida, está en el corazón mismo de la lucha del movimiento obrero desde finales del siglo XIX. La vieja reivindicación obrera de una jornada laboral de ocho horas, para tener otras ocho de descanso y otras ocho de vida, se convirtió en una bandera social internacional a raíz de la represión policial de Chicago que conmemoramos todavía en la fiesta del Primero de Mayo. De manera que la máquina de vapor, el motor eléctrico, el fordismo como técnica de producción, y otros muchísimos avances técnicos que a lo largo de estos dos últimos siglos hemos ido incorporando a nuestro acervo tecnológico, han permitido atender y hacer viable la demanda socio-laboral de una progresiva reducción de la jornada y de la vida laboral en general, hasta llegar a una cifra aproximada del 30% de trabajo a lo largo de la vida en la sociedad industrial de la segunda mitad del siglo XX. Desde hace algo más de diez años, está teniendo lugar un importantísimo debate sobre la jornada laboral. La crisis económica del 93-94 produjo una destrucción enorme de empleo (en España, por ejemplo, 1,5 millones de empleos desaparecidos en menos de dos años) y un notable incremento del paro (superando el 10% en Europa y el 20% en España). En ese contexto, la reducción de la jornada fue vista como una fórmula de reducir el paro. Bajo el influjo de aquel viejo y bello eslogan "Trabajar menos para trabajar todos", muchos creímos que en la reducción general de la jornada se escondía una pócima maravillosa contra el paro. En aquellos años, siendo consejero de Trabajo del Gobierno vasco, puse en marcha un decreto con ocho medidas de esta naturaleza, cuyos resultados, debo reconocer, no fueron extraordinarios. Pero esta filosofía la aplicó legal y masivamente Francia a los pocos años, cuando madame Aubry, ministra socialista del país vecino, puso en marcha la Ley de las 35 horas, en cumplimiento de una de las medidas estrella del programa electoral de la izquierda plural (socialistas, comunistas y verdes), que venció en las elecciones francesas de 1998. Los resultados de esta ley son objeto, todavía hoy, de una fuerte controversia. Su aplicación, sólo en las grandes empresas, ha producido una verdadera ingeniería social sobre la organización del trabajo y ha incorporado a las empresas a la cultura laboral de la jornada reducida (35 horas a la semana y 1.600 horas al año). Las cifras de creación de empleo neto son discutibles, porque muchos de los casi 500.000 nuevos empleos que los socialistas franceses atribuyen a la ley son cuestionados por otras fuentes y, en cualquier caso, la aplicación de la ley obligó a fuertes desembolsos públicos para compensar a las empresas. Pero el Gobierno de derechas de Francia anuló la medida, sin atreverse a derogar la ley, por el procedimiento de aumentar, de hecho, la jornada, autorizando las horas extra sin recargo económico. ¿Ha fracasado la experiencia francesa? Desde luego, su desarrollo ha sido literalmente yugulado. Ningún otro país parece decidido a iniciar una experiencia semejante y, por el contrario, la globalización está impulsando la prolongación y el aumento de las jornadas laborales. La reducción de jornada como fórmula de lucha contra el paro ha quedado fuera de juego, incapaz de ofrecer resultados si su implantación se propone aisladamente, en países o zonas concretas y si se hace sin tener en cuenta su repercusión en los costes de competitividad internacional. Dicho de otro modo, los teóricos franceses que han defendido esta fórmula -Guy Aznar, Alain Caillé, Robin, Roger Sue y otros- siempre han exigido que la reducción de jornada debía de ser masiva, generalizada y sin afectar a la competitividad, es decir, con reducciones de salario y fuertes compensaciones económicas al empleo creado. La reducción de jornada compensada sólo, en términos de costes, con los incrementos de productividad no genera empleo. Pero esta clarificación no explica otra paradoja que estamos sufriendo. Efectivamente, contra el sentido histórico de los avances tecnológicos, la revolución científico-técnica de finales del siglo XX, la combinación de la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones y la biogenética, siendo, como es, la más importante revolución tecnológica de la humanidad y produciendo notables incrementos de productividad, no está reduciendo la jornada laboral, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, sino que, por el contrario, unida a la globalización y a la competencia internacional, está generando un incremento general de la jornada laboral real en todo el mundo. Armando Gaspar, dirigente de Daimler-Chrysler en España, declaraba recientemente: "La tendencia es volver a 40 o más horas de jornada". Los sindicatos españoles y alemanes negocian más jornada y más flexibilidad laboral, como contrapartida a las deslocalizaciones. The New York Times denunciaba que el sector tecnológico de Silicon Valley se ha convertido, de paraíso, en un infierno laboral. Muchas empresas compensan a sus empleados sus largas jornadas laborales con cafeterías, gimnasios y juegos de ocio en las oficinas, aunque los críticos creen que se trata de un engaño para trabajar más sin cobrar horas extra. No hay que irse tan lejos para comprobarlo. En miles de empresas españolas, auditoras, bancos, pequeñas empresas de servicios de las capitales, se trabajan 10 o 12 horas diarias con toda normalidad y a nadie se le ocurre reclamar su pago. Es más, curiosamente, la tecnología no nos libera, sino que nos esclaviza al trabajo. Más de la mitad de los empleados se quejan de que el teléfono no tiene horarios y que la dependencia laboral se prolonga al domicilio y a los fines de semana, con el ordenador, la agenda electrónica y el móvil como instrumentos o herramientas de trabajo permanente.Nuestra vida laboral empieza a parecerse a la imagen mitológica del dios Cronos / Saturno devorando a sus hijos, que tan acertadamente recogiera el genial Goya de su última época. A tan grave diagnóstico se llega si tenemos en cuenta el otro gran fenómeno social de los últimos años: la incorporación masiva de la mujer al empleo formal. Es decir, al empleo fuera del propio hogar, lo que provoca un desajuste social, cada vez más patente, entre familia y trabajo; entre educación de los niños y trabajo; entre trabajo y vida. Una vida estresante, fuertemente competitiva, invadida por las exigencias del mercado y de la competitividad y en las grandes capitales, agobiada además por trayectos cotidianos de ida y vuelta al trabajo de más de 60 minutos de media. Una joven madrileña escribía recientemente una carta al director de EL PAÍS, bajo el título La jornada laboral de 35 horas no es rentable, y se quejaba de las condiciones de trabajo y de vida de la gente de su edad (25 a 40 años). "Diez o doce horas de trabajo diario y 50 a 55 semanales: llegar a casa, cenar, ver la tele una horita y a dormir. La mayoría preferiríamos tener más tiempo a tener más dinero". En conclusión. La reducción de la jornada laboral no es una política de empleo, pero la prolongación de la jornada laboral es un contrasentido histórico y un gravísimo desajuste social. Dicho de otra manera, la expresión "hay que trabajar más" debemos aplicarla a que haya más trabajadores con empleo, es decir, a aumentar nuestra tasa de actividad. Pero, a comienzos del siglo XXI, no deberíamos trabajar más horas, sino menos, porque la productividad aumenta sin cesar y porque las familias y la organización social de nuestra convivencia reclaman más tiempo libre para lo que Ullrich Beck llama el "trabajo cívico". Es decir, la reducción de la jornada laboral como embrión de una reordenación de nuestra vida personal y familiar y de una nueva concepción de nuestra responsabilidad con la comunidad y con la sociedad en la que vivimos. Nuestra civilización nos ofrece la oportunidad de ahorrar tiempo de trabajo, pero el mercado y su mano de hierro, ese enorme motor de la economía, sin alma y sin ojos, nos impone una jornada laboral mayor y una vida laboral compulsiva y absurda. Los efectos que estamos observando en la actualidad son conocidos: crisis familiar, aceleración en los ritmos de la vida laboral con sus derivadas psíquicas y fisiológicas, disolución de los lazos sociales básicos y vaciamiento social y cultural. Por eso las preguntas surgen con fuerza: ¿cómo avanzamos hacia la reducción del trabajo que nos permite la tecnología? ¿Cómo organizamos el tiempo de esta nueva sociedad? Es aquí donde volvemos a la política. A la política con mayúsculas. A la política de la utopía. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, a la desigualdad o a la insania del tiempo acelerado y en fuga. Nos están dando los medios para reequilibrar necesidad y libertad, para crear una utopía concreta y cotidiana que nos permita recuperar el tiempo que vivimos. El País, 27/05/2005