No hablaré de Garzón. Simplemente diré que sus excesos procesales no debieran ser considerados como prevaricación y que espero su absolución. Pero su persecución judicial por los falangistas a propósito de los desaparecidos como consecuencia de la Guerra Civil, está removiendo los delicados mimbres de nuestra Transición y, por tanto, las bases de nuestra exitosa reconciliación nacional, además de suscitar un debate jurídico sobre nuestra Ley de Amnistía, de incierto y preocupante recorrido.
Algunas precisiones sobre el tema me parecen necesarias. El deseo de construir una democracia reconciliada sobre la base del perdón de todos y a todos, implícita en la Ley de Amnistía de 1977, responde a una voluntad inequívoca y unánime del pueblo español. Pretender revisar esa decisión en base a que fue tomada bajo la presión de poderes fácticos de aquel tiempo, equivale a cuestionar y deslegitimar gravemente todas las decisiones que nuestra democracia adoptó en aquellas fechas, incluida nuestra Constitución. Compararla con leyes de punto final de las dictaduras chilena o argentina, es equiparar situaciones muy diferentes, entre otras cosas, porque hubo una guerra civil previa a la cruel represión franquista.
Admitir la investigación judicial de nuestro pasado, aunque sólo sea como indagación de la verdad, tiene consecuencias jurídicas inevitables e imprevisibles y no es posible poner una raya que limite la retroactividad de los hechos perseguibles por su carácter de delitos contra la humanidad y, por tanto, imprescriptibles. Quienes defienden la nulidad de la Ley de Amnistía o su marginación jurídica a efectos de producir una investigación judicial sobre ese pasado, tienen que saber que la persecución penal del franquismo implica una causa general contra todas las responsabilidades penales de aquellos años.
No fue esa la voluntad democrática de los españoles en la Transición. Decidimos perdonar sin olvidar, aunque fuera cierto que perdonaban más quienes más sufrieron durante 40 años la represión de los vencedores y aunque sea evidente también que olvidamos demasiado, confundiendo durante demasiado tiempo, perdón con olvido.
A esa situación precisamente hizo frente la llamada Ley de Memoria Histórica de 2007, una ley que partía del hecho de reconocer que, aunque durante años la democracia española había ido compensando a las víctimas republicanas de la guerra y de la represión posterior con diferentes indemnizaciones, era evidente también que quedaban pendientes muchas situaciones inatendidas que golpeaban nuestra memoria y nuestro sentido de la justicia con reclamaciones inaplazables: las exhumaciones de los fusilados; la supresión de signos y símbolos franquistas; la devolución del honor a los condenados en consejos de guerra; la indemnización a las víctimas del tardo-franquismo que murieron en la defensa de derechos democráticos luego reconocidos por nuestra Constitución, etcétera. A todas ellas quisimos dar respuesta con una ley a la que, desgraciadamente, no se sumó el Partido Popular, pero que bien podría inscribirse entre las disposiciones que la democracia española ha ido adoptando en el contexto de nuestra reconciliación nacional.
Algunos círculos sociales y políticos de hoy se lamentan de este espíritu con el que la democracia española ha ido abordando este delicado asunto y lo cuestionan abiertamente. No son pocos los jóvenes que nos reprochan la Transición y nos exigen mayor severidad con los responsables de aquellos trágicos hechos. La aplicación de razonamientos actuales al pasado y a contextos olvidados y desconocidos produce lamentables conclusiones. No excluyo la autocrítica, pero lamento que olvidemos que el éxito de España en estos últimos 30 años se cimentó precisamente en la construcción de un espacio de convivencia en el que cabemos todos los españoles, al margen de nuestra adscripción ideológica y de nuestra procedencia de un pasado que nos había dividido tan trágicamente. Fue el reconocimiento de la existencia del otro, con los mismos derechos que los nuestros, lo que fundó la tolerancia de la libertad que disfrutamos. Como en el verso de Machado: "El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas / es ojo porque te ve". Mantener viva nuestra memoria histórica, la de cada uno y la de todos y ser consecuentes con ella, no debiera ser incompatible con los principios que hicieron posible nuestra transición a la democracia, ni con los valores constitucionales sobre los que se construyó, ni con las leyes que la hicieron posible, incluida la de Amnistía por supuesto.
El País, 21/04/2010