Un millón de europeos tendrán derecho a proponer leyes al Parlamento Europeo con arreglo al proyecto que han aprobado la Comisión y el Consejo Europeos, a impulso de la Presidencia española. Esta previsión del Tratado de Lisboa ha visto la luz el pasado 31 de marzo y ahora le toca al Parlamento consensuar esta novedosa e importante ley europea. Novedosa, porque por primera vez en la historia de la Unión, la iniciativa legislativa se otorga directamente a la ciudadanía europea, ofreciendo una facultad que hasta ahora tenían en exclusiva la Comisión y el Consejo. Importante precisamente por eso, porque refuerza el carácter ciudadano y europeo del nuevo derecho.
Efectivamente, la iniciativa ciudadana ayudará a mejorar las difíciles relaciones entre ciudadanos-electores e instituciones europeas (más del 50% de abstenciones en las pasadas elecciones de junio del año pasado) y ofrecerá la posibilidad de vertebrar objetivos ciudadanos supranacionales, ya que serán exigibles apoyos de un millón de europeos de, por lo menos, nueve Estados-miembros. Esta exigencia es fundamental para dar una dimensión europea a la iniciativa legislativa popular y para proporcionar alianzas cívicas europeas que fortalezcan los movimientos sociales y las organizaciones no gubernamentales en la defensa de múltiples objetivos de la Unión Europea. Pongamos algunos ejemplos. Estudiantes europeos de cursos Erasmus nos proponen una legislación que homogeneice las titulaciones y los currículos europeos. Asociaciones de mujeres o de hombres separados nos demandan unificar la legislación matrimonial aplicable en casos de divorcio y tutela de hijos, en los cientos de miles de matrimonios mixtos residentes o no, en terceros países. Organizaciones no gubernamentales favorables a la legalización de la medicina natural que exigen el reconocimiento europeo de determinadas categorías terapéuticas. Son sólo tres, pero hay miles de posibilidades parecidas que pueden vertebrar aspiraciones europeas surgidas de la lógica europeísta que atraviesa nuestras vidas. Por cierto, en el momento de escribir estas líneas, atrapados en la parálisis del tráfico aéreo provocado por el volcán islandés, pongamos que cientos de miles de ciudadanos europeos demandan una única autoridad europea para el control del tráfico aéreo en el cielo único europeo.
Diversos detalles y aspectos técnicos del proyecto están pendientes de concretar y consensuar en la Cámara legislativa europea: los requisitos de las firmas y/o su verificación; las exigencias a las firmas de Internet; el número mínimo de países en los que se recogen; la edad mínima y el censo aplicable; el plazo máximo para la obtención de los apoyos, etcétera. En general se pretende posibilitar al máximo las iniciativas y hacer fácil, tanto la recogida de firmas, como la obtención de un número mínimo por país (50.000 aproximadamente para España).
Pero también debemos evitar el efecto de frustración a iniciativas que luego no sean tramitadas legislativamente. Ciertamente la admisibilidad de las iniciativas suscita los debates más de fondo sobre este asunto. De entrada, porque existen importantes limitaciones al contenido de las iniciativas. Entre otras, que no atenten a los valores fundamentales de la UE, o que se correspondan con las competencias de la Comisión, o que versen sobre un tema de interés de la Unión. Lo cierto es que aunque la iniciativa legislativa popular goza de gran popularidad (valga la inevitable redundancia en este caso), estos sistemas de acceso directo de la ciudadanía a la Cámara legislativa no están demasiado extendidos en los sistemas parlamentarios ni son habitualmente utilizados. Sólo 12 de los 27 países de la Unión los tenemos en nuestras leyes nacionales y muy pocos proyectos de ley traspasan la barrera de la admisibilidad para su tramitación como auténticos proyectos de ley. En España pueden contarse con los dedos de la mano los producidos en nuestra breve historia democrática (aunque uno de los más famosos en la actualidad sea el debate sobre la prohibición de los toros en Cataluña, que se tramita en el Parlamento catalán) ¿Quién determina la admisibilidad? Ésta es la cuestión principal. El proyecto se inclina por un doble procedimiento: la Comisión examina si una iniciativa es admisible cuando se presente con 300.000 firmas de un mínimo de tres Estados. La aceptación inicial de la propuesta otorga a los promotores un plazo de un año para la presentación oficial de la iniciativa, y a la Comisión Europea, después, cuatro meses para su definitiva tramitación o rechazo. Personalmente, creo que debiéramos ser menos exigentes en el primer paso, es decir, que debería ser más fácil el acceso a un primer dictamen de la Comisión sobre si la propuesta de Ley Europea es admisible o no. Recoger 300.000 firmas en tres países cuesta demasiado como para que recibas como respuesta un simple: «su proyecto no es viable».
Esta vía de democracia participativa, complemento necesario pero colateral, no lo olvidemos, de la democracia representativa, nos ofrece además una doble oportunidad. En primer lugar, la de equilibrar con poderes democráticos ciudadanos las enormes fuerzas de los lobbys corporativos, omnipresentes en Bruselas en todos los procesos decisorios. En segundo, los partidos políticos tendremos que adaptar nuestras estructuras organizativas para acompañar, apoyar o fomentar iniciativas trasnacionales, caminando así hacia listas electorales europeas, auténtica prueba de federalismo europeo, junto a la elección presidencial europea en elecciones directas.
El Correo, 26/04/2010