7 de octubre de 2008

ETA y compañía.


La coincidencia entre la sentencia de ilegalización de ANV y EHAK y las bombas de Vitoria, Ondarroa y Santoña hizo especular a muchos sobre una relación causa-efecto policialmente demostrada como falsa. ETA tenía proyectados los atentados, más que para combatir al Tribunal Supremo, para mostrar su propia existencia y para acallar las críticas internas de la cárcel, el exilio y su entorno político, que cuestionan la continuidad de la violencia no tanto por su inmoralidad como por su eficacia cuando falta la capacidad operativa suficiente.
ETA parece dispuesta a prolongar su violencia como única forma de ser y existir. Los coches bomba de hace dos fines de semana, el atentado de ayer contra los juzgados de Tolosa y las informaciones policiales confirman que la dirección de la banda se prepara para un largo periodo de supervivencia. Yo no creo que su capacidad operativa le dé para mucho, pero sí para hacerse presente, como una organización terrorista capaz de producir temor y daño, y perpetuarse así como un problema irresoluble. Esos parecen ser sus objetivos. Harán atentados esporádicos, cuidarán su financiación con el impuesto terrorista, mantendrán unido a su mundo, aunque con crecientes dificultades, y seguirán esperando una oportunidad -ya perdida- de negociar su final a cambio de pretensiones imposibles. Utilizarán, cada vez más, una técnica con pocos riesgos para sus activistas: colocar un coche cargado de explosivos y huir, pero con crecientes riesgos para producir una catástrofe. ¿Será ése su fin?
El Estado también está preparado para afrontar este trágico pulso. No hay otro remedio. Hemos intentando la paz creyendo que la querían y la ruptura del alto el fuego va a ser contestada, lo está siendo ya, con una articulación represiva en el ámbito policial y político que busca neutralizar el entramado que dirige ETA y provocar el desistimiento de la violencia y la aceptación de la democracia. Esa estrategia combate cada día mejor, con más eficacia y conocimiento, con creciente colaboración internacional, con mejor información y tecnología, la estructura operativa de la banda. Junto a ella, se aplicará el principio de que con violencia no habrá política posible, y se impedirá legal y judicialmente cualquier organización paralela y toda actividad pública de su entramado. La estrategia represiva tiene además un creciente apoyo social, por razones obvias en época de atentados terroristas y porque el marco de unidad política con el PP se ha recuperado sólidamente en este nuevo escenario.
Sin embargo, la unidad democrática en Euskadi brilla por su ausencia. Es preciso reconocer que hay una línea divisoria profunda y preocupante con los partidos nacionalistas y con el Gobierno vasco en torno a la ilegalización de las organizaciones políticas y sociales de ETA. Hemos discutido hasta la saciedad los argumentos jurídicos, incluso morales, de esta medida incuestionablemente democrática con quienes utilizan la política al servicio y a las órdenes de la violencia. Hasta el falso y tramposo argumento de que en Francia no les ilegalizan, se está viniendo abajo, cuando también allí pretenden combinar, como aquí, violencia y política.
Las sentencias de la Sala 61 del Tribunal Supremo sobre ANV y EHAK han concluido en la ilegalización, no tanto porque sean instrumentos de la banda terrorista, como porque proporcionan «un apoyo a los fines y a las acciones de una organización terrorista en forma directa o indirecta». El eje argumental de las sentencias es que mediante su apoyo a Batasuna, EHAK y ANV se han convertido en el equivalente funcional de este partido, en su momento declarado ilegal, y han pasado a ser también la expresión de la estrategia terrorista de ETA, de la que no se han distanciado.
Este apoyo se funda en argumentos fácticos fundamentales que, según dispone el propio TS, han de valorarse de forma conjunta, conforme a la jurisprudencia del Tribunal. Cuatro son esos argumentos: Que han proporcionado infraestructuras a un partido ilegalizado. Que han mantenido un análogo discurso respecto de la legitimación activa u omisiva de la violencia. Que han colaborado económicamente y de forma directa con un partido ilegalizado. Que han incorporado a la actividad política a un número importante de personas pertenecientes a un partido ilegalizado.
Pero más allá del debate jurídico, esencial y suficiente por sí solo, en términos democráticos, sigue latiendo en este tema el debate sobre la utilidad o la eficiencia de esta medida. Es frecuente escuchar estos días el repetido argumento de que 'esto no nos acerca a la paz', o 'la ilegalización los victimiza', etcétera. Al respecto conviene recordar algunos datos que son incuestionables: Batasuna y toda una constelación de organizaciones sociales han vivido en plena legalidad desde 1978 hasta 2003 y en veinticinco años jamás han servido para que la violencia fuera diluyéndose en la política. Por lo tanto es falsa la creencia -en la que hemos estado todos, ésa es la verdad- de que hace falta un partido de la izquierda abertzale que sirva de receptor al abandono de la violencia. Al contrario, lo que ha ocurrido es que ETA ha utilizado esa estructura sociopolítica que le brindaba la democracia para nutrir y reforzar su estrategia armada. La Justicia ha probado que más de quinientas personas procesadas o investigadas por acciones terroristas procedían de diversas listas electorales de Batasuna. El trasiego de militantes comunes ha sido incesante -tal como Atutxa denunciaba en los noventa- y si quedase alguna duda, ahí tienen al último detenido en Francia con una pistola, robando coches, recién venido de la cúpula de Batasuna. Tampoco puede especularse con la posibilidad de que Batasuna alumbre algún liderazgo que arrastre a ETA a la política o que pueda pilotar el fin de la violencia. Es una esperanza vana. Sabemos hasta la saciedad que es ETA la que decide y lo hemos comprobado en todos los episodios dialogados, el último en Loyola. Es una constatación empírica que quienes tienen comandos y armas acaban imponiendo sus estrategias, dentro de ETA y no digamos fuera, es decir, sobre el entramado político de su causa y de su historia.
Dicho lo cual, cabe preguntar a quienes rechazan la ilegalización: ¿Es moralmente aceptable que convivan en nuestro sistema de partidos quienes utilizan la violencia para eliminar al adversario? ¿Puede y debe la democracia protegerse de esta práctica tramposa y mafiosa? ¿A qué conduce sostener una estrategia tan injusta que el tiempo ha demostrado fracasada?
A los partidos nacionalistas, al PNV especialmente, y al próximo Gobierno vasco, les corresponde una seria y profunda reflexión sobre su actitud para deslegitimar la violencia y llevar a ese mundo al desistimiento. Tenemos que responder con sinceridad a los interrogantes antes citados y agotar las virtualidades de una nueva estrategia que sólo acaba de iniciarse. Todo el mundo sabe que los queremos dentro del sistema y que la manida normalización llegará cuando abandonen las armas y se integren en el juego político en igualdad de condiciones que los demás; es decir, con la voz y la palabra, con los votos y la democracia. Todo el mundo sabe que podrán defender la independencia de Euskadi, la reunificación vasca, la euskaldunización de todos los vascos o lo que sea. Nada impedirá que sus sueños puedan ser realidad si convencen a la mayoría de los vascos. Eso lo sabe todo el mundo. Pero también sabemos y lo hemos comprobado que la democracia puede vivir sin ellos si persisten en el uso del terror. ¿Podrán ellos vivir sin presencia política? Agotemos esa vía.
El Correo 5/10/2008