20 de septiembre de 2024

Democracia americana.


"Lo urgente en el continente es fortalecer el Estado, asegurar el funcionamiento eficaz y respetuoso de sus instituciones y vertebrar el sistema representativo de las fuerzas políticas en el más exquisito respeto del pluralismo".

Que las democracias sufren en todo el mundo es cosa sabida. Que solo un 30% de la población del mundo se gobierne bajo estas reglas produce tristeza y preocupa constatar que la calidad de su aplicación se deteriora en todas partes.

Pero si hay un continente donde estos síntomas están produciendo sucesivos escándalos que ponen en evidencia los peores signos de la crisis democrática es en el continente americano. Empecemos por los Estados Unidos, cuna de las democracias modernas, ejemplo de checks and balances, es decir, de potentes contrapoderes al Ejecutivo y una de las sociedades más firmemente ancladas en los pilares del Estado de derecho. Los sucesos de enero de 2021, el asalto al Capitolio, como colofón de dos meses de abierto cuestionamiento al escrutinio electoral, fueron la violación más flagrante de la regla fundamental de la democracia: la alternancia y la aceptación de la derrota.

El mismo y gravísimo comportamiento se produjo después en Brasil dos años después y se está produciendo ahora mismo en Venezuela. Pero en Estados Unidos y en Brasil el sistema institucional resistió y la voluntad popular expresada en las urnas fue respetada. En Venezuela no. Allí el Gobierno ha falseado esa voluntad, la ha manipulado y se ha atribuido una victoria electoral que no se corresponde con lo que el pueblo votó. Para hacer semejante trampa necesitaba controlar todos los poderes en juego: el Comité Electoral, el Poder Judicial y, por supuesto, después la Policía y las Fuerzas Armadas para reprimir las protestas.

Todo parece indicar que el régimen se endurece y se mete en la cueva de su soledad, integrando así, junto a Cuba y Nicaragua, el triángulo de una izquierda totalitaria que no deberíamos siquiera llamar izquierda. Siempre he pensado que el socialismo es libertad y que, sin ella, las aspiraciones de justicia e igualdad que lo caracterizan son coartadas totalitarias.

Pero no acaban ahí las inquietudes democráticas. Muchas sociedades latinoamericanas viven fenómenos populistas que lesionan sus democracias. Estamos hablando de regímenes electorales y de presidencias de Gobierno obtenidas en plenitud democrática, cumpliendo todas las reglas, que, sin embargo abusan de su poder y/o lesionan la separación de poderes.

La política represiva contra la violencia en El Salvador está resultando eficaz en primera instancia (más dudosa en el largo plazo) y se comprende así el apoyo electoral recibido, pero eso no nos impide destacar el enorme retroceso moral que impone una vulneración tan flagrante de los principios jurídicos procesales que el mundo había conquistado en el último siglo. Es muy preocupante que la delicada línea que separa seguridad de libertad esté siendo arrasada por la primera y que derechos humanos fundamentales estén siendo pisoteados por el Estado.

Puede parecer más democrático decir que la justicia emana del pueblo y que por eso a los jueces debe elegirlos la ciudadanía, pero es un principio populista como la copa de un pino.

La principal virtud de la justicia es la independencia, es decir, no estar sometida a ninguna presión y aplicar la ley con objetividad y justicia. Trasladar la elección de los jueces al juego partidario, a través de las listas de candidatos que serán sometidas a la ciudadanía, es meter a los jueces en un engranaje de intereses espurios y poner con ello a todo el sistema judicial en el escaparate de la dependencia política.

Es otro populismo, pero no menos censurable, aquel que se apropia de la libertad y la niega a los demás. ”¡¡¡La libertad, carajo¡¡¡”, como si esa condición de dignidad humana y democracia solo la garanticen desde una derecha iliberal e individualista, que olvida las dimensiones corresponsables a su ejercicio. Se trata de un nuevo autoritarismo que concibe la libertad como una facultad ilimitada, ajena a la existencia del otro, que desprecia los vínculos con la colectividad y que se afirma sobre la competitividad y la autosuficiencia.

Es verdad que estas tentaciones autoritarias también nos afectan. Basta ver a algunos líderes de la ultraderecha europea y observar las peligrosas tendencias antimigratorias que están imponiendo algunos partidos que han alcanzado el poder en países tan importantes como Italia, Hungría, Países Bajos, Croacia ,Finlandia ,Eslovaquia y me temo que pronto en Austria.

Pero en América Latina hay otras circunstancias que colocan el debate democrático en el centro del debate político. Dos de ellas merecen especial mención. La primera es el narcotráfico y sus poderosas bandas. La extensión hacia el sur del continente de sus organizaciones criminales acentúa las enormes dificultades de los Estados para enfrentarse a su mortífera ley: ”O plata o plomo”. La experiencia nos demuestra que el narco es como una termita destructora de las instituciones y del orden democrático. Su metástasis, ataca, junto a la corrupción, al núcleo de la legitimidad democrática: la confianza en las instituciones y en los partidos que la vertebran.

La otra, es la debilidad macroeconómica de la mayoría de los Estados latinoamericanos. La capacidad del Estado para enfrentar retos estructurales de esas sociedades (formalidad laboral, interconectividad digital, baja productividad, etcétera, condiciones todas ellas de crecimiento y redistribución) es muy débil porque su ingreso fiscal es muy bajo. Unas clases medias, nacidas en la primera década de este siglo, reclaman mejores servicios públicos en justicia, seguridad, sanidad y educación y al no recibirlos, su confianza en la democracia se resquebraja. Hay, por ello, un problema serio de eficacia de los Gobiernos democráticos, que deben legitimarse en función del éxito en la gestión de estos elementos básicos.

América Latina tiene razón en pedir a la comunidad internacional una solución distinta al problema del narcotráfico. Pero mientras llega, lo urgente es fortalecer el Estado, asegurar el funcionamiento eficaz y respetuoso de sus instituciones y vertebrar el sistema representativo de sus fuerzas políticas, en el más exquisito respeto del pluralismo político y de las libertades democráticas.

Publicado en El País, edición América. 19/09/2024