7 de septiembre de 2022

Lecciones chilenas.

La experiencia chilena nos enseña que una constitución no es un texto de unos contra otros, sino un texto de todos. No es de partido, ni de opciones sociales mayoritarias (o que se consideran tales), sino que debe buscar el acomodo de todos a unas reglas comunes.

No es un sumatorio de reivindicaciones, por justas que puedan ser, sino un conjunto de normas con múltiples renuncias, para que pueda ser asumido y aceptada por todos. No es solo una ley de derechos sino también y sobre todo un marco de convivencia que permite el juego democrático para que las opciones elegidas por la mayoría puedan gobernar y llevar adelante sus proyectos.

La oportunidad del cambio constitucional chileno llegó cuando estalló la crisis social hace ya tres años. Entonces, como en otras ocasiones históricas, una sucesión de movilizaciones por asuntos concretos (el precio del bono del transporte), estalló en una protesta social generalizada que expresaba múltiples descontentos de una sociedad demasiado injusta y desigual. El Gobierno de la derecha chilena (Piñera) se asustó. Eran las clases medias, incluyendo a estudiantes y trabajadores, en demanda de unas prestaciones públicas que su Ejecutivo no les daba y dirigidas por movimientos políticos y sindicales ajenos al sistema de partidos. Aquella marea reivindicativa recogía además todos los descontentos de la transición democrática que había sido impuesta por Pinochet y vigilada por sus fuerzas armadas.

A diferencia de la chilena, la Transición democrática española se construyó sobre la soberanía del pueblo, cuando las Cortes de 1977 se hicieron constituyentes y se disolvieron al presentar a referéndum el texto de 1978. La verdadera ruptura con el viejo régimen fue el momento en el que aprobamos nuestra Constitución en referéndum, dando así lugar a la democracia que tenemos. Voces interesadas y equivocadas comparan este camino con el chileno de 1990, sin reconocer que nuestro proceso constituyente fue realizado con plena soberanía democrática y dirigido por los partidos políticos elegidos libremente por el pueblo español. En Chile de 1990 a 2020 no han tenido una Constitución hecha libremente por los chilenos, sino elaborada por el viejo dictador. La Concertación de los partidos fue en sí misma una cierta anomalía democrática, impuesta por la prudencia política de aquella transición tutelada.

Pues bien, con bastante lógica, el Gobierno de Piñera, asustado ante las protestas y consciente de este déficit democrático de origen, diseñó un proceso hiperdemocrático: referéndum para saber si los chilenos querían una nueva Constitución: el 80% dijo sí; y elecciones abiertas para elegir una asamblea constituyente. Y aquí comenzaron los problemas. Las elecciones para esa asamblea constituyente las ganaron los movimientos políticos que lideraban las protestas y marginaron a los partidos tradicionales. Una ola de innovación política y de ilusionismo social impregnó tan alta misión y acabaron elaborando un texto demasiado ideologizado, muy largo, técnicamente muy mejorable y sobre todo sin consenso político con las grandes fuerzas democráticas.

Dejo para otros análisis los elementos discutibles de ese texto (el peso del indigenismo, la plurinacionalidad, la aceptación de sistemas jurídicos penales distintos, las limitaciones del poder presidencial, el desequilibrio institucional sin cámara territorial, o algunas excesos semánticos del ecologismo y del feminismo...) y me centro en la metodología política de su redacción.

Marginar el diálogo con las principales fuerzas políticas ha sido un error. El método de elección de la Constituyente ha creado un cierto corporativismo asambleario que concentró los debates parlamentarios en una especie de burbuja cívica apartidista.
A su vez, la mayoría sociopolitica creada en torno a las protestas sociales, ratificada en la elección de la Asamblea Constituyente, ha tenido una tentación comprensible en el deseo de orientar ideológicamente la nueva Constitución, sin comprender que la inspiración progresista de este texto no puede ser partidista y sobre todo debe ser pactada y equilibrada por otras garantías y contrapesos. Un buen ejemplo de lo que digo podría ser nuestro debate constitucional en torno a la forma de Estado. El PSOE defendió la república, en un memorable discurso de Luis Gómez Llorente, pero aceptó la monarquía parlamentaria a partir de la naturaleza simbólica de los poderes reales y de otras muchas concesiones en otras muchas materias del texto.

Chile debe reemprender la tarea. Una nueva Constitución es necesaria y así lo pidió el 80% del pueblo. pero hay que hacerla bien, entre todos, en el seno del actual poder legislativo, que es representativo de la pluralidad partidista del país, pactando cada uno de los artículos, encontrando el equilibrio con el conjunto y dotando a su democracia de un marco de reglas válidas para cualquiera que sea el gobierno que los chilenos elijan en el futuro.

Publicado en El Correo, 7/09/2022