Dos años antes del referéndum británico, de junio del 2016, La Vanguardia me publicó un artículo titulado “Primero un nuevo acuerdo; después la consulta” en el que sustancialmente defendía la necesidad de que el referéndum para decidir el estatus jurídico-político de Catalunya se produjera como consecuencia de un acuerdo institucional previo, para que, además de cumplir con la legalidad, los catalanes votaran sobre las concretas condiciones de su marco político y no sobre la expresión abstracta de un deseo.
El enorme fracaso del Brexit no ha hecho sino confirmar las razones de mi propuesta y me sorprende que el nacionalismo catalán sostenga su referéndum autodeterminista a pesar de las enseñanzas de la dramática experiencia británica.
David Cameron creyó que el histórico dilema británico en Europa se resolvería en un referéndum forzosamente binario: sí o no a Europa, remain o Brexit. Ganó el no y lo que vino después todavía está sucediendo y nadie sabe cómo acabará.
Los derechos de millones de personas y de sus familias (europeos en el Reino Unido y británicos en Europa), en el aire; su moneda, devaluada; su economía, a la baja; su potente sector financiero, en riesgo, y el único acuerdo posible para materializar su salida de la Unión, rechazado por el Parlamento y quién sabe si por el pueblo, si este fuera de nuevo consultado en un segundo referéndum. Su comunidad está fracturada; la paz de Irlanda, en peligro, y su integridad territorial, cuestionada. Quizás sólo queden Inglaterra y Gales después de semejante catástrofe.
Dejo para otro capítulo los riesgos del Brexit sin acuerdo, un verdadero caos comercial y jurídico para todos. Verdaderamente horrible. Jamás nadie hizo tanto daño a su país pretendiendo salvarlo con el famoso y falso “derecho a decidir” en un referéndum de autodeterminación de Europa.
Un referéndum convocado para expresar un “deseo”, forzosamente limitado a un sí o un no, en un cuerpo social cuyas identidades sentimentales y políticas son complejas, fractura sin remedio a la población y la condena a la división por generaciones. Más allá de la legalidad de la consulta –que no es un problema menor, como lo estamos viendo en la judicialización que sufrimos ahora–, los problemas se hacen irresolubles a la hora de implementar la respuesta ganadora en la consulta, porque ninguna de ellas resuelve la naturaleza compleja de la convivencia plural.
El no mantiene intactas las reivindicaciones culturales, políticas y económicas del conflicto, y el sí no puede materializarse porque la negociación posterior evidencia tal cantidad de problemas que la hacen imposible.
Esta es la experiencia del Brexit, y podría haber sido la de Canadá si los independentistas no hubieran perdido el referéndum en su día. Es la consecuencia lógica, evidente, de aplicar el referéndum de independencia en comunidades fracturadas al 50%, como lo es Catalunya.
Por eso, el nacionalismo catalán debe asumir que la defensa de sus reivindicaciones exige un acuerdo interior previo en Catalunya, como dice el comunicado conjunto del Gobierno y la Generalitat después de la reunión del pasado 20 de diciembre. De la misma manera, la política española tiene que asumir que necesita reformular el marco de relación con Catalu-nya en un nuevo acuerdo político para las próximas generaciones.
Una semana después de la publicación de mi artículo me escribió el expresident Pujol y me invitó a verle. A finales del 2013, le visité en su fundación y tuvimos una amable y larga charla. Al expresarme su decepción con el modelo autonómico –estábamos en los inicios del procés–, utilizó la clásica metáfora marinera diciendo algo así como: “Catalunya se va del barco, nos bajamos…”. Mi respuesta fue: “Se van a ahogar ustedes, president. No hay costa”. Su respuesta, gestual, sin palabras, arqueando las cejas y extendiendo los brazos, fue un triste “¡qué le vamos a hacer!”.
Salí de aquella conversación preocupado, pesimista. Son los mismos sentimientos que tengo hoy acrecentados. Porque, mirando la catástrofe del Reino Unido, me pregunto: ¿hemos aprendido algo del Brexit?
El enorme fracaso del Brexit no ha hecho sino confirmar las razones de mi propuesta y me sorprende que el nacionalismo catalán sostenga su referéndum autodeterminista a pesar de las enseñanzas de la dramática experiencia británica.
David Cameron creyó que el histórico dilema británico en Europa se resolvería en un referéndum forzosamente binario: sí o no a Europa, remain o Brexit. Ganó el no y lo que vino después todavía está sucediendo y nadie sabe cómo acabará.
Los derechos de millones de personas y de sus familias (europeos en el Reino Unido y británicos en Europa), en el aire; su moneda, devaluada; su economía, a la baja; su potente sector financiero, en riesgo, y el único acuerdo posible para materializar su salida de la Unión, rechazado por el Parlamento y quién sabe si por el pueblo, si este fuera de nuevo consultado en un segundo referéndum. Su comunidad está fracturada; la paz de Irlanda, en peligro, y su integridad territorial, cuestionada. Quizás sólo queden Inglaterra y Gales después de semejante catástrofe.
Dejo para otro capítulo los riesgos del Brexit sin acuerdo, un verdadero caos comercial y jurídico para todos. Verdaderamente horrible. Jamás nadie hizo tanto daño a su país pretendiendo salvarlo con el famoso y falso “derecho a decidir” en un referéndum de autodeterminación de Europa.
Un referéndum convocado para expresar un “deseo”, forzosamente limitado a un sí o un no, en un cuerpo social cuyas identidades sentimentales y políticas son complejas, fractura sin remedio a la población y la condena a la división por generaciones. Más allá de la legalidad de la consulta –que no es un problema menor, como lo estamos viendo en la judicialización que sufrimos ahora–, los problemas se hacen irresolubles a la hora de implementar la respuesta ganadora en la consulta, porque ninguna de ellas resuelve la naturaleza compleja de la convivencia plural.
El no mantiene intactas las reivindicaciones culturales, políticas y económicas del conflicto, y el sí no puede materializarse porque la negociación posterior evidencia tal cantidad de problemas que la hacen imposible.
Esta es la experiencia del Brexit, y podría haber sido la de Canadá si los independentistas no hubieran perdido el referéndum en su día. Es la consecuencia lógica, evidente, de aplicar el referéndum de independencia en comunidades fracturadas al 50%, como lo es Catalunya.
Por eso, el nacionalismo catalán debe asumir que la defensa de sus reivindicaciones exige un acuerdo interior previo en Catalunya, como dice el comunicado conjunto del Gobierno y la Generalitat después de la reunión del pasado 20 de diciembre. De la misma manera, la política española tiene que asumir que necesita reformular el marco de relación con Catalu-nya en un nuevo acuerdo político para las próximas generaciones.
Una semana después de la publicación de mi artículo me escribió el expresident Pujol y me invitó a verle. A finales del 2013, le visité en su fundación y tuvimos una amable y larga charla. Al expresarme su decepción con el modelo autonómico –estábamos en los inicios del procés–, utilizó la clásica metáfora marinera diciendo algo así como: “Catalunya se va del barco, nos bajamos…”. Mi respuesta fue: “Se van a ahogar ustedes, president. No hay costa”. Su respuesta, gestual, sin palabras, arqueando las cejas y extendiendo los brazos, fue un triste “¡qué le vamos a hacer!”.
Salí de aquella conversación preocupado, pesimista. Son los mismos sentimientos que tengo hoy acrecentados. Porque, mirando la catástrofe del Reino Unido, me pregunto: ¿hemos aprendido algo del Brexit?
Publicado en La Vanguardia, 31/12/2018