Pasada la huelga del 29-S, algunas puntualizaciones son necesarias.
1. Como era previsible, la huelga ha sido más puntual que general. La fuerza de los sindicatos en los servicios públicos, transporte, medios de comunicación, grandes factorías, polígonos industriales, etc., ha trasladado la impresión de un éxito parcial en la convocatoria. Ello permite salvar las dudas movilizadoras de los sindicatos convocantes y mantener la fuerza deslegitimadora y de desgaste político que tienen estas convocatorias para los sindicatos en su dialéctica con empresarios y, sobre todo, para con los gobiernos. Pero la huelga no paralizó el aparato productivo. Su influencia real en la actividad económica del país no creo que pueda cifrarse más allá del 20%.
2. La huelga expresa un descontento social y los sindicatos son los encargados de hacerlo. Su convocatoria puede juzgarse con total libertad y su seguimiento es también una decisión libre que nada, ni nadie, debe cuestionar. Pero no conviene olvidar que la huelga forma parte de nuestro marco democrático, como un derecho individual que se ejerce colectivamente, que constituye el verdadero, y casi único, instrumento de los trabajadores para defender sus reivindicaciones y que ha sido el motor de avance y progreso desde hace ciento cincuenta años para conseguir la sociedad laboral que conocemos. Demonizar la huelga y los sindicatos es ir contra la naturaleza de las cosas y el progreso social.
3. ¿Era inevitable esta huelga? En mi opinión, la huelga materializa el fracaso previo en las mesas del diálogo social. Antes del verano del año anterior, hubo una ruptura que dejó en el tintero avances importantes, incluida la oferta gubernamental de una rebaja en cotizaciones sociales. A finales de la primavera de este año, el margen del acuerdo se había acabado y al Gobierno le tocaba arbitrar y decidir. Y lo hizo. Señales en contrario hubieran sido catastróficas en los delicados días de mayo. La pregunta, sin embargo, es otra: ¿cabe reconducir este desencuentro en el corto plazo?
Panorama poco optimista
4. Más allá de las buenas palabras y mejores intenciones, el clima creado con la huelga y las necesidades objetivas de las reformas pendientes, no hacen demasiado optimista el panorama. De una parte, porque la pretensión de rectificación planteada por los sindicatos resulta política y económicamente inviable, lo cual mantendrá un cierto clima de tensión por parte sindical, por lo menos hasta Navidad. De otra, porque las reformas pendientes me temo que tampoco son del gusto de los sindicatos y, por mucha fe que pongamos en la negociación, el acuerdo en pensiones, negociación colectiva, servicios de empleo y políticas activas, etc., no parece fácil (salvo en el desarrollo del llamado modelo austriaco).
5. El conjunto de normas laborales y de protección social que los sindicatos defienden está sometido a fortísimas presiones en un país con el 20% de paro (el 40% juvenil), alto déficit público cuestionado por los mercados, una demografía horrible y una competitividad insuficiente en la globalización. En esas circunstancias, las reformas –todas las reformas, desgraciadamente– acaban perjudicando el universo de derechos y seguridades adquiridas en otros tiempos. Los sindicatos, con toda lógica y legitimidad se oponen a esas devaluaciones de su statu quo y expresan, no sólo ayer, sino desde hace muchos años y en toda Europa, su fuerza organizativa y movilizadora contra estas reformas. Una situación que, personalmente, me produce mucha tristeza. Si tuviera que reflejarla en una imagen, la haría recordando a los esforzados deportistas de la soka-tira del País Vasco, deporte rural en el que un grupo de ‘forzudos’ tiran de una cuerda contra otros, hasta que uno de los equipos consigue arrastrar al otro al borde de la raya central. Sólo que, en mi imagen, los forzudos sindicatos son arrastrados no por otros hombres vestidos de frac y sombrero de copa –como se caricaturiza a los empresarios en los chistes–, sino por una locomotora enorme que simboliza a los mercados y a la globalización con sus caballos de Troya (flexibilidad, externalización productiva, e individualización de las relaciones laborales), que destruyen el viejo universo de la vieja sociedad laboral.
6. Es muy fácil dar consejos y muy difícil aplicarlos, pero, probablemente, sindicatos, gobiernos y empresarios tenemos que cambiar de deporte y jugar a otro juego. Yo creo que la tarea de salir de la crisis económica, crear empleo, reformar el Estado del Bienestar adaptándolo a nuestra demografía y a nuestras realidades, cambiar el modelo productivo, etc., etc., configuran una agenda tan enorme y tan difícil, que no podemos hacerla cada uno por su lado y, mucho menos, unos contra otros. Tampoco se puede hacer en poco tiempo, ni al final de una legislatura, pero muy probablemente estamos convocados a un replanteamiento del conjunto del marco laboral fruto de un diálogo social más amplio, más rico, que tenga más en cuenta la productividad por hora trabajada, con más contrapartidas para los antagonismos legítimos de sindicatos y empresarios.
Un diálogo que ponga sobre la mesa las nuevas realidades productivas que han transformado el concepto del trabajo y la manera en que se realiza (Internet, subcontratación, autónomos, flexibilidad, etc.). Un diálogo que tenga en cuenta las nuevas necesidades de una sociedad afectada por una alta población de desempleo, un elevado paro juvenil, la presencia de la mujer en el trabajo formal, la realidad de la inmigración, etc. Un diálogo que adapte la función sindical a la nueva economía y a la empresa pequeña, auténticos agujeros negros del sindicalismo hoy. Un diálogo sobre las nuevas exigencias laborales en el siglo XXI: conciliación personal y laboral, formación profesional, participación en beneficios y en capital, responsabilidad social, etc. En definitiva, me pregunto si no ha llegado ya la hora de renovar nuestro marco jurídico laboral para adaptarlo a todas esas nuevas realidades, después de treinta años de un Estatuto construido en los albores de la democracia española.
El ejemplo nórdico
7. De nuevo miramos al norte. Cuando yo era joven y necesitaba explicar mi modelo de país, como buen socialdemócrata en aquellos años, citaba a los países nórdicos. Allí había un círculo virtuoso entre presión fiscal, servicios públicos, productividad y empleo. La cohesión social de sociedades muy igualitarias se convertía en ventaja competitiva de países en los que el pacto social -sindicatos, empresas y gobierno- ha acabado por configurar una cierta cultura de país, una filosofía social, o mejor, una ingeniería de organización social. Esos países, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Noruega, han modernizado su modelo sin alterar sus bases. Pero han introducido reformas puntuales en casi todas sus estructuras: La fiscalidad, la gestión de los servicios públicos, la seguridad social, el mercado laboral, etc.
No es casualidad que la famosa flexiseguridad la inventaran los daneses, o que los finlandeses hayan creado un modelo educativo eficiente, o que los suecos sigan creciendo al 4,5% en plena crisis, manteniendo una presión fiscal cercana al 50% del PIB. ¿Alguien cree que los sindicatos han estado al margen de estas reformas? Pues eso, salvando las distancias, desgraciadamente para nosotros muy grandes, es lo que tenemos que hacer en la tarea histórica para este siglo XXI en España, que es dar paso a una economía competitiva incluyendo el famoso reto de cambiar nuestro modelo productivo.
8. En los días previos a la huelga se ha desatado una campaña de desprestigio sobre sindicatos y sindicalistas, injusta y peligrosa. Injusta, porque denigra una función difícil y necesaria. Los sindicatos han jugado un papel fundamental en la exitosa democracia española y en la transformación socioeconómica de estos últimos treinta años. Han sido organizaciones serias, vertebradoras, moderadas y realistas, y autores de consensos y acuerdos vitales para nuestra economía desconocidos en los países vecinos. Los sindicalistas –y en particular los liberados sindicales– realizan una función representativa para la defensa de los trabajadores, para la negociación colectiva y para la resolución de los problemas laborales, insustituible. Y también peligrosa, porque el ataque a estas instituciones puede deslizarse hacia el lado oscuro de un populismo que cuestiona principios democráticos de nuestra Constitución, además de favorecer, en el fondo, un asamblearismo descontrolado si desaparecen las organizaciones que vertebran y representan al mundo laboral.
Se pueden criticar excesos o conductas inapropiadas, pero sin cuestionar la función que realizan y el papel que representan en nuestro Estado Social de Derecho.
Expansión, 6/10/10