La empresa ha visto crecer y revaluarse su papel en la nueva sociedad. No sólo es el motor y el núcleo fundamental de la actividad económica y del mercado, sino que su importancia en la gestión política de las naciones es determinante. Las leyes, las políticas económicas y presupuestarias, la fiscalidad de los países, deben ajustarse a sus intereses, a riesgo de sufrir su abandono. Los ciudadanos y los trabajadores no son ajenos a estas evidencias y su opinión sobre la empresa y los empresarios ha cambiado. Hay más legitimación social y un mayor reconocimiento hacia ellos.
Este proceso de revaluación del papel de la empresa en la nueva sociedad transcurre paralelo a la crisis del Estado-nación y a la debilidad sindical internacional. El viejo tripartismo del siglo XX, Estado-sindicatos-empresas, ha roto su equilibrio porque el Estado ha visto limitadas sus facultades legislativas y económicas en los espacios supranacionales, en los estrictos márgenes de los planes macroeconómicos de estabilidad y en las exigencias de la competencia de los mercados globales. La respuesta local de los sindicatos a empresas internacionales debilita, a su vez, la fuerza del trabajo, que camina inexorablemente hacia una reducción de su influencia, por la creciente individualización de las relaciones laborales y por la devaluación de la huelga como su principal instrumento de lucha.
Entonces, ¿dónde quedan nuestras esperanzas de progreso? Si este desequilibrio perturbador transforma nuestro mundo, ¿será el mercado, cargado de economicismo frío y competitivo, quien configure una sociedad cada vez más dual, más individualista, estresada por jornadas laborales más largas y una competencia desaforada? ¿Tendremos que admitir como inevitable la progresiva devaluación de la vieja sociedad laboral y del modelo de bienestar social?
La sociedad vigila
Pues bien, creo que la empresa, alfa y omega del mercado, la nueva Deus ex Machina de la nueva sociedad, es precisamente nuestra esperanza, o quizás sería mejor decir debería serlo. La izquierda debe transformar su visión de la empresa y superar su antagonismo ideológico o su desprecio histórico por ella, para articular una nueva dialéctica entre empresa, sociedad y poder político que transforme a las empresas en agentes activos de una sociedad justa. Diversos factores nos ayudan.
De una parte, porque el creciente poder de las empresas las hace más vulnerables ante la sociedad. Su prestigio social, su credibilidad ante la opinión pública, su imagen ligada a marcas comerciales, cada vez más presentes en la vida social, convierte a las empresas en cajas de cristal. Una campaña en Internet, una noticia en los medios, una manifestación ante una tienda, una denuncia ecológica, puede provocar daños multimillonarios. Las empresas han creado potentes equipos de comunicación o defensa jurídica, incluso de marketing social. Pero todo eso ya no es suficiente. Son responsables ante la sociedad y lo son en todas sus dimensiones: laborales, medioambientales, internacionales, etcétera.
Hasta hace poco tiempo, la vida interna y la gestión de las empresas pertenecía al campo más estricto de lo privado, incluso al terreno de lo secreto. Pero hoy, la actuación de las empresas es observada por múltiples focos de interés. Medios de comunicación, ONG, consumidores, administraciones públicas, organizaciones ecologistas, sindicatos y hasta los competidores, examinan el comportamiento internacional de las empresas, su respeto a los derechos humanos y a las reglas internacionales de la OIT, su política de recursos humanos, su respeto a las exigencias ecológicas, las condiciones de trabajo de sus proveedores y hasta sus relaciones con las administraciones públicas. Esta exigencia de responsabilidad social o corporativa, como prefieren llamarla otros, es una demanda creciente de una sociedad con opinión pública, capaz de premiar o castigar a los productos, a las marcas y a las empresas en función de su comportamiento general.
De otra, las empresas están cada vez más sometidas al criterio de los inversores financieros. El capitalismo popular tiene algunas consecuencias en este debate. De entrada, porque abre un espacio todavía inexplorado a las fórmulas democráticas de participación de los ciudadanos en las empresas, si éstas, en realidad, tienen a aquéllos como verdaderos propietarios. Las fórmulas de transparencia y buen gobierno, por muy avanzadas y exigentes que sean, no logran cubrir el déficit democrático que surge en esta ecuación desproporcionada. Unos pocos consejeros poseyendo un ligerísimo porcentaje del capital deciden sobre vida y haciendas de millones de accionistas y empleados. No se trata sólo de evitar escándalos de gestión y de control auditor como los recientes. No se trata de nombrar unos pocos consejeros independientes que, en realidad, son totalmente dependientes de quien los nombra. No se trata sólo de informar con mayor transparencia a los accionistas. Se trata de facilitar su control y su participación a través de mecanismos regularizados.
Lo mismo ocurre con los fondos de inversión. Millones de personas que invierten sus ahorros quieren incorporar al análisis legítimo de rentabilidad otros criterios, no menos importantes, sobre determinados componentes éticos, sociales y ecológicos de las empresas o de los proyectos en los que invierten. Esta demanda ciudadana ha generado ya numerosos índices bursátiles, códigos de análisis y productos financieros éticos que resultan particularmente importantes e influyentes cuando se trata de fondos de pensiones colectivos con enorme capacidad financiera (conviene recordar a este respecto la influencia decisiva que tuvieron los fondos de pensiones norteamericanos en la caída del régimen surafricano del apartheid). No deja de sorprenderme que a ninguna de nuestras entidades financieras se le haya ocurrido todavía ofrecer publicitariamente alguno de estos productos financieros, éticos, ecológicos o sociales al ahorrador español.
Es ésta una cultura empresarial que busca la excelencia en su comportamiento con los stakeholders, con sus diversos grupos de interés. Que basa su competitividad en unas relaciones laborales avanzadas en las que la inserción de la discapacidad, la igualdad de sexos, la estabilidad laboral, la formación profesional continua, la participación en beneficios y capital de los empleados o la conciliación familiar y laboral, entre otras muchas cosas, pueden ser exhibidas como una etiqueta de prestigio social. Una excelencia que se traslada a su comportamiento respetuoso con las exigencias ecológicas, que se asegura del cumplimiento de los derechos humanos, de las convenciones internacionales sindicales y de la dignidad laboral en todas sus instalaciones internacionales, o que revisa regularmente las condiciones de trabajo de su cadena de proveedores en cualquier rincón del mundo.
Fomentar esta cultura, extenderla entre las empresas, requiere una política. Desde Naciones Unidas a la Unión Europea, los gobiernos, las grandes empresas, universidades y foros de todo tipo están desarrollando esta idea. Un sector de la izquierda política desprecia por ingenuo este camino. La mayor parte de sus dirigentes políticos desconoce las implicaciones y consecuencia del debate. Por eso considero necesario reivindicarlo en nuestro país, y para hacerlo, sugiero estas conclusiones.
Primera. El PSOE y la izquierda en general tiene que cambiar el filtro con el que examina a las empresas. Es un filtro antiguo y opaco, que ve a las empresas y a los empresarios como un mundo ajeno, sino hostil. El PSOE debe hacer propuestas en relación con el gobierno de la empresa. El código Aldama es un intento absolutamente insuficiente respecto a una ecuación muchísimo más rica, que liga empresa y sociedad desde la óptica de la democracia. Nos llamarán intervencionistas, pero lo harán quienes quieren que nada se altere para que todo siga igual, es decir, en las manos de los de siempre.
Segunda. Es preciso definir la estrategia de apoyo y expansión a la RSC en España. Este Gobierno tiene un mandato en su programa electoral y un camino abierto en el diálogo social. Pero ese camino debe llevarnos a establecer una iniciativa legislativa y una estructura administrativa en el Gobierno de fomento a esta cultura empresarial.
Crítica escasa
Tercera. El papel de los medios de comunicación, y en especial de los de contenido económico, es fundamental. La política y los políticos estamos sometidos a una lupa informativa que nos hace más honestos y transparentes que si este control crítico no existiera. Las empresas no están bajo esta presión. Son muy aislados los casos de investigación y crítica a la gestión empresarial en España, algo que ocurre con más frecuencia en medios de comunicación de otros países. En la sociedad del siglo XXI, un titular de periódico denunciando un comportamiento antisocial puede ser más efectivo que una larga huelga.
Cuarta. El papel de los nuevos agentes cívicos en la nueva sociedad es clave. Una ONG española ha buceado en las condiciones laborales de la cadena de proveedores marroquíes de las grandes empresas españolas del textil. Esa información es vital para los consumidores españoles, pero no tuvo el reflejo necesario para ello en los medios de comunicación. Una política para la empresa reclama fomentar estas prácticas. Difundirlas. Fortalecer estas organizaciones que vertebran una sociedad moderna y que hacen madura e influyente su opinión pública. Dar voz a las organizaciones de consumidores y aumentar su influencia en los criterios de elección de la ciudadanía. Al tiempo que exigimos rigor y transparencia a estas mismas organizaciones para aumentar su credibilidad.
Quinta. Sigo creyendo que el Estado debe ayudar a la modernización y fortalecimiento del sindicalismo. En España, su papel ha sido decisivo estos últimos 30 años. Su función en la nueva sociedad laboral no es menor, aunque estén sometidos a nuevos límites y contradicciones. Pero, con todo y con ello, no hay equilibrio sociolaboral sin un sindicalismo organizado, capaz de defender los intereses de quienes sólo tienen la fuerza de su trabajo y de su unidad.
Esta cultura de exigencia social a las empresas, de inversiones éticas y de control y participación de los ciudadanos accionistas en su gobierno, puede ser una palanca transformadora de nuestra realidad social. Quizás sea una ingenuidad, pero ¿quién tiene otras soluciones y en qué fuerzas se basan? Antoine de Saint Exupéry dijo: "Mirad, en la vida no hay soluciones, sino fuerzas en marcha. Es preciso crearlas y las soluciones vienen".
Este proceso de revaluación del papel de la empresa en la nueva sociedad transcurre paralelo a la crisis del Estado-nación y a la debilidad sindical internacional. El viejo tripartismo del siglo XX, Estado-sindicatos-empresas, ha roto su equilibrio porque el Estado ha visto limitadas sus facultades legislativas y económicas en los espacios supranacionales, en los estrictos márgenes de los planes macroeconómicos de estabilidad y en las exigencias de la competencia de los mercados globales. La respuesta local de los sindicatos a empresas internacionales debilita, a su vez, la fuerza del trabajo, que camina inexorablemente hacia una reducción de su influencia, por la creciente individualización de las relaciones laborales y por la devaluación de la huelga como su principal instrumento de lucha.
Entonces, ¿dónde quedan nuestras esperanzas de progreso? Si este desequilibrio perturbador transforma nuestro mundo, ¿será el mercado, cargado de economicismo frío y competitivo, quien configure una sociedad cada vez más dual, más individualista, estresada por jornadas laborales más largas y una competencia desaforada? ¿Tendremos que admitir como inevitable la progresiva devaluación de la vieja sociedad laboral y del modelo de bienestar social?
La sociedad vigila
Pues bien, creo que la empresa, alfa y omega del mercado, la nueva Deus ex Machina de la nueva sociedad, es precisamente nuestra esperanza, o quizás sería mejor decir debería serlo. La izquierda debe transformar su visión de la empresa y superar su antagonismo ideológico o su desprecio histórico por ella, para articular una nueva dialéctica entre empresa, sociedad y poder político que transforme a las empresas en agentes activos de una sociedad justa. Diversos factores nos ayudan.
De una parte, porque el creciente poder de las empresas las hace más vulnerables ante la sociedad. Su prestigio social, su credibilidad ante la opinión pública, su imagen ligada a marcas comerciales, cada vez más presentes en la vida social, convierte a las empresas en cajas de cristal. Una campaña en Internet, una noticia en los medios, una manifestación ante una tienda, una denuncia ecológica, puede provocar daños multimillonarios. Las empresas han creado potentes equipos de comunicación o defensa jurídica, incluso de marketing social. Pero todo eso ya no es suficiente. Son responsables ante la sociedad y lo son en todas sus dimensiones: laborales, medioambientales, internacionales, etcétera.
Hasta hace poco tiempo, la vida interna y la gestión de las empresas pertenecía al campo más estricto de lo privado, incluso al terreno de lo secreto. Pero hoy, la actuación de las empresas es observada por múltiples focos de interés. Medios de comunicación, ONG, consumidores, administraciones públicas, organizaciones ecologistas, sindicatos y hasta los competidores, examinan el comportamiento internacional de las empresas, su respeto a los derechos humanos y a las reglas internacionales de la OIT, su política de recursos humanos, su respeto a las exigencias ecológicas, las condiciones de trabajo de sus proveedores y hasta sus relaciones con las administraciones públicas. Esta exigencia de responsabilidad social o corporativa, como prefieren llamarla otros, es una demanda creciente de una sociedad con opinión pública, capaz de premiar o castigar a los productos, a las marcas y a las empresas en función de su comportamiento general.
De otra, las empresas están cada vez más sometidas al criterio de los inversores financieros. El capitalismo popular tiene algunas consecuencias en este debate. De entrada, porque abre un espacio todavía inexplorado a las fórmulas democráticas de participación de los ciudadanos en las empresas, si éstas, en realidad, tienen a aquéllos como verdaderos propietarios. Las fórmulas de transparencia y buen gobierno, por muy avanzadas y exigentes que sean, no logran cubrir el déficit democrático que surge en esta ecuación desproporcionada. Unos pocos consejeros poseyendo un ligerísimo porcentaje del capital deciden sobre vida y haciendas de millones de accionistas y empleados. No se trata sólo de evitar escándalos de gestión y de control auditor como los recientes. No se trata de nombrar unos pocos consejeros independientes que, en realidad, son totalmente dependientes de quien los nombra. No se trata sólo de informar con mayor transparencia a los accionistas. Se trata de facilitar su control y su participación a través de mecanismos regularizados.
Lo mismo ocurre con los fondos de inversión. Millones de personas que invierten sus ahorros quieren incorporar al análisis legítimo de rentabilidad otros criterios, no menos importantes, sobre determinados componentes éticos, sociales y ecológicos de las empresas o de los proyectos en los que invierten. Esta demanda ciudadana ha generado ya numerosos índices bursátiles, códigos de análisis y productos financieros éticos que resultan particularmente importantes e influyentes cuando se trata de fondos de pensiones colectivos con enorme capacidad financiera (conviene recordar a este respecto la influencia decisiva que tuvieron los fondos de pensiones norteamericanos en la caída del régimen surafricano del apartheid). No deja de sorprenderme que a ninguna de nuestras entidades financieras se le haya ocurrido todavía ofrecer publicitariamente alguno de estos productos financieros, éticos, ecológicos o sociales al ahorrador español.
Es ésta una cultura empresarial que busca la excelencia en su comportamiento con los stakeholders, con sus diversos grupos de interés. Que basa su competitividad en unas relaciones laborales avanzadas en las que la inserción de la discapacidad, la igualdad de sexos, la estabilidad laboral, la formación profesional continua, la participación en beneficios y capital de los empleados o la conciliación familiar y laboral, entre otras muchas cosas, pueden ser exhibidas como una etiqueta de prestigio social. Una excelencia que se traslada a su comportamiento respetuoso con las exigencias ecológicas, que se asegura del cumplimiento de los derechos humanos, de las convenciones internacionales sindicales y de la dignidad laboral en todas sus instalaciones internacionales, o que revisa regularmente las condiciones de trabajo de su cadena de proveedores en cualquier rincón del mundo.
Fomentar esta cultura, extenderla entre las empresas, requiere una política. Desde Naciones Unidas a la Unión Europea, los gobiernos, las grandes empresas, universidades y foros de todo tipo están desarrollando esta idea. Un sector de la izquierda política desprecia por ingenuo este camino. La mayor parte de sus dirigentes políticos desconoce las implicaciones y consecuencia del debate. Por eso considero necesario reivindicarlo en nuestro país, y para hacerlo, sugiero estas conclusiones.
Primera. El PSOE y la izquierda en general tiene que cambiar el filtro con el que examina a las empresas. Es un filtro antiguo y opaco, que ve a las empresas y a los empresarios como un mundo ajeno, sino hostil. El PSOE debe hacer propuestas en relación con el gobierno de la empresa. El código Aldama es un intento absolutamente insuficiente respecto a una ecuación muchísimo más rica, que liga empresa y sociedad desde la óptica de la democracia. Nos llamarán intervencionistas, pero lo harán quienes quieren que nada se altere para que todo siga igual, es decir, en las manos de los de siempre.
Segunda. Es preciso definir la estrategia de apoyo y expansión a la RSC en España. Este Gobierno tiene un mandato en su programa electoral y un camino abierto en el diálogo social. Pero ese camino debe llevarnos a establecer una iniciativa legislativa y una estructura administrativa en el Gobierno de fomento a esta cultura empresarial.
Crítica escasa
Tercera. El papel de los medios de comunicación, y en especial de los de contenido económico, es fundamental. La política y los políticos estamos sometidos a una lupa informativa que nos hace más honestos y transparentes que si este control crítico no existiera. Las empresas no están bajo esta presión. Son muy aislados los casos de investigación y crítica a la gestión empresarial en España, algo que ocurre con más frecuencia en medios de comunicación de otros países. En la sociedad del siglo XXI, un titular de periódico denunciando un comportamiento antisocial puede ser más efectivo que una larga huelga.
Cuarta. El papel de los nuevos agentes cívicos en la nueva sociedad es clave. Una ONG española ha buceado en las condiciones laborales de la cadena de proveedores marroquíes de las grandes empresas españolas del textil. Esa información es vital para los consumidores españoles, pero no tuvo el reflejo necesario para ello en los medios de comunicación. Una política para la empresa reclama fomentar estas prácticas. Difundirlas. Fortalecer estas organizaciones que vertebran una sociedad moderna y que hacen madura e influyente su opinión pública. Dar voz a las organizaciones de consumidores y aumentar su influencia en los criterios de elección de la ciudadanía. Al tiempo que exigimos rigor y transparencia a estas mismas organizaciones para aumentar su credibilidad.
Quinta. Sigo creyendo que el Estado debe ayudar a la modernización y fortalecimiento del sindicalismo. En España, su papel ha sido decisivo estos últimos 30 años. Su función en la nueva sociedad laboral no es menor, aunque estén sometidos a nuevos límites y contradicciones. Pero, con todo y con ello, no hay equilibrio sociolaboral sin un sindicalismo organizado, capaz de defender los intereses de quienes sólo tienen la fuerza de su trabajo y de su unidad.
Esta cultura de exigencia social a las empresas, de inversiones éticas y de control y participación de los ciudadanos accionistas en su gobierno, puede ser una palanca transformadora de nuestra realidad social. Quizás sea una ingenuidad, pero ¿quién tiene otras soluciones y en qué fuerzas se basan? Antoine de Saint Exupéry dijo: "Mirad, en la vida no hay soluciones, sino fuerzas en marcha. Es preciso crearlas y las soluciones vienen".
El País, 12/12/2004