La igualdad ha sido la palabra clave del socialismo. Nada explica mejor, en tan solo un término, el ideario, las aspiraciones primarias y los programas políticos; todo el universo ideológico que, a lo largo de la historia moderna, ha configurado eso que llamamos ‘la izquierda’. La igualdad ha sido paulatinamente conquistada, como si de una gran montaña se tratara: en una escalada que alcanzaba nuevas cotas, colocando una tras otra palancas, estribos y escalas; clavando pitones en la fisura de las rocas. Una durísima ascensión nunca culminada. En las políticas públicas de protección social de principios del siglo XX, desde el llamado Estado bismarckiano al Estado del Bienestar de finales del mismo siglo, pueden contemplarse los avances de esa escalada y la metáfora de la montaña es perfecta para constatar esa evolución.
Pero cuando creíamos que el único sentido de la marcha de esa aspiración histórica era avanzar y alcanzar la cima, nos hemos encontrado con retrocesos inesperados, con obstáculos insalvables, para constatar que esa palabra, esa aspiración natural de los seres humanos –esa demanda de justicia– reclama una urgente actualización de nuestras soluciones, herramientas y artilugios con los que enfrentar el hielo y la verticalidad de las paredes de la montaña.
Algunos estudios han demostrado que la desigualdad interna de los diferentes países y la global, entre ricos y pobres, han aumentado. Y aunque la globalización ha reducido la pobreza en el mundo y más de mil millones de personas se han incorporado al trabajo formal en las cadenas planetarias de producción, lo cierto es que la participación del trabajo en la renta global se ha reducido y la rentabilidad del capital ha aumentado considerable y desproporcionadamente.
En este sentido, Antoni Vich Parkinson y Thomas Piketty explicaron bien estos procesos de acumulación de riqueza y rentabilidad del capital en una economía globalizada y financiarizada, en un contexto de dominio ideológico del neoliberalismo que a lo largo de los últimos 30 años nos ha adormecido con planteamientos seductores sobre competencia, individuo, libertad, anti estatismo, etc. como requisitos del crecimiento.
Mientras tanto, los obstáculos de nuestra vieja ascensión se acumulaban como si una tormenta perfecta de viento y nieve nos asaltara en plena escalada. Ha sido una noche demasiado larga en la que una globalización desgobernada nos privaba de las herramientas nacionales para combatir el dumping social de la producción mundializada. A su vez, las nuevas tecnologías generaban nuevas brechas de desigualdad, las deslocalizaciones productivas expulsaban al paro a muchos obreros manuales (y empobrecían a las clases medias y a los trabajadores semi cualificados) y la legislación laboral y el sindicalismo resistían con dificultades los cambios que imponían las plataformas y la digitalización (y muchas veces sus luchas eran simplemente resistenciales).
De pronto descubrimos que la fiscalidad nacional era incapaz de luchar contra el capital escondido en paraísos fiscales y que la progresividad fiscal en los impuestos directos se reducía al tiempo que el ingreso de sociedades se desplomaba de manera alarmante. Empezamos a constatar que los viejos instrumentos de la igualdad en las políticas redistributivas eran menos eficaces de lo que creíamos. La educación universal y gratuita no nos hacía iguales frente al mundo laboral globalizado y tecnificado; la sanidad privada se nos escapaba y crecía creando un espacio más cualificado en confort (aunque no en calidad) y en eficacia de servicio.
Ya estábamos observando que el mundo laboral precarizado empobrecía a gran parte de nuestros trabajadores. Muchos sectores económicos competían en base a salarios bajos y sus empleados malvivían. La agricultura, el transporte, el turismo, la hostelería… son demasiados. Demasiados work-poors. Después se sumaron los trabajadores de las plataformas digitales y los servicios de comercio online, además de otros muchos.
En resumen, la igualdad nos llama a nuevas propuestas en un mundo atravesado por disrupciones seculares (digitalización, transición ecológica, globalización financiera y productiva), sometido a tensiones macroeconómicas y geopolíticas desconocidas (la guerra, la crisis energética, y el desplazamiento a Asia de la economía) y en una sociedad en la que se suceden cambios sociales paradigmáticos (envejecimiento, migraciones, concentración urbana, etc.). Hace falta mucha reflexión en la izquierda para descubrir las nuevas circunstancias en las que se desarrolla esta lucha y, sobre todo, mucho análisis e innovación en las respuestas. He aquí algunos de los campos en los que deberemos situar nuestras nuevas propuestas.
La fiscalidad
La globalización financiera se ha convertido en un sumidero de fortunas, patrimonios y beneficios empresariales. Las haciendas nacionales se enfrentan al secreto bancario y a la opacidad fiscal de una industria financiera que ha construido una verdadera ingeniería fiscal al servicio del fraude, la evasión y la elusión en todo el mundo. En los últimos 10 años se ha avanzado, pero queda mucho por hacer.
La fórmula Piketty de una fiscalidad a la riqueza es tan razonable como difícil de implementar. Pero es el camino. Otra vía es la armonización del Impuesto de Sociedades con el establecimiento de un impuesto mínimo general que corrija las distorsiones de las deducciones y las desgravaciones. La fiscalidad universal para las tecnológicas (plataformas digitales) es también imprescindible. Por último, la rentabilidad del capital en transacciones financieras y en plusvalías de corto plazo también merecen ser revisadas al alza.
La predistribución
La izquierda debe revisar sus herramientas y políticas contra la desigualdad manteniendo sus fórmulas ‘distribuidoras’: fiscalidad y subsidios, pero fortaleciendo e innovando en políticas predistributivas, es decir, aquellas que corrigen las diferencias de renta, modificando el funcionamiento del mercado hacia mayores dosis de equidad y en beneficio de poblaciones vulnerables. Aquí encontramos los salarios mínimos y otras intervenciones públicas para cerrar el abanico salarial disparatado de la actualidad. También, claro está, la formación y la educación, que están condicionadas por el estatus social y que han perdido su anterior capacidad de igualación o ascensor social. Además, la intervención pública en mercados fuertemente discriminatorios por razón de renta, se hace más necesaria que nunca: vivienda, energía, movilidad, etcétera.
El combate a las brechas de la disrupción digital
Son múltiples los escenarios de esas nuevas divisiones sociales: entre los mayores y el resto de la sociedad, entre los trabajadores con dominios digitales o sin ellos, entre territorios mejor o peor o nada conectados, en el acceso ciudadano a servicios esenciales a través de internet. La igualdad tiene nuevos y graves retos en la digitalización social y hacen falta intervenciones públicas para afrontarlos y evitarlos.
El dualismo laboral
Caminamos hacia una sociedad laboral muy dual, demasiado diferente. Demasiados trabajadores precarizados y demasiadas diferencias entre los empleados fijos y bien cualificados y los contingentes. El mercado laboral se ha devaluado en calidad y seguridad, y a la izquierda (y sindicatos) nos corresponde una larga marcha de mejora de las condiciones generales de trabajo. Más allá de acciones puntuales positivas, aunque tímidas, sobre el marco legislativo actual, queda mucho por innovar respecto a un mundo que precisa de mayor seguridad y calidad en las condiciones laborales.
La personalización de las políticas del bienestar
Por último, las políticas clásicas del bienestar deben adaptarse progresivamente a las necesidades específicas de una población cada vez más diversa y personalizada. La explosión de la diversidad personal no es un capricho cualitativo del momento identitario que vivimos, sino la consecuencia de una realidad hasta hace poco oculta en la clasificación general de los colectivos. No es casualidad que esas demandas se expresen hoy con más fuerza que nunca. En la actualidad, las políticas de protección social –mayores ingresos mínimos, inserción social, etc.– tienen que atender demandas heterogéneas y múltiples con fórmulas de gestión más descentralizadas y flexibles. La ciudad adquiere aquí también especial significación, porque hay que dotar a los municipios de competencias y recursos para atender la singularidad de sus políticas de protección social.
También es importante la colaboración pública-privada, especialmente con las asociaciones de voluntariado social, para la implementación de esas políticas personalizadas gracias a su conexión con la realidad del tejido social vulnerable. Combatir la desigualdad nos exige no tratar por igual a los desiguales. En cada colectivo hay diversidades que la política del bienestar tiene que atender.
Publicado en Ethic, 18/04/2022