Si Podemos quiere mantener su “No a la guerra” sin matices, si no quiere gasto militar porque no quiere la OTAN, si quiere defender una propuesta propia en materia fiscal, si discrepa de la posición sobre el Sáhara, la regla debe ser trasladar al partido o a su grupo parlamentario la expresión de esas posiciones.
La Legislatura va a ser muy dura en su tramo final. La pandemia, la guerra, las consecuencias macroeconómicas... todo se ha puesto cuesta arriba. ¡Es la política, hermano! Todo es veloz. Nada es predecible. Todo está concatenado. Somos vulnerables.
La coalición resistirá porque tiene que hacerlo. La ruptura es el fracaso. El adelanto, casi también y no garantiza la victoria. Sin embargo, las divergencias reaparecen y probablemente serán más notables, más de fondo. El cambio en la posición española sobre el Sáhara es una muestra más de ese horizonte. A mí personalmente me ha parecido una decisión valiente y acertada, porque siempre creí que una autonomía profunda era una solución mucho más razonable y viable que la independencia de un país con menos de 200.000 habitantes, situado en una conflictiva región del mundo. Pero, reconozco que ese giro estratégico de nuestra posición tradicional exigía muchas conversaciones con muchos interlocutores y un consenso político que en este caso no se ha dado.
Que las cosas eran difíciles se veía ya antes de la guerra de Putin. Un horizonte de crecimiento económico y fondos generosos de inversión venidos de Europa, no garantizan paz social. En otros momentos históricos ya sufrimos estos episodios cuando la mejora económica sucedía a años de sacrificios y estrecheces. Así ocurrió en 1988 con la huelga general más masiva de nuestra historia. En 1993 y en el 2011, con el 15-M ocurrió algo parecido. A comienzos de 2022, a la salida de la pandemia, muchos sectores luchaban por sobrevivir, debilitados por dos años durísimos de pandemia. La inflación y los precios de la electricidad se sumaron a reivindicaciones pendientes y generaron un marco de alarma social y conflictividad en los sectores primarios y de transporte. Todo ello inevitable ante el cumulo de circunstancias adversas.
La guerra tendrá consecuencias importantes en nuestras cuentas públicas, además de en nuestras vidas. Se reducirán los ingresos previstos (miedo a las inversión, contención del consumo y reducciones impositivas a la energía) y aumentarán los gastos para atender a la población más vulnerable, para subvencionar a sectores incapaces de competir y para asumir lo que viene en gasto militar.
La guerra además, nos plantea retos inéditos en múltiples planos: acogida e inserción social de miles de refugiados ucranianos, compromisos militares en el marco de nuestras alianzas OTAN y europeas, participación en la implementación de las sanciones a Rusia que pueden tener prolongación y extensión temporal indefinida, acuerdos en materia de la defensa europea, etcétera. Sin olvidar la cumbre de junio de la OTAN en Madrid, presentada en su día como un éxito de la política exterior española -y lo es- que compromete nuestra ejemplaridad como socio cualificado de la Alianza.
Esta realidad opera sobre un presupuesto cuyas previsiones no contemplaban la mayoría de estas circunstancias (no olvidemos que fue elaborado en el otoño de 2021) y sobre una deuda pública acumulada muy elevada (125 % del PIB).
Yo tengo confianza en que el gobierno sabrá sortear estas y otras dificultades. No tengo ninguna en que Podemos acompañe el rigor y la entereza que la Gobernación española exigirá a nuestros ministros. Por eso creo que deben pactar las divergencias y darse un juego político inteligente.
A finales de los años ochenta del siglo pasado -¡qué lejos queda ya!- protagonicé el primer gobierno de coalición de la democracia. Yo era vicelehendakari con el PNV de Ardanza como lehendakari y nuestra convivencia era tormentosa, aunque casi siempre de puertas para adentro. Había una convicción común en culminar con éxito la experiencia y había materias de alto valor político -el pacto de Ajuria Enea y la Unidad Democrática en la lucha contra el terrorismo- que mantenía la coalición a salvo de los muchos incidentes de aquella época. Nuestra regla de supervivencia siempre fue pactar las discrepancias y la forma de expresarlas y el factor que lo hizo posible fue un marco de confianza y lealtad que nos dimos los dos jefes de filas de ambos partidos en aquella época.
Si Podemos quiere mantener su “No a la guerra ” sin matices, si no quiere gasto militar porque no quiere la OTAN, si quiere defender una propuesta propia en materia fiscal, si discrepa de la posición sobre el Sáhara, la regla debe ser trasladar al partido o a su grupo parlamentario la expresión de esas posiciones y solo excepcionalmente permitir que la portavoz de Podemos en el Gobierno (no sé si es la ministra de Trabajo o la de Asuntos Sociales), exprese la posición minoritaria cuando el Ejecutivo adopte decisiones en tales materias, previa aceptación expresa de la decisión mayoritaria. El otro consejo que, humildemente me permito dar, es que hay que elegir muy cuidadosamente los temas de discrepancia pactada. No pueden serlo todos, ni todos los días. Eso destruye la coalición.
No es una situación ideal pero mantiene la coalición. Es verdad que daña la imagen del Gobierno y ofrece a la oposición gruesa munición para el desgaste, pero no hay otra alternativa cuando el partido minoritario necesita reforzar su perfil electoral para no ser absorbido o diluido en la coalición. Es lo que pasa cuando la coalición es entre dos partidos que se disputan el mismo espectro ideológico y electoral. Son coaliciones más lógicas pero mucho más difíciles.
Esas divergencias pactadas tampoco deben incomodar al PSOE. Le ayudan a ubicarse en una zona más templada socialmente y sobre todo le permiten ejercer como el partido fiable para gobernar España con responsable equilibrio de sus múltiples intereses, de su enorme pluralidad y de conformidad con nuestros compromisos internacionales.