Le llamábamos Napoleón. Era un mote fácil que los niños de aquel colegio de Herrera le pusimos al fraile recién llegado que apenas tenía unos pocos años más que nosotros. Combatía su juventud y evitaba el choteo de los niños con un gesto adusto y serio, metiendo su mano derecha en el pecho entre los muchos y pequeños botones de su sotana negra, adornada por el babero blanco plastificado de los Hermanos de La Salle. Por eso fue fácil encontrar el mote que todo profe merecía.
Mucho tiempo después me lo encontré en la política vasca. Eran los primeros años ochenta. Nunca olvidaré que mi primer comentario fue recordarle la severidad con la que nos obligaba a aprender los ríos de España. Todos, uno por uno. Hicimos muchas bromas sobre aquel tiempo en el que diez años de diferencia nos colocaron en espacios antagónicos de clase y nuestro reencuentro volvía a colocarnos en la rivalidad de partidos políticos que competían por un espacio electoral parecido. Fue un encuentro entrañable, sin embargo. Acompañaba a Mario Onaindia y a Juan Mari Bandrés (¡¡cuántas y valiosas perdidas!!) en las primeras conversaciones que manteníamos para conocernos y forjar la fusión años después. Mario era divertido, ocurrente, genial. Xabier era más serio, más rígido, más deudor de su propia organización, menos dado a cambios o quizás más dispuesto a una fusión construida más sobre su Euskadiko Ezkerra que sobre el PSE. Finalmente, casi diez años después, la conseguimos, creando el PSE-EE con la ayuda de Jon Larrinaga y de otros de sus compañeros de entonces, además, claro está, de la colaboración imprescindible de Mario.
Xabier no quiso sumarse. Lo sentí mucho. Yo creo que fue su propio sentido de la lealtad a la marca y a la casa a la que pertenecía, lo que le mantuvo en tierra de nadie. No se sentía con ganas de empezar otra andadura política. Quizás simplemente no fuimos capaces de involucrarle en el nuevo proyecto. Pero al perder su etiqueta partidaria, esa que tanto nos marca y que tanto nos distancia en Euskadi, resultó muy útil para su nombramiento como Ararteko. Le apoyamos y le renovamos el mandato porque era ideal para el cargo. Serio y responsable. Severo y exigente con las administraciones, atento a las injusticias o a los incumplimientos del deber, cercano a los ciudadanos, próximo a los humildes, abierto a todas las opiniones. Estaba en todo. Su presencia institucional era plena y permanente.
En el ejercicio de su cargo destacó por la defensa de los Derechos Humanos y por su sensibilidad para con las víctimas del terrorismo. Durante años ha mantenido esos vínculos y ha sido ponente de congresos y seminarios en esos entornos hasta hace bien poco. Amaba Bilbao. Disfrutaba de sus calles y su cultura. Begoña le guio a la música y al arte. Vivían en el corazón de la villa y acudían a exposiciones y conciertos casi cada día. Pudo ser Ararteko europeo a principios de siglo, pero se torcieron las complejas gestiones para lograrlo.
El odio y el sectarismo de la Batasuna de los noven a los expulsó de su ciudad y les alejó de sus amigos y de sus familias. La persecución y el acoso de aquellos fanáticos de «socializar el sufrimiento», las pintadas, las llamadas telefónicas, la necesidad de protección, el abandono y la cobardía de muchos... les echó de Bilbao. Encontraron refugio en Almería y fueron felices con nuevos amigos, con más música, con más paz, con el sol y buena gente.