13 de mayo de 2019

Ser un hombre de Estado.

 Se lo pregunté varias veces, ¿Cuándo lo vas a contar? Me respondía con el silencio en su cara, alzando sus hombros y una sonrisa picarona, mitad simpatía, mitad impotencia. El significado de su expresiva gestualidad era un “no debo, no puedo”. Eso es ser un hombre de Estado.

Él no debía contar cómo lo hicieron, ni siquiera años después de que ETA declarase la renuncia a la violencia, el fin del terrorismo, aquel 20 de octubre inolvidable de 2011. Fue un final feliz, extraordinario. Nadie, en ningún lugar del mundo, ha terminado tan limpia, tan democrática y tan definitivamente con la violencia terrorista como lo hicimos en España. Miren a Irlanda o a Colombia. Recuerden a Italia o Alemania. Él y Zapatero lo hicieron muy bien. Derrotar a la banda y ofrecerle una pista de aterrizaje que les permitiera cerrar su trágica historia. Lo hicieron muy bien y no lo han contado. Son hombres de Estado. Hoy les elogian incluso quienes les llamaron traidores y ponían palos en la ruedas de la Paz.

Alfredo era inagotable. Trabajaba hasta la extenuación. Preparaba sus discursos y se aseguraba bien del rigor de lo que decía. Lo leía todo, consultaba con el mundo, conversaba sin límites. Analizaba pros y contras, calculaba consecuencias, dibujaba escenarios, intuía el futuro.

Prestó servicios memorables al país como su discreta y meritoria contribución a la sucesión de Juan Carlos I y la consecuente entronización del actual Rey. Se es hombre de Estado por muchas cosas, también por hacer y no decir. Era, por todo ello, un político de los pies a la cabeza. Vivía y bebía la política. Incluso ahora, refugiado en la Facultad de Químicas seguía viéndolo todo, sugiriendo, proponiendo, conversando… Siempre en movimiento. Rápido, como el velocista que fue.

Amaba el pacto. Era negociador y gustaba del acuerdo. En los inicios del brote catalán, alrededor de 2013, me pidió escribir la propuesta autonómica socialista. La negociamos primero con Miquel y el PSC y luego con todos los varones del PSOE hasta alumbrar el famoso documento de Granada. Yo escribía, él negociaba. Consiguió un consenso que parecía imposible. Era un político de acuerdos. ¿Quién lo es ahora? Este país ha perdido el aprecio por los pactos. Peor aún, consideran débil o cobarde al que pacta, cuando debería dársele el mérito del valor y recibir el elogio porque los acuerdos ennoblecen a la política. Alfredo era un gran negociador, un gran pragmático.

En 2012 me pidió concebir y organizar una gran conferencia política para modernizar el PSOE después de nuestra derrota electoral en 2011 y para incorporar a nuestra propuesta programática las exigencias de una nueva sociedad en un mundo en cambio acelerado. Juntos hicimos un enorme esfuerzo de aggiornamiento del PSOE, contando con los mejores expertos en todos los planos ideológicos y políticos de nuestro país. La Conferencia Política fue un éxito. Todavía hoy, el PSOE bebe de esas fuentes. Fue un hombre de nuestro tiempo. Miraba lejos y adelante.

Fue uno de los mejores parlamentarios de nuestra historia democrática. Era didáctico y claro. Buen comunicador. Cuando llegó Twitter, él ya había descubierto los 140 caracteres. Mucho antes tuvo claro que los mensajes largos no entraban en la tele y que sólo los titulares y las frases redondas entraban en los periódicos.

Antes de ser jefe, fue colaborador. Lo fue de Maravall, de Almunia, de Felipe, de Borrell. De todos se hizo imprescindible. Cuando coincidimos en el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, nos reuníamos a las 8:00h de la mañana en su despacho. Ya teníamos la prensa sobre la mesa. Allí se veían los temas, los marrones y allí se decidía qué decir, quién lo hacía, en qué acto… Era un analista fino. Era muy listo, muy sagaz. Fue un líder.

Se ha ido uno de los mejores. Uno de los que más ha hecho por el país estos últimos 30 años. Se ha ido uno de los grandes.

Lo recordaremos y le reivindicamos con orgullo.
Publicado en Expansión, 13/05/2019