El nacionalismo ataca de nuevo. El catalán o el vasco. El italiano o el húngaro. El americano o el ruso. De nuevo la nación: “America First”, “verdaderos finlandeses”, “Italia para los italianos”, el orgullo de la Gran Rusia…Siempre lo mismo, la exaltación de lo propio, la manipulación de la historia, el rechazo al diferente, el victimismo falsario, la culpa de los otros, el enemigo exterior…
Releyendo las razones del fracaso de la República de Weimar y la exaltación nacionalista alemana del Partido Nacionalsocialista (NSDAP) y de su líder Adolf Hitler, es fácil identificar los mismos sentimientos y lemas en el fondo de aquel trágico triunfo y de aquella democracia frustrada. No se trata de dramatizar ni de establecer comparaciones sobre contextos tan diferentes, sino de reflexionar e ilustrar respecto de los peligros de esa tentación tan humana, que encuentra en el nacionalismo la piedra filosofal y la solución ideológica más preclara a múltiples frustraciones y a los complejos problemas de un mundo globalizado, en plena disrupción tecnológica y lleno de incertidumbres.
Si analizamos la verdadera naturaleza de los problemas europeos en esta crisis existencial que ha vivido -y que sigue viviendo- Europa, descubriremos que el telón de fondo de la mayoría de ellos es la superposición de la nación al proyecto europeo, que destruye el espíritu del Tratado de Roma y de los padres fundadores de la UE, quienes veían en la superación de los nacionalismos europeos y en la construcción supranacional europea la solución a la guerra y el camino del progreso social. Hoy, por el contrario, incluso el legítimo interés nacional en las múltiples disensiones internas que vivimos en la UE, adquiere formas y perfiles nacionalistas que ponen en peligro el proyecto común, que lo obstaculizan seriamente o simplemente, lo paralizan.
Nacionalismo fue el Brexit. Si una trasnochada nostalgia del gran imperio que fue Gran Bretaña no hubiera alimentado el “take back control” que vertebró el abandono de la Unión, el Brexit no habría triunfado.
Nacionalismo nostálgico es también la pretensión de abandonar el euro, como si volver al franco fuera la solución a los problemas económicos y sociales de Francia, o como si establecer una ley de prioridad nacional en el consumo, fuera a cambiar las decisiones de compra de los franceses, como sugiere la señora Le Pen.
Nacionalismo es culpar a Bruselas de todos los males y nacionalizar los éxitos internos, como hacen demasiados líderes y partidos en demasiados países de la unión, por no decir en todos.
Nacionalismo demagógico es atribuir a la Comisión Europea los límites en el endeudamiento o en el déficit presupuestario, engañando a la ciudadanía sobre los problemas económicos y presupuestarios propios, como han hecho Salvini y su gobierno estos últimos días.
Nacionalismo es reivindicar la soberanía nacional frente a cualquier legislación comunitaria, en una interpretación exagerada de la subsidiariedad.
Nacionalismo es negarse a la necesaria armonización fiscal en un mercado único alegando la soberanía fiscal de la nación, mientras al mismo tiempo se practica la competencia desleal con normativas fiscales favorecedoras de la inversión o la deslocalización de empresas, en perjuicio de todos los demás países de la unión.
Nacionalismo es cerrar la frontera (Visegrado) y negarse a aceptar cuotas de reparto de los inmigrantes que reciben los países frontera de la unión.
Todos esos componentes y otros más, estarán presentes en las fuerzas nacionalistas que reivindican sin tapujos una Europa de naciones libres, de soberanías nacionales, en una manifiesta y rotunda afirmación antieuropea, porque la historia y la realidad nos indican que únicamente renunciando y compartiendo soberanías fue posible construir Europa y será posible afrontar los retos que solo podemos resolver juntos.
Esta nostálgica y falsaria reivindicación nacionalista es letal para Europa y su futuro. Ese celofán en el que se envuelve el nacionalismo estatal es engañoso, y coincide en el fondo con los enemigos de Europa, los que quieren una Europa desunida y débil, incapaz de jugar en el tablero geopolítico y económico-tecnológico del mundo que viene. No es casualidad que la Rusia de Putin esté detrás de la financiación de muchos de estos partidos, que bajo las soflamas de la nación ocultan un profundo antieuropeísmo.
Por eso fue valiente la denuncia que hizo el Presidente Sánchez en Estrasburgo contra esas identidades que excluyen y dividen, haciéndonos más débiles ante el futuro. La verdadera soberanía se juega en la innovación, en la tecnología, en el comercio internacional, en la competitividad, en las sedes de las grandes empresas. Eso sí te hace soberano ante las grandes batallas que se están librando en el mundo.
Sánchez habló al europeísmo recordando que no hay protección en el proteccionismo y que para conseguir una Europa que proteja (Macron), primero hay que proteger a Europa. “Solo la unidad nos asegura el futuro”, dijo Sánchez la mañana en la que toda Europa temblaba ante un no-deal en el Brexit.
Publicado en El Confidencial, 27/01/2019
Releyendo las razones del fracaso de la República de Weimar y la exaltación nacionalista alemana del Partido Nacionalsocialista (NSDAP) y de su líder Adolf Hitler, es fácil identificar los mismos sentimientos y lemas en el fondo de aquel trágico triunfo y de aquella democracia frustrada. No se trata de dramatizar ni de establecer comparaciones sobre contextos tan diferentes, sino de reflexionar e ilustrar respecto de los peligros de esa tentación tan humana, que encuentra en el nacionalismo la piedra filosofal y la solución ideológica más preclara a múltiples frustraciones y a los complejos problemas de un mundo globalizado, en plena disrupción tecnológica y lleno de incertidumbres.
Si analizamos la verdadera naturaleza de los problemas europeos en esta crisis existencial que ha vivido -y que sigue viviendo- Europa, descubriremos que el telón de fondo de la mayoría de ellos es la superposición de la nación al proyecto europeo, que destruye el espíritu del Tratado de Roma y de los padres fundadores de la UE, quienes veían en la superación de los nacionalismos europeos y en la construcción supranacional europea la solución a la guerra y el camino del progreso social. Hoy, por el contrario, incluso el legítimo interés nacional en las múltiples disensiones internas que vivimos en la UE, adquiere formas y perfiles nacionalistas que ponen en peligro el proyecto común, que lo obstaculizan seriamente o simplemente, lo paralizan.
Nacionalismo fue el Brexit. Si una trasnochada nostalgia del gran imperio que fue Gran Bretaña no hubiera alimentado el “take back control” que vertebró el abandono de la Unión, el Brexit no habría triunfado.
Nacionalismo nostálgico es también la pretensión de abandonar el euro, como si volver al franco fuera la solución a los problemas económicos y sociales de Francia, o como si establecer una ley de prioridad nacional en el consumo, fuera a cambiar las decisiones de compra de los franceses, como sugiere la señora Le Pen.
Nacionalismo es culpar a Bruselas de todos los males y nacionalizar los éxitos internos, como hacen demasiados líderes y partidos en demasiados países de la unión, por no decir en todos.
Nacionalismo demagógico es atribuir a la Comisión Europea los límites en el endeudamiento o en el déficit presupuestario, engañando a la ciudadanía sobre los problemas económicos y presupuestarios propios, como han hecho Salvini y su gobierno estos últimos días.
Nacionalismo es reivindicar la soberanía nacional frente a cualquier legislación comunitaria, en una interpretación exagerada de la subsidiariedad.
Nacionalismo es negarse a la necesaria armonización fiscal en un mercado único alegando la soberanía fiscal de la nación, mientras al mismo tiempo se practica la competencia desleal con normativas fiscales favorecedoras de la inversión o la deslocalización de empresas, en perjuicio de todos los demás países de la unión.
Nacionalismo es cerrar la frontera (Visegrado) y negarse a aceptar cuotas de reparto de los inmigrantes que reciben los países frontera de la unión.
Todos esos componentes y otros más, estarán presentes en las fuerzas nacionalistas que reivindican sin tapujos una Europa de naciones libres, de soberanías nacionales, en una manifiesta y rotunda afirmación antieuropea, porque la historia y la realidad nos indican que únicamente renunciando y compartiendo soberanías fue posible construir Europa y será posible afrontar los retos que solo podemos resolver juntos.
Esta nostálgica y falsaria reivindicación nacionalista es letal para Europa y su futuro. Ese celofán en el que se envuelve el nacionalismo estatal es engañoso, y coincide en el fondo con los enemigos de Europa, los que quieren una Europa desunida y débil, incapaz de jugar en el tablero geopolítico y económico-tecnológico del mundo que viene. No es casualidad que la Rusia de Putin esté detrás de la financiación de muchos de estos partidos, que bajo las soflamas de la nación ocultan un profundo antieuropeísmo.
Por eso fue valiente la denuncia que hizo el Presidente Sánchez en Estrasburgo contra esas identidades que excluyen y dividen, haciéndonos más débiles ante el futuro. La verdadera soberanía se juega en la innovación, en la tecnología, en el comercio internacional, en la competitividad, en las sedes de las grandes empresas. Eso sí te hace soberano ante las grandes batallas que se están librando en el mundo.
Sánchez habló al europeísmo recordando que no hay protección en el proteccionismo y que para conseguir una Europa que proteja (Macron), primero hay que proteger a Europa. “Solo la unidad nos asegura el futuro”, dijo Sánchez la mañana en la que toda Europa temblaba ante un no-deal en el Brexit.
Publicado en El Confidencial, 27/01/2019