Yo tenía 30 años y por circunstancias bastante accidentadas me había convertido en el alcalde de mi ciudad. Era el presidente de la Gestora Municipal del Ayuntamiento de San Sebastián que había sustituído al último alcalde del viejo régimen por la presión política que todos los partidos democráticos hicimos para llevar la democracia recién estrenada en junio de 1977 al Ayuntamiento donostiarra. Finalmente el entonces ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa, cesó al alcalde Otazu y se constituyó una Gestora municipal con arreglo a los únicos resultados electorales conocidos, los de los comicios celebrados en 15 de junio de 1977. Contra todo pronóstico, el Partido Socialista había ganado las elecciones generales en San Sebastián, las primeras tras la dictadura, y me propuso para presidir esa Gestora. Tomé posesión en pleno Festival Internacional de Cine, en aquel año en el mes de agosto del 78.
Era una Corporación integrada por los primeros partidos de aquella época. PSOE y PNV, con seis concejales cada uno, y el resto de todos los colores: Partido Comunista, Movimiento Comunista, Euskadiko Ezkerra, Guipúzcoa Unida, AP... Recuerdo muy bien aquellos meses con Fernando Múgica y Carlos García Cañibano en mi grupo, con Ramón Labayen presidiendo el grupo nacionalista. Hicimos un gran equipo pluripartidista en el que tuvieron mucho protagonismo Lola Arrieta, del Partido Comunista, Txema García Amiano, de Euskadiko Ezkerra, y Manu González Baragaña, del EMK.
Aquella noche de la víspera de la Fiesta de San Sebastián, hace ya 40 años, habían invitado a una delegación del Ayuntamiento de Wiesbaden, ciudad alemana hermanada con San Sebastián para celebrar aquel día con nosotros. Después de cenar en la sociedad de la Unión Artesana fuimos al edificio del antiguo Ayuntamiento, la Biblioteca Municipal, en una abarrotada Plaza de la Constitución. Imaginen nuestra emoción. Por primera vez íbamos a dirigirnos en nombre de la Corporación democrática a la ciudadanía concentrada en una fiesta que había servido tradicionalmente para expresar las protestas antifranquistas y las reivindicaciones populares.
Yo había ordenado que se pusieran todas las banderas en los mástiles de la Biblioteca Municipal, incluida, claro está, la española. No fue una decisión fácil porque mis compañeros del resto de partidos me presionaban para no ponerla. Estaban incluso dispuestos a renunciar a la ikurriña y me sugerían colocar solo la bandera de San Sebastián en la fachada de la Biblioteca. Cuando dieron las doce de la noche en el reloj y comenzó a sonar la Marcha de San Sebastián, junto a Ramón Labayen, nos pusimos a hacer ‘bailar’ la bandera (izarla y arriarla a la vez) al ritmo de la tamborrada, creyendo en ese momento que esta vez los tradicionales gritos y lanzamiento de huevos contra la Corporación, que habitualmente se arrojaban en los años del franquismo, se iban a convertir en aplausos por tratarse del primer ayuntamiento democrático tras la larga noche de la dictadura.
No fue asi. Nos caía de todo a los que estábamos en los balcones: huevos, manzanas, tomates... y tuvimos que refugiarnos detrás de las ventanas para sortear los ataques, decepcionados por una reacción que sinceramente no comprendíamos, hasta que, de pronto, comenzaron los aplausos. Creiamos ingenuamente que eran para nosotros y para la democracia recién recuperada en el Ayuntamiento. Pronto descubrimos que unos encapuchados habían penetrado en el edificio, y habían descolgado y medio quemado la bandera española que estaba colocada en el mástil de la otra ventana de la Biblioteca, justo en el balcón en el que estaban los concejales alemanes de Wiesbaden que no salían de su estupor y no comprendían nada de lo que estaba pasando a su alrededor.
Puede que muchos de ustedes conozcan lo que ocurrió el resto de la noche. Los efectivos de la Policía Nacional entraron en la Parte Vieja, como imaginarán ustedes abarrotada de gente, tomaron el edificio y se parapetaron en él durante horas en una noche infernal de pelotas de goma, sirenas, porrazos, detenciones...
Recuerdo que fue una noche horrible. Cuando a la mañana siguiente, en un Alderdi Eder soleado, con miles de niños emocionados delante del Ayuntamiento, esperando mi orden para comenzar la Tamborrada infantil, me disponía a salir al balcón de la Casa Consistorial, mi secretaria me anunció que el jefe de la Policía Nacional quería verme. Precipitadamente le recibí en mi despacho, se cuadró ante mí, y me entregó una bandeja de plata, con los restos de una bandera española medio quemada diciéndome: «señor alcalde, le devuelvo la bandera recuperada». Luego siguió la fiesta. Comprenderán ustedes que tanto tiempo después no haya olvidado aquella noche.
Publicado en El Diario Vasco, 19/01/2019
Era una Corporación integrada por los primeros partidos de aquella época. PSOE y PNV, con seis concejales cada uno, y el resto de todos los colores: Partido Comunista, Movimiento Comunista, Euskadiko Ezkerra, Guipúzcoa Unida, AP... Recuerdo muy bien aquellos meses con Fernando Múgica y Carlos García Cañibano en mi grupo, con Ramón Labayen presidiendo el grupo nacionalista. Hicimos un gran equipo pluripartidista en el que tuvieron mucho protagonismo Lola Arrieta, del Partido Comunista, Txema García Amiano, de Euskadiko Ezkerra, y Manu González Baragaña, del EMK.
Aquella noche de la víspera de la Fiesta de San Sebastián, hace ya 40 años, habían invitado a una delegación del Ayuntamiento de Wiesbaden, ciudad alemana hermanada con San Sebastián para celebrar aquel día con nosotros. Después de cenar en la sociedad de la Unión Artesana fuimos al edificio del antiguo Ayuntamiento, la Biblioteca Municipal, en una abarrotada Plaza de la Constitución. Imaginen nuestra emoción. Por primera vez íbamos a dirigirnos en nombre de la Corporación democrática a la ciudadanía concentrada en una fiesta que había servido tradicionalmente para expresar las protestas antifranquistas y las reivindicaciones populares.
Yo había ordenado que se pusieran todas las banderas en los mástiles de la Biblioteca Municipal, incluida, claro está, la española. No fue una decisión fácil porque mis compañeros del resto de partidos me presionaban para no ponerla. Estaban incluso dispuestos a renunciar a la ikurriña y me sugerían colocar solo la bandera de San Sebastián en la fachada de la Biblioteca. Cuando dieron las doce de la noche en el reloj y comenzó a sonar la Marcha de San Sebastián, junto a Ramón Labayen, nos pusimos a hacer ‘bailar’ la bandera (izarla y arriarla a la vez) al ritmo de la tamborrada, creyendo en ese momento que esta vez los tradicionales gritos y lanzamiento de huevos contra la Corporación, que habitualmente se arrojaban en los años del franquismo, se iban a convertir en aplausos por tratarse del primer ayuntamiento democrático tras la larga noche de la dictadura.
No fue asi. Nos caía de todo a los que estábamos en los balcones: huevos, manzanas, tomates... y tuvimos que refugiarnos detrás de las ventanas para sortear los ataques, decepcionados por una reacción que sinceramente no comprendíamos, hasta que, de pronto, comenzaron los aplausos. Creiamos ingenuamente que eran para nosotros y para la democracia recién recuperada en el Ayuntamiento. Pronto descubrimos que unos encapuchados habían penetrado en el edificio, y habían descolgado y medio quemado la bandera española que estaba colocada en el mástil de la otra ventana de la Biblioteca, justo en el balcón en el que estaban los concejales alemanes de Wiesbaden que no salían de su estupor y no comprendían nada de lo que estaba pasando a su alrededor.
Puede que muchos de ustedes conozcan lo que ocurrió el resto de la noche. Los efectivos de la Policía Nacional entraron en la Parte Vieja, como imaginarán ustedes abarrotada de gente, tomaron el edificio y se parapetaron en él durante horas en una noche infernal de pelotas de goma, sirenas, porrazos, detenciones...
Recuerdo que fue una noche horrible. Cuando a la mañana siguiente, en un Alderdi Eder soleado, con miles de niños emocionados delante del Ayuntamiento, esperando mi orden para comenzar la Tamborrada infantil, me disponía a salir al balcón de la Casa Consistorial, mi secretaria me anunció que el jefe de la Policía Nacional quería verme. Precipitadamente le recibí en mi despacho, se cuadró ante mí, y me entregó una bandeja de plata, con los restos de una bandera española medio quemada diciéndome: «señor alcalde, le devuelvo la bandera recuperada». Luego siguió la fiesta. Comprenderán ustedes que tanto tiempo después no haya olvidado aquella noche.
Publicado en El Diario Vasco, 19/01/2019