Pase lo que pase el 27-S en Cataluña, un gravísimo y largo proceso de fracturas sociales, será inevitable. La primera en el seno de la propia sociedad catalana, porque, al margen del concreto reparto de escaños, el sí y el no a la independencia ocupan y, ocuparán, parecido porcentaje electoral: entre el 40 y 45%. La gravedad de una fractura social en dos mitades se acentúa por la dimensión territorial de ese enfrentamiento interno (muy desigual en según provincias, ciudades y territorios), por la creciente radicalidad en el antagonismo de cada bloque para con el otro y, por supuesto, por la inevitable traslación de esa disyuntiva con todas sus tensiones a los ámbitos sociales de la vida ciudadana: familia, amigos, centros de trabajo, etc.
Este proceso no ha hecho más que empezar. Los sucesivos acontecimientos que les/nos esperan en los próximos años, no irán sino acentuando los perfiles de esa fractura cuando unos y otros se culpen de las gravísimas consecuencias que en todos los órdenes se van a producir. Todo parece presagiar una cascada de decisiones políticas y jurídicas de enorme gravedad entre las que todo cabe imaginar. Desde la declaración unilateral de independencia hasta sucesivas reacciones sancionadoras del Estado. Es fácil imaginar entonces, el ‘in crescendo’ de la radicalidad social en Cataluña, entre promotores y detractores de un proceso independentista tan oportunista como enloquecido.
¿Y en España? La fractura con Cataluña hará cada vez más difícil la recuperación del diálogo y la búsqueda de una solución negociada sobre su singularidad. Valga como síntoma, por banal que sea, y lo es, las pitadas a Piqué en Oviedo. Mucho antes, algunos ya utilizaron la reforma del Estatuto catalán para hacer una campaña partidista y soez contra Cataluña, que en poco nos ayudará ahora para encontrar acomodo a la nación catalana en el Estado español, que en mi opinión será la única terapia a este enconamiento social y la más que probable solución a este contencioso cuando tengamos que encontrar salida a este camino a ninguna parte. El cansancio y el rechazo social español a Cataluña se ve acelerado estos meses por el discurso nacionalista pro-independencia, basado, como siempre en estos casos, en un agravio exagerado, construido sobre una historia falseada y un victimismo tan manipulado como oportunista. Es imposible que los espa- ñoles no perciban que, en el fondo, los independentistas buscan egoístamente un futuro solos para ahorrarse las solidaridades a las que obligan la pertenencia a un Estado.
Llegados a este punto, es legítimo que quienes aspiran a construir un Estado independiente en Cataluña, nos pregunten: ¿cuándo y cómo podemos materializar nuestro legítimo deseo? ¿Hay alguna posibilidad de hacerlo posible en el marco legal y constitucional de España? Personalmente creo que negar la viabilidad jurídica a esas pretensiones no es democráticamente aceptable, pero también creo que el conjunto de exigencias para su realización es todo lo contrario a lo que estamos viendo en Cataluña. En primer lugar, no puede ser la consecuencia de unas elecciones tan confusas: ¿son plebiscitarias, son autonómicas…? La gente debe saber realmente qué vota y para qué. No puede ser la consecuencia puntual de una coyuntura tan oportunista como la que ha atravesado España estos últimos seis años, hábilmente manipulada para culpar a Madrid de todos los sufrimientos de los catalanes. No puede ser decidido con una mayoría de escaños aunque estos no correspondan a la mayoría absoluta de los votantes, o mucho menos, de los habitantes. La libertad de opinar, sin miedo, en un sistema de medios de comunicación abierto y plural, debe estar garantizada y ese no es el caso de la Cataluña oficial y gubernamental, volcada al independentismo.
Un proceso independentista exige un acuerdo previo. Para que sea real y posible es necesario un acuerdo entre Cataluña y España. De lo contrario, esperar que España negocie de buena fe su amputación es más que de ingenuos. Peor aún, ocultar que una vía unilateral a la independencia tendrá consecuencias seguras y graves en aspectos tan importantes de la vida de los catalanes como es su salida de Europa y la imposibilidad de su reingreso sin unanimidad de los Veintiocho, o el futuro de sus pensiones, o el reparto del Patrimonio común o la carga de la deuda pública española, o tantas cosas más, es un engaño masivo del independentismo a los votantes que producirá frustraciones de muy difícil compensación.
Ahora bien, ¿es posible un acuerdo para la independencia? En mi opinión, el acuerdo solo puede ser la consecuencia de una voluntad política muy mayoritaria de los ciudadanos de Cataluña, reiteradamente expresada, plenamente democrá- tica en todas sus manifestaciones y vertebrada en su territorio. Se trata de un proceso, no de un acto puntual ni de una consulta coyuntural, que debería abarcar sucesivas consultas electorales con mayorías sólidas, amplias, inequívocas, fruto de una ciudadanía articulada, voluntariamente unida en torno a ese destino. Esa voluntad democrática es insoslayable y acabaría dando lugar a una conformación jurídico-política que exigirá una negociación previa con el Estado y con Europa y que podría ser, entonces sí, sometida a ratificación por el pueblo de Cataluña (y por el de España).
Pero nada de esto está ocurriendo en Cataluña. Todo es fruto de un aprovechamiento de circunstancias coyunturales (desde el descontento social con la crisis económica, a la no menos importante crisis de Convergència), en un proceso acelerado y unilateral (como me dijo un dirigente de Esquerra, «o ahora, o nunca»), bajo una fuerte influencia mediática gubernamental en esa dirección, y con unas mayorías muy mínimas (¿no contaron ya en el famoso referéndum y fueron 1,7 millones frente a 7 de población?)
No, así no. Yo no le niego a Cataluña su derecho a construir un nuevo Estado, pero semejante tarea hoy y aquí (en España y en Europa) requiere de unas mayorías muy sólidas, reiteradamente expresadas, como prueba de una voluntad colectiva asentada en el tiempo, vertebrada en el territorio y por todo ello políticamente indubitada. Eso requiere años –no prisas–, libertad plena en todas las opiniones, igualdad de oportunidades, serenidad colectiva, negociaciones y acuerdos previos para su posterior concreción jurídica y política. Así, sí.
Publicado en El Correo, 13/9/2015