En las últimas semanas, varios miles de ciudadanos colombianos y colombo-venezolanos han abandonado el territorio de Venezuela para volver a Colombia. Una parte de ellos lo han hecho por la fuerza, obligados por el Gobierno de Nicolás Maduro bajo la acusación de practicar el contrabando, el narcotráfico o incluso de formar parte de bandas armadas. El resto ha retornado a Colombia por miedo a una deportación, con todas las consecuencias que la misma traería consigo, entre otras la prohibición de volver a Venezuela en los próximos años.
Al margen del carácter fundado o no de las acusaciones contra este colectivo, de consideraciones políticas sobre los objetivos perseguidos con este desplazamiento de población, o de las razones socioeconómicas que laten detrás del conflicto, existe en él un aspecto básico que no podemos perder de vista: el de los Derechos Humanos.
Los representantes de ACNUR en Colombia y los delegados de Naciones Unidas enviados a la zona han informado de numerosos casos de uso abusivo de la fuerza contra deportados y retornados. Se trata a menudo de personas muy pobres que abandonan Venezuela sin tener tiempo de recoger los pocos bienes que poseen, perdiendo sus medios de vida y arriesgándose a un penoso viaje a pie campo a través. Con el fin de dificultar su retorno, las autoridades venezolanas ordenan la demolición de las viviendas y destrucción de los documentos de identidad de los deportados.
En una zona en la que abundan los matrimonios mixtos, muchas de esas expulsiones están trayendo consigo la separación de las familias. A todo ello se añade el hecho de que, según denuncias recibidas por ACNUR, especialmente en los primeros días se dieron casos de refugiados y solicitantes de asilo de origen colombiano que habían sido deportados sin tener en cuenta la especial protección a la que su status les da derecho. Y por si fuera poco, en el lado colombiano de la frontera ese flujo repentino de población genera necesidades de refugio y abastecimiento de productos básicos que, tal como la propia ONU ha señalado, pueden convertirse en un problema humanitario.
Como decía, la que separa Venezuela y Colombia es una frontera viva. Viva porque es porosa para las personas y las mercancías, y extremadamente difícil de controlar para las fuerzas de seguridad en toda su extensión. Y viva también porque las poblaciones de uno y otro lado coexisten en una vecindad muy estrecha, que mezcla familias y comunidades, y que mezcla también sus economías, para bien y para mal. La solución de este conflicto es compleja y debe ser abordada con serenidad, evitando en la medida de lo posible la pulsión emocional que las cuestiones transfronterizas suscitan entre los nacionales de los estados implicados. Pero sobre todo, debe plantearse sobre la base del respeto a los Derechos Humanos, que son el único suelo universal con el que contamos para definir lo que entendemos como dignidad humana.
Publicado en El Huffington Post. 10/09/2015