Sé muy bien lo que es llegar a la paz después de décadas de terrorismo. Sé lo que se siente. Sé lo que se sufrió. Gran parte de mi vida ha estado marcada por esa tragedia y por la épica de esa lucha. No olvidaré el 20 de octubre de 2011, cuando ETA anunció el abandono definitivo de la violencia. Ojalá que el 23 de marzo de 2016 sea el día clave para la paz definitiva en Colombia.
Por eso, el anuncio de La Habana del 23 de septiembre merece un ¡bravo! para todos. Para el Gobierno, inteligente y atrevido, que se metió en el túnel de la negociación sin ver la luz y hoy aparece al otro lado de la montaña y despliega la bandera blanca de la paz. Para los que durante años y años, casi una vida entera, creyeron que el uso de la violencia era legítimo y útil, y hoy cambian armas por votos y abrazan la democracia. Pero sobre todo, para el pueblo colombiano que tanto sufrió, que vivió esta tragedia de muerte y dolor durante sesenta años, la mayoría de ellos sin esperanza. A ese pueblo dolorido y esperanzado hoy, nuestra felicitación más emocionada.
Las negociaciones de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC comenzaron hace ahora tres años. Ha sido un camino arduo y no exento de escollos, como no podía ser menos en un país fracturado, donde el conflicto ha dejado miles de víctimas mortales, y son millones quienes lo han sufrido de un modo u otro. Hasta ahora, se habían firmado pactos parciales -sobre reforma rural integral, participación política y apertura democrática, y lucha contra el narcotráfico-, se habían declarado varias treguas -con algunos incidentes que añadieron tensión al proceso- y se había ido progresando con el apoyo de buena parte de la comunidad internacional, empezando por Cuba. Y también, es preciso decirlo, con el rechazo de la parte de la oposición encabezada por el expresidente Uribe.
Lo que acaba de acordarse en La Habana tiene, no obstante, una importancia singular, tanto simbólica como práctica, porque se trataba del elemento más espinoso: la llamada "justicia transicional".
Es necesario que la oposición política ayude al Gobierno. Utilizar este tema como arma partidista sería irresponsable y desleal con el pais
El concepto comprende la reparación a las víctimas y también el establecimiento de un sistema equilibrado que evite la impunidad, castigando los crímenes de guerra, los delitos de lesa humanidad y otros delitos graves, y que al mismo tiempo facilite la amnistía más amplia posible por delitos políticos. No será fácil compensar suficientemente a quienes han sufrido la violencia, restituir sus tierras a los desplazados, facilitar el retorno de los exiliados; hacer todo lo posible por lograrlo de la mejor forma posible es de justicia, aunque requerirá tiempo, voluntad y no poco dinero. Tampoco será fácil que una parte de la población colombiana acepte ver reintegrados a la vida civil, e incluso a la política, a antiguos guerrilleros; sin embargo, es el precio a pagar por la paz. Como dijo el Presidente Santos, "nadie negocia para acabar entre rejas".
Para lograr ese difícil equilibrio, Colombia había decidido ya poner en marcha un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No repetición. Dentro de ese marco, uno de los puntos más importantes del acuerdo alcanzado esta semana es la creación de una Jurisdicción Especial para la Paz, que tendrá competencia sobre todos aquellos que hayan participado en el conflicto de manera directa o indirecta, incluyendo no sólo a las FARC, sino también -y esto es importante- a los agentes del Estado. El procedimiento concreto para cada uno de los delitos es complejo, y está vinculado a la voluntad de colaborar con la justicia, reconociendo responsabilidades y mostrando disponibilidad para reparar a las víctimas. Quedan, desde luego, ciertos elementos por concretar, algunos de ellos importantes, pero se ha fijado un periodo de seis meses para resolverlos. Las partes se han dado un plazo para la firma definitiva de la paz, que debe producirse no más tarde del 23 de marzo de 2016.
En realidad, ese momento, que podría entenderse como un final, será sólo un principio. Tocará entonces reconstruir la convivencia. En estas encrucijadas históricas resulta clave que los negociadores hagan gala de un pragmatismo con altura de miras, que combine hábilmente la ambición en los objetivos y el sentido de la realidad en la manera de lograrlos. Y además, tienen que ser capaces de explicar a su pueblo que ese y no otro es el camino, que requerirá generosidad y paciencia, que la justicia completa es inalcanzable a corto plazo, pero que sin paz no puede haber justicia alguna. Nadie debe caer en el error de pensar que la paz es ya un hecho descontado, porque un proceso como este siempre tiene sus fragilidades. Son muchas las heridas. Y tampoco conviene creer que la paz por sí sola resolverá todos los problemas, creando en Colombia una especie de Arcadia feliz de la noche a la mañana. Nada de eso. La paz es la primera puerta que hay que franquear para construir un país normal, una democracia sin el peso del conflicto a sus espaldas, donde sea posible afrontar los problemas desde esa normalidad democrática que sólo puede existir si no hay violencia. La paz no lo resuelve todo, pero sin ella no hay modo de resolver nada.
Los meses próximos serán decisivos. Primero, habrá que implementar el reciente acuerdo de La Habana. Esta es la próxima y última ronda de negociaciones pendientes, que debe acabar antes de la primavera. Sería bueno que en un proceso paralelo y similar, la segunda gran guerrilla, el ELN, se sumara a la paz final.
Para todos estos meses hace falta que la oposición política en Colombia ayude al Gobierno. Utilizar este tema como arma partidista sería irresponsable y desleal con Colombia. Pueden y deben debatirse los términos de la paz. Es necesario compartir con los partidos el protagonismo de la paz. Pero nadie puede torpedear el final de la violencia por intereses partidistas, aunque haya desacuerdos puntuales. Colombia va a necesitar un liderazgo institucional muy grande para transitar desde más de medio siglo de conflicto a una paz duradera y a una democracia integradora de los violentos. Eso requiere generosidad, altura de miras, sentido de Estado. En definitiva, grandeza política, algo tan difícil de encontrar y tan necesario de tener.