Fernando Buesa no dio su vida, se la quitaron. Los que le asesinaron no lograron nada, solo contaminar y arruinar su propia causa.
Fue un político de vida honesta. Ejemplar en su vida pública y personal y, eso, ya es mucho decir en estos tiempos. Sin ambiciones extraordinarias. Nunca quiso dejar el País Vasco para ocupar otros cargos y siempre se sintió cómodo en su liderazgo alavés y en los puestos institucionales de la Diputación y el Gobierno vasco. Llegó a la política en los albores de la democracia y encontró en el Partido Socialista la organización política más cercana, más próxima a sus ideas y a sus proyectos para el país. Se mantuvo fiel a nuestra causa, de principio a fin. Fue un líder político completo. Tan es así que, su desaparición nos causó un vacío imposible de cubrir. Muy parecido al que nos provocó el asesinato de Enrique Casas en Guipúzcoa, en 1985. Sus dos mejores características profesionales eran, de una parte, su rigor intelectual y su coherencia argumental, y de otra, su sentido del equilibrio y del pacto entre las posiciones encontradas que acompañan todo debate y toda decisión.
Lo mataron una tarde cuando venía de casa al partido por los jardines de la universidad. A él y a su escolta, un ertzaina llamado Jorge Díez. Era el año 2000 y ETA había roto la tregua de Lizarra de 1999 y había vuelto con más ímpetu asesino todavía que el que ya nos había mostrado a lo largo de los treinta años anteriores. Ahora se trataba de matar a los dirigentes vascos del PSE y del PP, los que nos oponíamos a su proyecto totalitario. El razonamiento de aquel ímpetu era simple: eliminar al adversario. Eliminarlo físicamente. Que desaparezcan los enemigos de la Euskadi libre, independiente y euskaldun. Matamos a sus dirigentes y se irán como conejos. Algo así pensaban estos desalmados.
Por eso fueron a por la cúpula del PP vasco en el cementerio de Zarautz cuando recordaban a Iruretagoyena, su militante asesinado. Por eso mataban concejales del PP o del PSOE en Rentería o Lasarte. Por eso mataron a Lluch o a Fernando Múgica o, a Juan Mari Jáuregui. Fernando Buesa fue el primero de ellos. Otros nos salvamos por la advertencia que representó su asesinato. Fernando no dio su vida. Se la quitaron, solía decir Nati, su viuda.
¿Qué quedó de todo aquello? Los recuerdos de aquella tragedia. El abrazo con Ardanza en la sede del partido. Las lágrimas de los compañeros. La visita a Nati, en la casa de Fernando, junto a Mayor Oreja, la misma tarde del asesinato. La manifestación enorme el día del funeral. La contramanifestación del PNV en defensa de Ibarretxe. Solo unos días después, hubo elecciones generales y el PP arrasó en España y también en Álava. Al año siguiente hubo elecciones en el País Vasco y ganó ampliamente el PNV.
¿Qué queda de todo aquello? Queda todo y no fue nada. Quedan esos recuerdos de uno de los momentos más graves en las relaciones con el PNV en la lucha antiterrorista. Veníamos de la ruptura del Pacto de Ajuria-Enea, condición previa al acuerdo de Lizarra. Veníamos de una tregua tramposa en la que ETA engañó al PNV. Teníamos un lehendakari apoyado por el partido que apoyaba a ETA y nos encontramos con que la banda rompe la tregua y mata al jefe de la oposición política en el Parlamento a ese lehendakari.
Todavía recuerdo la mirada soberbia de Arzallus a los compañeros dolientes de Fernando, sobre su capilla ardiente en el Parlamento vasco. Todavía recuerdo aquel griterío peneuvista arropando a su lehendakari, en vez de sumarse a nuestra ira aquel sábado por la tarde en Vitoria.
Fue grave, pero nada queda. Solo el dolor de sus amigos y el desconsuelo eterno para Nati y sus hijos. Como con tantas víc timas de esta tragedia maldita que hemos vivido casi toda nuestra vida, solo quedan el dolor y el recuerdo de tanta gente que perdió su vida (mejor, que se la quitaron), por una guerra inútil.
Cuando miro hacia atrás y contemplo esos recuerdos, me asaltan dos sensaciones. La primera es una emoción enorme por la paz conseguida, por la victoria democrática que celebramos desde hace más de tres años. La segunda es una pregunta insistente, que me hago con frecuencia: ¿Para qué tanto sufrimiento? La pretensión de hacer de todo esto un relato lleno de móviles políticos y de épica patriótica es, simplemente, patética. Solo produjeron dolor y muerte. No lograron nada sino contaminar y arruinar su propia causa. Solo nos queda el recuerdo de tanto sufrimiento, el de todos, incluido el suyo, para nada. Un poco como en el estrambote del soneto de Cervantes … «miró al soslayo, fuese y no hubo nada». Solo dolor, añado yo. Recuerdos doloridos de Fernando y tantos más. ¿Para qué lo mataron?
Publicado en El Correo, 21-02-2015