El debate de la Nación de mediados de julio ha representado a la perfección el cambio del papel del presidente Zapatero en la gobernación del país ante la crisis. Aunque la descripción pueda parecer algo simplificada, podemos ubicar a nuestro presidente en tres posiciones políticas a lo largo de estos últimos dos años de su segunda legislatura.
En la primera (desde el verano de 2008 hasta finales de 2009), cabe hablar de un presidente empeñado en buscar una salida social a la crisis, manteniendo y aún extendiendo las políticas sociales de España. Las pensiones, las políticas de ayuda social a los desfavorecidos, la dependencia, las grandes prestaciones públicas de Educación y Sanidad se mantuvieron y hasta se mejoraron las prestaciones a los desempleados. Todo ello en un contexto de fuertes inversiones públicas, de intervenciones diversas financieras sobre el mercado y de fuertes ayudas sectoriales a los sectores económicos estratégicos de la producción (automóvil, turismo, etc.). Amparado en una deuda pública acumulada relativamente baja en comparación con el resto de los países europeos y en un marco general de políticas expansivas en el gasto de todo el mundo (EEUU y Europa principalmente) para recuperar la economía de su atonía y baja demanda, España se lanzó a presupuestos con un déficit fiscal superar al 10% en los dos últimos años.
La segunda posición del presidente se inicia a finales del año pasado cuando la prolongación de la crisis amenaza con hacer insostenibles los parámetros de la política macroeconómica anterior. A la vuelta de Davos, a mediados de enero, Zapatero ha comprobado que la recuperación tardará y que será muy lenta. Recibe los primeros avisos de que los analistas y los mercados financieros miran con desconfianza las perspectivas de España y confirma la entidad y la persistencia de quienes le aconsejan una urgente y notable corrección de sus gastos e inversiones para reducir el déficit público español. Es el Zapatero cariacontecido, ostensiblemente serio y preocupado que, el 12 de mayo, arrastrado por la crisis monetaria del euro, después del desastre griego y del viernes negro del siete de mayo en las bolsas europeas, comparece en Las Cortes anunciando -más obligado que convencido- el mayor recorte del gasto público de los últimos quince años.
Y por fin hay un tercer hombre que afronta el más difícil debate de su carrera, contra todo el arco parlamentario, en abierta oposición, en la anual rendición de cuentas del llamado “Estado de la Nación”. Y Zapatero se reinventa en el líder de la ortodoxia económica que reclaman analistas, mercados e instituciones económicas y abandera un proceso reformista de las grandes ineficacias de nuestra economía, dispuesto a sacrificarse hasta la inmolación (“cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”). Por primera vez a lo largo de estos dos años de angustias ante la crisis, el presidente asume el papel de gobernante que sabe lo que quiere y está dispuesto a liderar ese camino, aún sabiendo que con ello puede morir en el intento. Por primera vez Zapatero predica, como Churchill en la gran guerra, “sangre, sudor y lágrimas” y traslada a la población no sólo un diagnóstico agravado de la dimensión, profundidad y duración de la crisis, sino que, además, apela al esfuerzo colectivo para superarla. Por primera vez se traslada a las fuerzas parlamentarias y al país entero, que España necesita revisar imperiosamente un conjunto de estructuras de nuestra productividad como país si no queremos quedarnos anclados económicamente y por tanto, incapaces de crear el empleo que necesitamos para una población laboral de 25 millones de activos. Por primera vez.
Es un Zapatero distinto. Es el gobernante que asume su responsabilidad y parece decidido a cumplirla hasta el final (“pase lo que pase”). Es un presidente convencido, más que empujado o arrastrado por las presiones de fuera. Es un líder que trata de convencer sobre la inevitabilidad de las medidas, más que asumirlas resignadamente. Es un presidente que no duda, que rectifica, sí, pero lo explica en la fuerza de los acontecimientos vividos y en la similitud de las respuestas de todos los países de nuestro entorno. Es un presidente decidido a liderar unas reformas inevitables, consciente de que su papel histórico en la política española sólo puede salvarse asumiendo ese rol, ese papel modernizador y reformista que todo el mundo le venía exigiendo, aunque ello conlleve rupturas personales o conflictos sociales indeseados.
Ese Zapatero reinventado ¿Qué PP encuentra? El de siempre. El PP que aportó, desde el principio de la crisis, a cuanto peor, mejor. El que ha depositado toda su estrategia electoral a la baza del fracaso personal de Zapatero y se encargan de desprestigiarlo hasta la exageración dentro y fuera del país. Se encuentra un Rajoy que, una vez más, omite ofrecer alternativas, se desmarca de cualquier corresponsabilidad y emite un único mensaje: “váyase y convoque elecciones”. Es posible que sea una estrategia ganadora. Todos los gobiernos europeos están sufriendo enormes desgastes de popularidad y el nuestro no es una excepción. Pero ¡atención!, El PP puede equivocarse gravemente porque ha dejado a Zapatero todo el espacio de la responsabilidad ante la crisis, de la valentía y el rigor en la ortodoxia económica, de las políticas modernizadoras de nuestros atrasos e ineficacias productivas, del liderazgo reformista en definitiva. Un papel que el PSOE ya cumplió en las décadas pasadas y muy bien puede acabar conectando con una mayoría de país, más exigente de soluciones y gobierno, que de oposición sectaria y retórica.