Vivimos en Europa desde hace 25 años. Es muy difícil encontrar en nuestra historia contemporánea un período más fructífero. Europa ha representado una oportunidad extraordinaria para aquella España que salía de la dictadura y de la reconversión industrial y se incorporaba a la primera división de la política y de la economía del mundo. Desde que llegamos, asombramos y sorprendimos a todos. Fuimos claves en Maastrich (1992), en la incorporación del concepto de la ciudadanía europea a los tratados de la Unión, en los fondos de cohesión, en la unificación alemana, en la unión monetaria; España, con su desembarco empresarial en América Latina a finales de los años 90, se convirtió en una potencia económica. Fuimos el país de moda en el mundo. Todos recordamos con qué admiración miraba Francia a sus vecinos del Sur a los que -en su fuero interno- tanto habían despreciado. Son memorables las portadas de las grandes revistas europeas elogiando el progreso de aquél atávico país, empeñado en equipararse en todo con los mejores. Países que hayan avanzado tanto en un período tan corto de sus respectivas historias pueden contarse con los dedos de una mano.
Es verdad que no fue sólo Europa la desencadenante de esta evolución extraordinaria. Había en aquel país hambre de balón, como se diría en estos tiempos futbolísticos que nos rodean. Había ánimo de superación, ganas de hacer bien las cosas y espíritu de conquista y de victoria, propios de un país alejado y marginado demasiado tiempo de las cancillerías del mundo y atrasado y empobrecido durante demasiado tiempo. Curiosamente, aunque sufríamos el terrorismo y un clima no exento de fuertes tensiones, la vertebración política y la social eran muy altas, y el consenso de progreso y de esfuerzo estaban muy impregnados en el país, en nuestras instituciones y en su sistema político y partidario.
Viene todo esto a cuento de esa idea deformada que tanto gusta difundir a los nacionalistas contraponiendo el progreso y el trabajo de Euskadi al atraso y la pereza de España. Por alguno de sus representantes se ha llegado a sugerir la fábula de la cigarra y la hormiga, simplificando la economía española en el ladrillo y el turismo.
Yo creo que es preciso decir que España es hoy un líder en muchos sectores económicos y productivos en los que competimos dignamente en la economía global: banca, textil, infraestructuras de obra pública, depuración o tratamiento de aguas, automoción, aeronáutica, ingenierías, telefonía y telecomunicaciones, ferrocarriles, energía, escuelas de negocio, hoteles y turismo, etcétera, son algunos de estos sectores en los que podemos considerarnos líderes. Hay empresas multinacionales españolas que son líderes mundiales en sectores tecnológicos avanzados, y las plantas industriales ubicadas en España de muchas grandes firmas mundiales son de las más competitivas del mundo. En estos años ha emergido una clase dirigente empresarial que no tiene nada que envidiar a ningún país del mundo y compite en los más altos niveles de dirección y gestión empresarial de firmas internacionales, con muy notables éxitos y exponentes. El mundo laboral de la España del siglo XXI no tiene nada que ver con el de finales de los ochenta. Hay millones de licenciados, trabajadores formados, seriedad, rigor y trabajo bien hecho en la mayoría de los centros productivos del país.
España ha dado un salto de gigante en estos veinticinco años y ¡claro! Euskadi, también con ella y, si ustedes quieren, más y mejor. Basta ver las estadísticas de 2010 para comprobar que, efectivamente, estamos mucho mejor que aquellas regiones en las que la influencia de la construcción y del turismo es muy superior; y que la diversificación y la internacionalización de nuestros sectores productivos nos han colocado en una envidiable posición para remontar la crisis, cuando se empiece a recuperar el crecimiento económico en Europa. Pero de ahí a la caricatura de la cigarra y la hormiga hay un gran trecho de insultos tan innecesarios como injustos hacia el conjunto de España.
Euskadi, su gente, sus trabajadores, sus empresas y directivos tienen el mérito principal de una adaptación incesante a los nuevos tiempos y a las exigencias de la globalización. Pero no conviene olvidar dos cosas importantes. La primera es el dinero público que hemos manejado en las tres últimas décadas, comparativamente muy superior al de muchas regiones españolas, fruto de la ingente aportación económica del Estado a la reconversión industrial de los 80 y del Concierto Económico. La segunda es que nuestros retos de competitividad con el resto del mundo no han desaparecido, sino todo lo contrario. En la industria auxiliar del automóvil, en la máquina-herramienta, en los accesorios de la aeronáutica, en todo lo que hacemos -y repito, lo hacemos bien- hay una competencia feroz en un mundo que ha incorporado mil millones de nuevos trabajadores a la producción, con una tecnología accesible a cualquier rincón del mundo y unos costes de transporte irrelevantes.
Por eso me resulta tan injusta y peligrosa esta imagen que trasluce tan a menudo el discurso nacionalista, queriendo hacer una caricatura de la Euskadi competitiva y capaz frente a la España atrasada y estancada, todo ello naturalmente con evidentes intereses ideológicos.
La celebración del 25 aniversario de la entrada de España en la Unión Europea me ha sugerido esta reflexión comparativa, en mi opinión, necesaria y oportuna. Es verdad que España y Europa y el euro atraviesan ahora momentos muy delicados y afrontan problemas que llaman a nuestra puerta con urgencia. Pero, con todo, nuestra pertenencia al club ha cambiado nuestra historia. Ha cambiado nuestra vida. Como en el libro sobre la historia de la Revolución rusa que escribió el periodista norteamericano John Reed 'Diez días que sacudieron al mundo', este aniversario corresponde a 'veinticinco años que cambiaron España'.