6 de febrero de 2010

Ley de Economía Sostenible y RSE.

Hace más de veinte años, el Informe Brundtland, que toma su nombre de la que fuera en tres ocasiones primera ministra noruega, aclaró, desde la perspectiva de la prosperidad humana, lo que podríamos entender por sostenibilidad/sustentabilidad: "Satisfacer las necesidades del presente sin comprometer/sacrificar la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades".

La definición hizo fortuna, hasta el punto de que se aceptó internacionalmente sin reservas y se convirtió en una referencia obligada.

El propio artículo 2 del proyecto de Ley de Economía Sostenible que el Gobierno ha presentado al Parlamento español recoge tal definición casi textualmente, y sería deseable que nuestros padres de la Patria, haciendo oídos sordos a los grupos de presión que quieren dinamitar conceptos como la Responsabilidad Social Empresarial o la Sostenibilidad (o minimizar su impacto hasta hacerlos marginales), sean capaces de sentar las bases para que, a través de esta futura ley, nuestra sociedad pueda ser más justa y con más futuro, y consigamos que la desigualdad no siga instalada entre nosotros, en el seno de una sociedad “líquida”, como la ha calificado Zygmunt Bauman, en la que confundimos progreso con velocidad.

Más allá de cualquier crítica al proyecto de ley, nadie puede negar la actualidad de los principios en los que dice sustentarse: mejora de la competitividad, estabilidad de las finanzas públicas, fomento de la capacidad innovadora de las empresas, ahorro y eficiencia energética, promoción de las energías limpias, racionalización de la construcción residencial; extensión y mejora de la calidad de la educación e impulso de la formación continua y fortalecimiento y garantía del Estado Social.

Con matices, esta declaración de principios (precisamente por su universalidad) podría y debería asumirse sin demasiado esfuerzo por gobierno, oposición, empresarios, sindicatos y sociedad civil, trabajando de consuno para mejorar y enriquecer la redacción del proyecto, hacer tangibles sus contenidos y poner en práctica cuanto antes sus predicados; es decir, los mandatos y el texto que el Parlamento finalmente apruebe. Con independencia de la oportunidad política del proyecto, España necesita con urgencia un impulso común que ayude a convertirnos definitivamente en un país sostenible y moderno.

Sin embargo, sabemos que en la mayoría de las ocasiones la ley no acaba por sí sola con los problemas y que, si acaso, sólo apunta la solución; que las normas pueden ayudarnos a resolver los conflictos, pero que hacen falta bases, cimientos y principios sólidos e indiscutibles para conseguir los objetivos que nos propongamos, ya sea como país, como sociedad o como empresa.

En toda sociedad justa, por encima de las leyes, es necesaria una infraestructura moral indispensable y, como apuntó Orwell, eso es la common decency, es decir, los valores. Como ejemplo irrefutable, recordar que tras los escándalos de WorldCom y Enron, en 2001, la ley Sarbanes-Oxley (aprobada en julio de 2002 por unanimidad de la Cámara de Representantes y del Senado de EEUU), a pesar de su dureza, no impidió los escándalos financieros de 2007 y de 2008, y los engaños, quiebras y fraudes de numerosas empresas –y de sus altos directivos– que estaban sometidos, como todos, al imperio de la ley.

Como decíamos en nuestro Manifiesto por la RSE (septiembre de 2007), estamos convencidos de que, más allá de las leyes concretas, “nuestro país debe hacer un esfuerzo notable para que sus empresas, instituciones y organizaciones corporativas desarrollen una cultura de responsabilidad social creciente que les permita no sólo ser más competitivas e incrementar su reputación corporativa, sino también servir de referente e impulsores del desarrollo de la RSE y la sostenibilidad en nuestro país y en todos aquellos en los que operen”.

Supervisión
El proyecto de ley, que está cargado de buenos propósitos y de voluntarismo y, sin embargo, no concreta como debiera, es manifiestamente mejorable. Conviene decirlo desde ahora, para que todos arrimemos el hombro sin escurrir el bulto, y para conseguir una buena ley que dé cobijo y enmarque las legítimas aspiraciones de los ciudadanos. Por ejemplo, no se entiende muy bien por qué las iniciativas referidas a la mejora de supervisión están limitadas al sector financiero, cuando en su mayoría son extensibles a todos los sectores.

Y en el ámbito que preocupa a Alternativa Responsable, el de la RSE, en los artículos 36 y 40, respectivamente, el texto se ocupa de la “sostenibilidad de las empresas públicas” y de la “responsabilidad social de las empresas”, aunque sin aclarar si éstas deben ser públicas o privadas.

Junto a un decidido y loable propósito para que las empresas públicas gestionen con criterios de sostenibilidad (art. 36), los redactores del proyecto de ley han recogido hasta siete medidas de obligado cumplimiento para que las sociedades mercantiles estatales y las entidades públicas empresariales adscritas a la Administración General del Estado adapten su gestión en los principios esenciales de la futura ley. La cuestión es si la Administración Pública (¿incluimos las comunidades autónomas?) tiene los medios y los euros para poner en marcha lo que dice que quiere hacer, y si podrá conseguirlo.

Certificados
Lo que no se entiende muy bien es la razón por la que esas mismas medidas (en línea con los consejos de la CNMV) no se recomiendan a las empresas privadas, a las que se “despacha” en el artículo 40 del proyecto con un canto al incentivo, la promoción y el fomento de la RS y, si cumplen determinados requisitos, con una eventual acreditación oficial para las empresas que se consideren socialmente responsables.

Es decir, un papel sujeto a condiciones que no se conocen y cuya concesión es –parece ser– discrecional y, por lo tanto, peligrosa y discriminatoria. Está claro que la “certificaditis” ataca de nuevo y que, si la propuesta se concreta tal cual está redactada, con el favor de la Administración y vía “titulitis”, las empresas seguirán cultivando la disonancia entre hechos y palabras. Ni la verbalización, ni mucho menos una certificación/acreditación hacen coincidir la teoría con la práctica.

No podemos seguir pensando que por el hecho de tener muchos títulos y/o certificados somos más que nadie y más listos que los demás, y que podemos vivir en un mundo idílico, a modo de Arcadia feliz, donde todo es posible y priman las apariencias, olvidando que la primera, esencial y más importante obligación de una empresa es cumplir con su deber, desarrollando un comportamiento ético y comprometerse socialmente sin necesidad de pergaminos y diplomas.

Hay que fomentar y desarrollar políticas de RS (sobre todo entre las pymes), porque hacer bien las cosas, que es la principal responsabilidad de una empresa, sólo se acredita, como diría el profesor Olivencia, desde los valores, no desde los títulos valores. Desde el compromiso, la coherencia y la solidaridad, hay que volver los ojos a conceptos como el trabajo, el esfuerzo, y un manto de decencia que no deje cegarnos por las apariencias, aunque éstas sean pergaminos coloreados con marchamo y sello oficial grabado en seco.

Expansion, 6/02/2010. Conjuntamente con: Juan José Almagro,Marta de la Cuesta, Javier Garilleti,Marcos González, Jordi Jaumà,José Angel Moreno,José Miguel Rodríguez e Isabel Roser componentes de Alternativa Responsable.