Se ha dicho, con razón, que el Tribunal Constitucional es la piedra angular en nuestra estructura constitucional, que dota de equilibrio y estabilidad a la vida jurídica y política española, arbitrando los conflictos de nuestro sistema de poderes separados, tanto funcional como territorialmente.
Se ha dicho, y no con menos razón, que el Tribunal Constitucional ha preservado la Constitución en su letra y en su espíritu, fiel a los valores constitucionales, resumidos por el propio Tribunal en tres hermosas palabras que forman su divisa: libertad, justicia y concordia. Lo ha hecho jugando incluso un papel "cuasiconstituyente", particularmente en el desarrollo del Título VIII de la Constitución, concretando múltiples aspectos sustanciales del Estado de las Autonomías y creando así una especie de Constitución Territorial a través de una jurisprudencia que unas veces ha delimitado las competencias territoriales de las Comunidades Autónomas, otras ha anulado leyes del Estado cuando invadían espacios autonómicos, otras ha creado nuevas categorías conceptuales y siempre ha equilibrado razonablemente el sistema autonómico.
El Tribunal Constitucional lleva 25 años prestando un servicio impoluto e impagable a la compleja maquinaria de nuestro sistema democrático. Especialmente, si añadimos a lo anterior, la insustituible tarea del Tribunal en la depuración del ordenamiento jurídico franquista y en el extraordinario impulso que ha dado a nuestra democracia en la defensa de los derechos y libertades fundamentales. En muchas ocasiones, el Tribunal Constitucional ha adoptado decisiones delicadas y sus resoluciones no han gozado de unanimidad. Recuerdo la despenalización del aborto, determinados conflictos lingüísticos o el derecho a la intimidad y a la propia imagen, como temas de especial polémica pública con sentencias acompañadas de votos particulares. Pero nunca, repito nunca, el Tribunal ha sido puesto en cuestión. Es más, creo poder afirmar con total objetividad que el Tribunal Constitucional goza de un amplísimo reconocimiento social y de un consenso legitimador casi unánime de todos los operadores jurídicos y políticos de nuestro país.
Pues bien, unos elogios tan merecidos como necesarios, son el preámbulo de una denuncia. El PP ha puesto al Tribunal Constitucional en su punto de mira. El objetivo es claro: obtener una sentencia contra el Estatuto de Cataluña que anule sus artículos más importantes o si se prefiere, más simbólicos, para que salte por los aires ese delicado puzzle que hubo que arbitrar en su laboriosa y compleja elaboración. Se trata también de desautorizar la política autonómica de Rodríguez Zapatero con una sonora derrota de uno de sus principales exponentes y se trata además, de que tenga lugar antes de las próximas elecciones generales de 2008, para que el discurso deslegitimador y catastrofista del PP sobre España cobre sus mejores dividendos.
No estoy cuestionando, faltaría más, el derecho del PP a recurrir ese Estatuto ante el Tribunal Constitucional, por más que resulte evidente que ha aprobado con general satisfacción, otro muy parecido, idéntico incluso, en muchos artículos, como es el Estatuto andaluz. No, no censuro el recurso, sino las artimañas y las presiones para ganarlo. De entrada porque al recurso le han seguido sendas recusaciones del PP contra dos magistrados a los que se consideraba más favorables a una visión más autonomista de nuestro modelo territorial, dividiendo así al Tribunal en dos bloques políticos que nada favorece el tratamiento sereno e independiente de un pleito tan importante. Lograda la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremps con una resolución censurada por toda la doctrina constitucional y cuyas críticas comparto plenamente, el siguiente paso es acelerar la tramitación del recurso e imponer por seis a cinco una sentencia ejemplar contra el Estatuto. Ése es mi pronóstico y así lo digo abiertamente.
Confieso que tengo interés en el resultado final de este asunto. Fui ponente del Estatuto y creo en la constitucionalidad de un texto, naturalmente imperfecto por la ingente tarea negociadora que exigió la aprobación por las Cortes del texto original del Parlament de Cataluña. Mucho me temo, sin embargo, que en este caso, además de legítimos intereses o aspiraciones respecto al fallo de la sentencia, nos estamos jugando el prestigio del Tribunal con toda su enorme trascendencia en nuestra arquitectura política e institucional.
En primer lugar, porque la situación política y partidaria española es más tensa y está más crispada que nunca. No hace falta describirla ni enjuiciarla como para que resulte "indescriptible" el impacto de esta sentencia en este clima. Por eso, tengo plena confianza en que el Tribunal, ajeno a las presiones de la coyuntura, situará la sentencia en un momento político más tranquilo. Sea cual sea su contenido, todos estaremos en otra situación para que nuestra lectura, valoraciones y aplicación en su caso, resulten mesuradas y constructivas.
En segundo lugar, porque, vistos los antecedentes, una sentencia en la que un mismo bloque de magistrados se impone a otro en todos los temas recurridos, sería incuestionablemente una sentencia divisoria. En la historia judicial norteamericana, es conocida la sentencia de un presidente conservador del Tribunal Supremo, nombrado por el presidente Eisenhower, que declaró la inconstitucionalidad de las prácticas discriminatorias racistas en los EE UU, argumentando que una sentencia no debe servir para acentuar la división de un país dividido. Viene a cuento esta cita para reflexionar sobre una tendencia demasiado frecuente en estos tiempos, que nos arrastra a catalogar a nuestros jueces con etiquetas ideológicas que, en general, no hacen justicia a su rigor y a su independencia profesional. Hay miles de jueces que imparten justicia todos los días al margen del asfixiante clima político partidario y mediático que a veces creamos en torno a ellos. A muchos nos produce orgullo y autoestima el Tribunal del 11-M que está dando ejemplo al mundo de justicia penal garantista y eficaz, o la Sala Segunda del Tribunal Supremo que dicta sentencias difíciles como la del caso De Juana, aplicando el Código Penal y no las penas ad hóminem.
Estoy seguro de que nuestro máximo tribunal buscará el consenso interno en este fallo. Una sentencia fraguada y modulada por la búsqueda de la unanimidad y por la superación de supuestos bloques ideológicos, será una sentencia más ecuánime, y gozará de una mayor legitimación política en su aplicación. Será una sentencia impecable, imposible de censurar desde la predisposición partidaria que tenemos en la actualidad. Estoy seguro de que con ello, el prestigio del Tribunal saldrá más fortalecido todavía y el reconocimiento social y jurídico de esa importantísima institución, crecerá todavía más.
El Pais, 11/04/2007.