A diferencia de aquel Viernes Santo irlandés de 1998, el Domingo de Pascua vasco de 2007 no ha traído la buena nueva de paz. Aunque la complejidad histórica, política, social y religiosa del caso norirlandés era y es infinitamente mayor que la del vasco, Irlanda del Norte continúa firme su apuesta democrática, mientras aquí casi todos dábamos por finiquitado nuestro particular proceso, al leer el contradictorio y esotérico mensaje de los portavoces de ETA el pasado día 8.
No tengo ninguna envidia por la sociedad norirlandesa, atrapada en un mundo de pasiones religiosas e identitarias y atravesada por sentimientos antagónicos nacidos de una violencia cruzada y cruel que afectó a la casi totalidad de las dos comunidades. Pero admiro el esfuerzo de concordia y de paz que están realizando desde hace más de una década. El inicio de la andadura autonómica de un gobierno de coalición entre las dos expresiones que representan a las comunidades enfrentadas, probritánica y protestante la una y proirlandesa y católica la otra, es sin duda una gran noticia.
Pues bien, en estos mismos días en los que se producen estos acontecimientos que culminan los acuerdos de hace nueve años en Stormont, nosotros hemos certificado, una vez más, la contumacia y el fanatismo de nuestros encapuchados, protagonistas inexcusables de nuestro particular calvario. Porque si alguna esperanza quedaba en el inagotable depósito de los ingenuos, la entrevista de 'Gara' ha confirmado la dramática ruptura del proceso que produjo el atentado de Barajas.
Es tiempo de recapitular. Quizás una primera conclusión de nuestro análisis deba reafirmarnos en algo que hemos dicho y visto muchas veces. ETA no acepta el final que la democracia puede ofrecerle. ETA no comprende que es imposible alcanzar un acuerdo político previo al final de su violencia y que no hay ni habrá gobierno alguno en España que pueda comprometer una reforma política de su entramado institucional o constitucional como precio o como premio al abandono de las armas. Pero es que, además, los acontecimientos producidos desde la comparecencia del presidente en junio de 2006 anunciando el inicio de contactos con ETA han dejado claras dos cosas: la primera, que ETA no admite su autoexclusión del diálogo político, arruinando así de raíz la teoría de las dos mesas; y la segunda, que sus ofertas de tregua o alto el fuego han perdido toda credibilidad. Efectivamente, desde el verano pasado hasta hoy, ETA ha puesto en evidencia a Batasuna, reafirmando con sus escritos y con los hechos que son ellos quienes pilotan el proceso y lo acompañan, por si no estuviera claro, de un nivel de violencia o de amenaza de la misma ajustado y paralelo a las coyunturas y coherente con las exigencias políticas de su ideario.
El Gobierno ha manejado el proceso razonablemente. En mi opinión, la gestión del alto el fuego hasta marzo de 2006 fue notable, por la discreción y la solidez de todo lo realizado durante casi dos años sin atentados. No diré que todo ha sido perfecto, porque hay daños colaterales evidentes. El peor, la ruptura de la unidad democrática con el PP, materia sobre la que el lector tiene opinión formada y de la que hemos hablado suficientemente. Tampoco es despreciable, en el balance de daños, la confusión producida en los meses anteriores al atentado de Barajas por el mantenimiento del diálogo mientras los signos de la violencia se hacían presentes, actitud comprensible en la lógica de perpetuar y hacer irreversible el alto el fuego permanente de marzo de 2006, pero objetivamente peligrosa por la legitimación que ese mundo obtiene del llamado diálogo político. Un diálogo que, conviene precisar, nunca sobrepasó los límites de nuestro marco jurídico, algo que los propios portavoces de la banda se han encargado de repetir, tanto en el comunicado de enero como en la entrevista de Semana Santa, para intentar justificar el atentado en la «firme negativa del Gobierno a traspasar la Ley y la Constitución».
Yo no creo que este intento haya sido un fracaso para el Estado y que de él salga una ETA fortalecida o más protagonista que hace tres años. Ese balance me parece malintencionado y erróneo. De entrada, porque nunca, en los cuarenta años de terrorismo, habíamos tenido un espacio temporal tan prolongado sin atentados mortales. En segundo lugar, porque indefectiblemente, lo ocurrido consolida una tendencia irreversible hacia el fin de la violencia y se inscribe en un contexto de treguas e intentos de paz que claramente hay que situar en el estadio del fin de ETA y, por último, porque es falso que sean más fuertes que antes. Lenta pero irreversiblemente, el aparato terrorista se resiente de una colaboración francesa y una acción policial cada vez más certeras, y son ellos quienes tienen que superar las enormes contradicciones y frustraciones que sufre todo su entorno -político y humano- por una ruptura que sólo ellos han producido.
Tampoco puede decirse que su causa política se haya fortalecido. Más bien, la historia demuestra que la intransigencia totalitaria de ETA queda una vez más en evidencia y en esta ocasión más que nunca. El grado de deslegitimación social de ETA y la izquierda abertzale en Euskadi es tal que bien podríamos hablar, sin demagogia, de grupo marginal. Quienes creían ser llamados a protagonizar la liberación vasca y a disputar su hegemonía al nacionalismo tradicional van camino de la automarginación y del aislamiento de la mayoría de los partidos y de la ciudadanía vasca. Basta como prueba de todo ello la inédita unanimidad política vasca en culparles a ellos y sólo a ellos de la frustración producida en Euskadi estos días.
En esta misma línea argumental, es importante destacar el cambio producido a lo largo de estos años por parte del PNV. Siempre hemos dicho que cuando el nacionalismo vasco deslegitime la lucha y los objetivos de ETA estaríamos en el final de la violencia. Pues bien, eso ha ocurrido y está ocurriendo de manera meridiana y aunque a todos nos constan las miradas nostálgicas a Lizarra de algunos de sus dirigentes, o los inventos políticos de un lehendakari sin guión en esta obra, nada mejor que comparar el marco político de esta ruptura con el que se produjo en diciembre-enero de 2000 para constatar que estamos ante el día y la noche.
ETA y Batasuna están en los periódicos y en las tertulias, pero se equivocan quienes piensan que eso les hace más fuertes. Por el contrario, hoy podemos decir que su representación social está reduciéndose a sus irreductibles. Están más aislados que nunca. Ningún partido hará causa con ellos de nada y se enfrentan a unas elecciones en las que gran parte de su voto irá a partidos rivales que aceptan de hecho su ilegalización. Nafarroa Bai, Ezker Batua y Aralar, EA, PNV serán receptores de un votante cansado y frustrado por su intransigencia y por su falta de realismo. Y ni siquiera les queda el victimismo de la ilegalización, porque hasta los más contrarios a la Ley de Partidos y a esta medida van comprendiendo que con violencia no se puede hacer política y todos entienden que, si en estas elecciones no están, es porque ETA ha vuelto a imponer la dinámica del terror, haciendo inviable el camino de la política que la propia Batasuna había diseñado.
De manera que no seamos pesimistas. Pueden matar, es cierto y probablemente lo harán, pero junto a sus víctimas enterrarán su propia derrota histórica, política y personal.
No tengo ninguna envidia por la sociedad norirlandesa, atrapada en un mundo de pasiones religiosas e identitarias y atravesada por sentimientos antagónicos nacidos de una violencia cruzada y cruel que afectó a la casi totalidad de las dos comunidades. Pero admiro el esfuerzo de concordia y de paz que están realizando desde hace más de una década. El inicio de la andadura autonómica de un gobierno de coalición entre las dos expresiones que representan a las comunidades enfrentadas, probritánica y protestante la una y proirlandesa y católica la otra, es sin duda una gran noticia.
Pues bien, en estos mismos días en los que se producen estos acontecimientos que culminan los acuerdos de hace nueve años en Stormont, nosotros hemos certificado, una vez más, la contumacia y el fanatismo de nuestros encapuchados, protagonistas inexcusables de nuestro particular calvario. Porque si alguna esperanza quedaba en el inagotable depósito de los ingenuos, la entrevista de 'Gara' ha confirmado la dramática ruptura del proceso que produjo el atentado de Barajas.
Es tiempo de recapitular. Quizás una primera conclusión de nuestro análisis deba reafirmarnos en algo que hemos dicho y visto muchas veces. ETA no acepta el final que la democracia puede ofrecerle. ETA no comprende que es imposible alcanzar un acuerdo político previo al final de su violencia y que no hay ni habrá gobierno alguno en España que pueda comprometer una reforma política de su entramado institucional o constitucional como precio o como premio al abandono de las armas. Pero es que, además, los acontecimientos producidos desde la comparecencia del presidente en junio de 2006 anunciando el inicio de contactos con ETA han dejado claras dos cosas: la primera, que ETA no admite su autoexclusión del diálogo político, arruinando así de raíz la teoría de las dos mesas; y la segunda, que sus ofertas de tregua o alto el fuego han perdido toda credibilidad. Efectivamente, desde el verano pasado hasta hoy, ETA ha puesto en evidencia a Batasuna, reafirmando con sus escritos y con los hechos que son ellos quienes pilotan el proceso y lo acompañan, por si no estuviera claro, de un nivel de violencia o de amenaza de la misma ajustado y paralelo a las coyunturas y coherente con las exigencias políticas de su ideario.
El Gobierno ha manejado el proceso razonablemente. En mi opinión, la gestión del alto el fuego hasta marzo de 2006 fue notable, por la discreción y la solidez de todo lo realizado durante casi dos años sin atentados. No diré que todo ha sido perfecto, porque hay daños colaterales evidentes. El peor, la ruptura de la unidad democrática con el PP, materia sobre la que el lector tiene opinión formada y de la que hemos hablado suficientemente. Tampoco es despreciable, en el balance de daños, la confusión producida en los meses anteriores al atentado de Barajas por el mantenimiento del diálogo mientras los signos de la violencia se hacían presentes, actitud comprensible en la lógica de perpetuar y hacer irreversible el alto el fuego permanente de marzo de 2006, pero objetivamente peligrosa por la legitimación que ese mundo obtiene del llamado diálogo político. Un diálogo que, conviene precisar, nunca sobrepasó los límites de nuestro marco jurídico, algo que los propios portavoces de la banda se han encargado de repetir, tanto en el comunicado de enero como en la entrevista de Semana Santa, para intentar justificar el atentado en la «firme negativa del Gobierno a traspasar la Ley y la Constitución».
Yo no creo que este intento haya sido un fracaso para el Estado y que de él salga una ETA fortalecida o más protagonista que hace tres años. Ese balance me parece malintencionado y erróneo. De entrada, porque nunca, en los cuarenta años de terrorismo, habíamos tenido un espacio temporal tan prolongado sin atentados mortales. En segundo lugar, porque indefectiblemente, lo ocurrido consolida una tendencia irreversible hacia el fin de la violencia y se inscribe en un contexto de treguas e intentos de paz que claramente hay que situar en el estadio del fin de ETA y, por último, porque es falso que sean más fuertes que antes. Lenta pero irreversiblemente, el aparato terrorista se resiente de una colaboración francesa y una acción policial cada vez más certeras, y son ellos quienes tienen que superar las enormes contradicciones y frustraciones que sufre todo su entorno -político y humano- por una ruptura que sólo ellos han producido.
Tampoco puede decirse que su causa política se haya fortalecido. Más bien, la historia demuestra que la intransigencia totalitaria de ETA queda una vez más en evidencia y en esta ocasión más que nunca. El grado de deslegitimación social de ETA y la izquierda abertzale en Euskadi es tal que bien podríamos hablar, sin demagogia, de grupo marginal. Quienes creían ser llamados a protagonizar la liberación vasca y a disputar su hegemonía al nacionalismo tradicional van camino de la automarginación y del aislamiento de la mayoría de los partidos y de la ciudadanía vasca. Basta como prueba de todo ello la inédita unanimidad política vasca en culparles a ellos y sólo a ellos de la frustración producida en Euskadi estos días.
En esta misma línea argumental, es importante destacar el cambio producido a lo largo de estos años por parte del PNV. Siempre hemos dicho que cuando el nacionalismo vasco deslegitime la lucha y los objetivos de ETA estaríamos en el final de la violencia. Pues bien, eso ha ocurrido y está ocurriendo de manera meridiana y aunque a todos nos constan las miradas nostálgicas a Lizarra de algunos de sus dirigentes, o los inventos políticos de un lehendakari sin guión en esta obra, nada mejor que comparar el marco político de esta ruptura con el que se produjo en diciembre-enero de 2000 para constatar que estamos ante el día y la noche.
ETA y Batasuna están en los periódicos y en las tertulias, pero se equivocan quienes piensan que eso les hace más fuertes. Por el contrario, hoy podemos decir que su representación social está reduciéndose a sus irreductibles. Están más aislados que nunca. Ningún partido hará causa con ellos de nada y se enfrentan a unas elecciones en las que gran parte de su voto irá a partidos rivales que aceptan de hecho su ilegalización. Nafarroa Bai, Ezker Batua y Aralar, EA, PNV serán receptores de un votante cansado y frustrado por su intransigencia y por su falta de realismo. Y ni siquiera les queda el victimismo de la ilegalización, porque hasta los más contrarios a la Ley de Partidos y a esta medida van comprendiendo que con violencia no se puede hacer política y todos entienden que, si en estas elecciones no están, es porque ETA ha vuelto a imponer la dinámica del terror, haciendo inviable el camino de la política que la propia Batasuna había diseñado.
De manera que no seamos pesimistas. Pueden matar, es cierto y probablemente lo harán, pero junto a sus víctimas enterrarán su propia derrota histórica, política y personal.
El Correo, 21/04/2007