A lo largo de muchas conversaciones con el lehendakari Ardanza, en los tiempos de nuestras coaliciones PNV-PSE, recuerdo que me decía: «Ramón, tú también eres nacionalista, aunque lo niegues, eres nacionalista español». Yo lo negaba con enfática argumentación diciéndole que lo que movía mi corazón era la justicia y la igualdad y que lo que armaba mi cabeza ideológicamente eran las propuestas fiscales para la redistribución social o las condiciones laborales de los trabajadores, entre otras muchas cosas.
Es una simplificación, pero puede servir para reafirmar mis convicciones. Nunca fui nacionalista ni sentí como ellos. Los acepto porque respeto el pluralismo. Es más, creo que el pacto de pluralidad identitaria es consustancial a sociedades que expresan un abanico tan evidente de sentimientos de pertenencia. Pero no, no soy nacionalista, soy federalista. Me siento cómodo en una estructura política que combina cuatro círculos concéntricos de organización cívica y democrática: mi ciudad, mi región, mi país y Europa. No me sobra ninguno. No tengo victimismo contra ninguno. No manipulo la historia para adaptarla a mis sentimientos. No quiero vivir aislado. No imagino mi futuro marginado de las grandes decisiones que me afectan en un mundo conectado, dependiente y sometido a grandes retos que sólo pueden ser resueltos desde una Europa fuerte.
Si el nacionalismo se hace postnacionalista en el autogobierno y federalista en la cultura de la cooperación y la lealtad, será un nacionalismo constructivo. Si su apuesta es la radicalidad independentista, romperá la convivencia y será un nacionalismo destructivo. Ya lo vemos en Cataluña.
Hay también nacionalismos estatales contra Europa. Es una visión soberanista, vieja, nostálgica, anacrónica, retardataria. Es una mirada introspectiva, ombliguista, cerrada y reaccionaria. Europa se construyó para superar los nacionalismos que tanto daño y tantas guerras habían producido. Europa es un bello edificio supranacional de unidad en la diversidad y los nacionalismos dinamitan sus fundamentos y valores.
Es una simplificación, pero puede servir para reafirmar mis convicciones. Nunca fui nacionalista ni sentí como ellos. Los acepto porque respeto el pluralismo. Es más, creo que el pacto de pluralidad identitaria es consustancial a sociedades que expresan un abanico tan evidente de sentimientos de pertenencia. Pero no, no soy nacionalista, soy federalista. Me siento cómodo en una estructura política que combina cuatro círculos concéntricos de organización cívica y democrática: mi ciudad, mi región, mi país y Europa. No me sobra ninguno. No tengo victimismo contra ninguno. No manipulo la historia para adaptarla a mis sentimientos. No quiero vivir aislado. No imagino mi futuro marginado de las grandes decisiones que me afectan en un mundo conectado, dependiente y sometido a grandes retos que sólo pueden ser resueltos desde una Europa fuerte.
Si el nacionalismo se hace postnacionalista en el autogobierno y federalista en la cultura de la cooperación y la lealtad, será un nacionalismo constructivo. Si su apuesta es la radicalidad independentista, romperá la convivencia y será un nacionalismo destructivo. Ya lo vemos en Cataluña.
Hay también nacionalismos estatales contra Europa. Es una visión soberanista, vieja, nostálgica, anacrónica, retardataria. Es una mirada introspectiva, ombliguista, cerrada y reaccionaria. Europa se construyó para superar los nacionalismos que tanto daño y tantas guerras habían producido. Europa es un bello edificio supranacional de unidad en la diversidad y los nacionalismos dinamitan sus fundamentos y valores.
El Correo, 21/04/2019