Discurso de ingreso:
Cuando María Salvadora, la mano invisible de la SEGIB, me llamó hace ya unos meses para anunciarme este nombramiento, me sentí naturalmente halagado. Supuse que había un cierto reconocimiento a mis funciones de Presidente de la Asamblea Parlamentaria Euro-Latinoamericana (EuroLat) y a mi trabajo en la relación entre Europa y América Latina en el Parlamento Europeo.
Pero la propuesta llegó en un especial momento de mi vida. Podría decirse que tocó la tecla de la oportunidad, porque yo estaba haciendo planes para mi retiro institucional, y no les oculto que estaba sintiendo un cierto vértigo ante el vacío.
Han sido más de 40 años sin parar. Viviendo una épica, a veces trágica, a veces gloriosa. Sufriendo en la primera línea de esa trinchera feroz que demasiado a menudo es la política partidaria, y también la institucional.
De pronto, un día se para todo. Dejas de ser y de estar. Nadie llama. No hay agenda. Nadie espera.
La idea de estar aquí hoy con ustedes, de ser miembro de la Academia Europea e Iberoamericana de Yuste, me produjo la ilusión de iniciar y asumir nuevas tareas, me ofreció la oportunidad de devolver a la sociedad lo que a lo largo de tantos años, ella me dio.
Permítanme por todo ello, señoras y señores, agradecerles de todo corazón este nombramiento, que acepto con orgullo y como un honor.
América Latina llegó tarde a mi vida. Fue por eso un amor lleno de madurez, pero no exento de emociones. Las que tienes cuando observas desde el avión la belleza de la Sierra Andina nevada al llegar a Santiago, o cuando contemplas Iguazú o el Amazonas y la inmensidad de la Amazonia. Cuando descubres las múltiples culturas y civilizaciones precolombinas. Toda esa naturaleza extraordinaria y hermosa te deslumbra.
Pero a esas emociones se suman sensaciones muy íntimas: la hospitalidad de sus gentes; el orgullo de sus identidades y la convivencia armoniosa de sus etnias; la entereza y la dignidad con la que soportan la pobreza o los malos gobiernos; la firmeza de sus convicciones sobre la justicia y la democracia; la pasión de sus revoluciones, a veces necesarias, siempre violentas.
Toda la magia desbordante de sus grandes escritores revela ese dinamismo arrollador, esa vida atropellada, conflictiva, belicosa, de los dos siglos de sus independencias. Los intelectuales mexicanos o argentinos, la oratoria colombiana, las revoluciones centroamericanas, la épica del sufrimiento frente a las dictaduras militares, tantas y tan crueles, la pobreza de la mayoría de sus gentes en regímenes tan injustos, los migrantes y sus remesas, sus revolucionarios triunfantes o fracasados, sus sueños, sus nuevas clases medias, su demografía, su naturaleza... todo en América Latina te atrapa y te conmueve.
Me conmovió Miguel Mora, un periodista nicaragüense a quien visité en su celda de la cárcel de Chipote en Managua, cuando se abrazó a mí y me pidió solo un poco de luz y una Biblia, después de pasar 35 días sumido en la oscuridad de una mazmorra cruel por la tiranía de un dictador.
Me conmueven los indígenas de Guatemala, tejiendo bellos tapices con la destreza de sus manos y sus pies, y las gentes luchando en Caracas unos por la libertad y otros por la revolución. Me emocionó el Acuerdo de Paz de Colombia, y el Museo de la Memoria de Perú, mostrando al Pacífico la verdad de una guerra fanática y brutal. Me entusiasmo viendo a las jóvenes mujeres mexicanas que forman parte de MORENA, y se ven llamadas a protagonizar un tiempo nuevo en ese país maravilloso también.
América Latina te atrapa sobre todo porque casi todo está por hacer. Hace 200 años que los españoles nos fuimos de allí y ahora se discute sobre nuestras responsabilidades de hace 500, pero las de los criollos que lo han gobernado estos dos últimos siglos no son menores.
Lo cierto es que, con excepciones, el continente muestra democracias estables pero imperfectas. Libertades y contrapoderes demasiado débiles. Escasa separación e independencia de poderes. Baja recaudación fiscal y por tanto pocos instrumentos del Estado para dar seguridad y combatir las inequidades. Concentración de poder y de riqueza en familias que perpetúan las desigualdades. Desarrollo económico incipiente y demasiado dependiente de sus recursos naturales...
Con el nuevo milenio aparecieron en América Latina las revoluciones bolivarianas, una nueva visión de la política que arraigó en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua o El Salvador. Esta corriente alumbró gobiernos inspirados en el Foro de Sao Paolo y con notable influencia cubana iniciaron caminos de cambio social revolucionario que intentaban contestar los fracasos estrepitosos de gobiernos y mandatarios anteriores.
No es el momento de juzgarlos, pero hay dos circunstancias que no podemos negar, porque ilustran la conflictividad política de la región. Sus propuestas de igualación social han sido notables en términos de combate a la pobreza y mejora de los servicios educativos y sanitarios a la gente más humilde, pero la apuesta modernizadora de su aparato productivo y de sus infraestructuras ha sido insuficiente o fracasada. “Enséñame a pescar”, dice el refrán chino, pero las políticas de largo plazo no han sido aplicadas por la tentación populista de ciertas izquierdas.
Pero lo peor ha sido la tentación totalitaria de sus líderes. Creerse imprescindibles y considerar que la democracia es instrumental les ha llevado a intentar perpetuarse en el poder, a destruir los contrapoderes o las libertades y a provocar conflictos institucionales de difícil solución. Una vez más hay que afirmar que no hay izquierda sin democracia y que -como decíamos en 1979 en España- “socialismo es libertad”.
Ahora hay un giro ideológico a la derecha -a veces extrema- en esos países. Brasil, Colombia, Argentina, Chile, Honduras, Salvador... y ese movimiento pendular me preocupa. No es bueno.
Muchas veces he pensado que lo que realmente necesitan esos países y muchos otros de América Latina es una revolución socialdemócrata. Es decir, apoyarse en las mayorías sociales reformistas y construir gobiernos y programas que consoliden la democracia, hagan fuertes a las instituciones y a la separación de poderes, devuelvan confianza y seguridad jurídica a sus países, construyan universidades y ciencia, atraigan empresas y establezcan políticas fiscales más estrictas, para recaudar el 30% o el 40% del PIB y fortalecer así los grandes servicios públicos del Estado del Bienestar, que permitan reequilibrar en el ingreso y en el gastos los enormes ratios de desigualdad que sufren casi todos esos países.
Europa es un amigo fiel de América Latina. Nuestro juego allí no es el de Estados Unidos que tantas veces a lo largo de la historia ha usado la región como su “back-yard”. Tampoco es el de China o Rusia, que utilizan a América Latina como un suministrador de recursos naturales o como un simple peón en el tablero geopolítico mundial, y se acercan a sus distintos países pensando únicamente en sus propios intereses.
El papel de la Unión Europea es otro: el de socios leales que trabajan de igual a igual con América Latina, intentando aportar soluciones, no crear problemas; buscando el beneficio mutuo, no la imposición unilateral; trabajando mano a mano para hacer frente a los grandes retos de la agenda global: la lucha contra el cambio climático, la pobreza y la desigualdad; el combate a la corrupción, el crimen organizado y el narcotráfico; el desarrollo de políticas migratorias justas, humanas y sostenibles; la puesta en marcha de regulaciones comerciales que lleven prosperidad a nuestras economías y regímenes fiscales que aporten bienestar a nuestras sociedades.
En muchos de estos retos, Europa y América Latina parten de la base de valores y principios compartidos y de una historia común que acorta las distancias entre las dos regiones, sobre todo en comparación con otras visiones del mundo, cerrando un círculo histórico, cultural, casi familiar.
Así lo estamos haciendo. Por ejemplo, en Cuba la Unión Europea ha optado por negociar - y aprobar- un Acuerdo Político y de Cooperación, porque entendemos que incluso en aquellas cuestiones sobre las que discrepamos -como nuestras respectivas ideas de democracia y derechos humanos- tener un marco de diálogo es mejor que no tener ninguno. De este modo hemos dejado atrás la llamada “posición común”, que había fracasado en su intento de avanzar hacia la democratización de Cuba, y optamos por el diálogo y la cooperación como mecanismo para mejorar de manera efectiva la vida del pueblo cubano.
En la crisis venezolana, Europa rechaza de manera tajante cualquier solución que pase por el uso de la violencia, y ha puesto en marcha un Grupo de Contacto que incorpora a socios de la región, con el fin de buscar respuestas dialogadas y facilitar una salida pacífica y democrática.
En el nuevo tiempo que inaugura México bajo la presidencia de Andrés Manuel López Obrador, Europa quiere materializar su cercanía mediante la modernización del Acuerdo de Asociación. También el Acuerdo UE-Chile está poniéndose al día, para afrontar los retos de la globalización y de un entorno mundial más incierto y volátil.
En Colombia hemos apoyado y seguimos apoyando el proceso de paz entre Gobierno y FARC, que ha puesto fin a cincuenta años de enfrentamiento armado, y al mismo tiempo exigimos con la mayor contundencia al ELN que cese en el uso de la violencia, porque esa es la condición imprescindible para cualquier negociación con ese grupo guerrillero.
Con la Comunidad Andina la UE ha ido estrechando sus lazos: el Acuerdo Multipartes, al que inicialmente se adhirieron solo Colombia y Perú, ha incorporado posteriormente a Ecuador. Y recientemente, Bolivia ha comenzado a estudiar una aproximación hacia Europa en esa línea.
En Centroamérica, la Unión Europea es el principal donante de cooperación: entre 2014 y 2020, Europa ha presupuestado un montante de 775 millones de euros en cooperación bilateral con Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, a lo que se añaden otros 120 millones de euros en programas de cooperación subregional. Pero además, la UE es un socio comercial y económico para el conjunto de Centroamérica, como prueba el Acuerdo de Asociación suscrito en 2012 por ambas partes.
Precisamente uno de los países de esa región, Nicaragua, está viviendo desde abril de 2018 una crisis democrática e institucional que ha costado vidas y ha deteriorado la estabilidad política y económica del país. En ese contexto, Europa está desempeñando un papel de mediación, para facilitar una salida negociada, democrática y respetuosa de los derechos humanos y las libertades de los ciudadanos.
Pero la relación entre Europa y América Latina va más allá del comercio y la cooperación, más allá incluso de valores e intereses compartidos o de la necesidad de unirnos para ser efectivos en el incierto panorama global. Nuestra relación es la de cinco siglos de historia en común, de una cultura que hemos hecho crecer desde las dos orillas, de unas lenguas - el castellano y el portugués especialmente, pero no solo- que cruzaron el Atlántico y volvieron enriquecidas con nuevas palabras y nuevos acentos.
En esta Academia voy a ocupar un sillón que lleva el nombre de un escritor, Stefan Zweig, de modo que permítanme dedicar un momento a reivindicar las letras, y en particular las letras latinoamericanas. Sin necesidad de remontarnos muy atrás en el tiempo ni de hacer un gran esfuerzo memorístico, vienen fácilmente a nuestros labios los nombres de escritores como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Jorge Amado, Joaquim Machado de Assis, cuyo genio nadie pone en duda.
Yo quiero aprovechar esta ocasión para recordar también a escritoras como Elena Poniatowska, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Isabel Allende, Gioconda Belli, Clarice Lispector o Marcela Serrano, porque desgraciadamente el talento, cuando lleva nombre de mujer, sigue necesitando el doble de esfuerzo de ésta para verse reconocido.
Desde la prosa o la poesía, a través de la novela, el ensayo o el teatro, tanto ellos como ellas han contribuido a ensalzar nuestras lenguas hasta las más altas cumbres de la cultura universal. Y de este modo han hecho mejor nuestro mundo, y nos han hecho mejores a nosotros mismos.
Entre todo ese talento exuberante y variado, me gustaría destacar la obra de los autores que yo llamo “de ida y vuelta”, aquellos que nacieron en una orilla, pero tuvieron la suerte -o el infortunio, según los casos- de pasar buena parte de sus vidas en la otra.
Pienso en Julio Cortázar, Jorge Luis Borges o Cristina Peri Rossi, que desarrollaron buena parte de su obra en Europa, pero también en Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda y Rosa Chacel, que encontraron un nuevo hogar en América Latina cuando el que tenían en Europa se les volvió inhóspito.
Es el mismo caso de Stefan Zweig, a quien, como decía hace un momento, rinde homenaje el sillón que ocupo a partir de hoy: Zweig dejó atrás una Europa invivible y se refugió en América, donde pudo seguir reflexionando y escribiendo hasta que le venció la amargura de ver cómo todo su mundo era arrasado por el huracán del nazismo.
Precisamente en su obra póstuma, El mundo de ayer, Zweig repasa su propia vida y la de sus contemporáneos con lucidez y amargura, y a menudo se pregunta cómo no vieron venir el derrumbe de un orden social que creían consolidado; por qué no fueron capaces de identificar los síntomas que apuntaban hacia la guerra, ni de denunciar a tiempo el avance del autoritarismo y del fascismo.
Zweig lamenta la pérdida de un mundo que ya no existe, pero sobre todo la ligereza con la que se analizaron los cambios que precedieron a su desaparición. Pese a lo que pudiera parecer, el suyo no es un mensaje pesimista, sino de advertencia; no es un canto del cisne, sino un aviso a navegantes: a cada generación le corresponde observar las transformaciones de su época, interpretarlas lo mejor que pueda, y actuar en consecuencia. Pero también es responsabilidad de cada generación mirar hacia atrás y tomar nota de las lecciones de la historia, para no repetir los errores y para aprender de los aciertos.
Zweig se consagró a la idea europea, es decir, a una Europa culturalmente unida, y sus escritos se caracterizan por el pensamiento global y la búsqueda de la paz mundial. Desde 1934 comenzó su angustioso peregrinar - Londres, París, Nueva York, Buenos Aires... - junto a Lotte Altmann - que se convertiría en su segunda esposa- mientras veía cómo se iba quedando solo - Joseph Roth murió en París en mayo de 1939; Sigmund Freud, en Londres pocos meses después- y cómo el fascismo iba sumiendo Europa en el horror. Ese es el paisaje desolador en medio del cual llegó a Brasil en el verano de 1941. Apenas seis meses después, él y Altmann se suicidaron tomando una buena cantidad de un somnífero llamado Veronal.
Pensé en Zweig por todo esto. Por su europeísmo. Por perseguido. Por escritor. Por su antifascismo. Pensé que su recuerdo era y es una señal de alarma ante un mundo que no encuentra su orden, su paz, sus equilibrios. Mucho menos con la vuelta de los autoritarismos (piensen en China, Turquía, Rusia, Brasil... incluso EEUU). Y por el rebrote de los nacionalismos (piensens en Le Pen, Salvini, Orban y en algunos otros que tenemos más cerca, de uno y otro signo).
A lo largo de esa historia, de nuestra historia reciente y compartida, Europa y América Latina han sido la una para la otra el lugar de refugio de quienes huían del terror, de la guerra, de la incomprensión, del odio. Han sido generosas y acogedoras. Y gracias a ese talante, gracias a ese intercambio, ambas orillas del Atlántico se han enriquecido y han crecido, porque al contrario de lo que algunos pretenden, la diversidad no es una amenaza a la identidad de los pueblos, sino una fuente de riqueza que les proyecta hacia el futuro y evita que se queden anclados en un pasado trufado de prejuicios y complejos.
América Latina y Europa ya no estamos lejos. Durante siglos, casi hasta ayer mismo, la distancia era un obstáculo para hacer cosas juntos. Hoy los estudiantes, los profesionales de las empresas, los emigrantes, las start-ups, el turismo, la literatura, el aire, hablan español y portugués, cruzan el océano continuamente en low cost y sus comunicaciones viajan por fibra óptica o por satélite de manera instantánea.
Pienso en nuestros jóvenes latinoamericanos. En su enorme potencial demográfico y cultural. Pienso en sus luchas, en sus aspiraciones. En sus derechos a una vida mejor. En paz y en democracia, en libertad y en progreso.
Pienso en los jóvenes venezolanos que huyen. En los nicaragüenses exiliados. En los que emigran a EEUU huyendo de la pobreza o de la violencia.
Pienso en las clases medias de tantos de esos países que tienen ideales y sueños y me pregunto si no serán los mismos ideales y sueños que yo tenía, que teníamos nosotros cuando éramos jóvenes.
Y me respondo que sí. Que son los mismos. Pero me digo también que los sueños no son monopolio de los jóvenes o que el idealismo no está acotado por la edad. Juntos podemos luchar por nuestros sueños y ayudarnos a nuestros ideales.
Esto convierte a nuestros dos continentes en dos mundos más próximos, más cercanos, más capaces de defender juntos aquellos valores en los que creemos. Siempre he dicho que América Latina es el mejor socio estratégico de Europa y que Europa es una amiga fiel de América Latina.
Atrevámonos a mirarnos, a conocernos, a comprendernos y trabajar juntos sacando el mejor partido de nuestras diferencias. Demos la espalda al oscurantismo populista y excluyente, al extremismo que desprecia los valores democráticos, al belicismo que está dispuesto a sacrificar la paz de los pueblos por sus propios intereses, a los iluminados que se presentan como salvadores de patrias sin pretender en realidad más salvación que la suya propia.
Unámonos en la defensa de la razón y de la racionalidad, de la responsabilidad hacia la ciudadanía, de los valores democráticos y humanistas que Europa y América Latina comparten. Ese es el camino del progreso para nuestros pueblos. A esa meta he intentado contribuir a lo largo de toda mi vida, y a ella espero seguir contribuyendo desde el sillón Stefan Zweig de esta Academia.
Muchas gracias.
Ramón Jáuregui Atondo.
Fuentes gráficas: Junta de Extremadura, Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste.