Bolsonaro, a quien en su país se considera como la versión carioca de Donald Trump, no es, a pesar de presentarse como un 'outsider', ningún desconocido para la escena política brasileña. Diputado federal por Río de Janeiro durante 27 años, este excapitán del ejército, entusiasta de las armas y favorable a aplicar mano dura contra los delincuentes en un país donde solo en 2017 murieron 5.000 personas en enfrentamientos con la policía, lleva a sus espaldas una larga lista de declaraciones intolerables contra mujeres (“no mereces ni ser violada, eres demasiado fea”, le espetó a una diputada del PT), homosexuales (“no podría amar a un hijo gay, prefiero que muera”) y la población negra ( “mis hijos nunca tendrían novias negras. Han sido bien educados”). La lista de agravios contra estos colectivos daría para llenar varias páginas, y aun así no es la parte más preocupante de una posible victoria del candidato del PSL (Partido Social Liberal).
Mito, como le conocen sus seguidores, es un nostálgico de la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985 y que dejó tras de sí miles de casos de torturas y la muerte o desaparición de 421 opositores políticos. Unas cifras que para Bolsonaro se quedan lejos de los 30.000 fusilamientos que habrían sido necesarios para limpiar el país de corruptos, comunistas y terroristas.
Por fortuna, en el contexto geopolítico brasileño e internacional, tal situación resulta inimaginable. Pero resulta alarmante el protagonismo político que están recuperando los militares tras más de 30 años de democracia. De hecho, una victoria de Bolsonaro llevaría a la vicepresidencia al exgeneral Hamilton Mourão, defensor de los torturadores de la dictadura y favorable a la posibilidad de un 'autogolpe' llevado a cabo conjuntamente por el presidente y las Fuerzas Armadas para poner orden si fuera necesario.
¿Qué está pasando para que esta degradación de nuestros valores sea tan abrupta y tan general? ¿Por qué no se rechazan estas actitudes fascistas que creíamos superadas y desmontadas? Trump en EEUU, Salvini y la Lega Norte en Italia, Le Pen en Francia, el UKIP y el Brexit en el Reino Unido y todos los brotes ultraderechistas en tantos países europeos son expresiones singulares —porque en cada país hay un contexto propio—, pero navegan sobre las mismas aguas convulsas de sentimientos hábilmente agitados por populismos oportunistas de ínfima calidad moral y de peligrosos efectos.
Es una mezcla de miedos y mentiras que enarbolan banderas de consecuencias tristemente conocidas y dolorosamente sufridas. Es el nacionalismo frente a la supranacionalidad; Es el 'America first' de Trump que genera guerras comerciales. Es el “no en Italia” de Salvini a los barcos de inmigrantes. Es el individualismo frente al interés general o las necesidades colectivas. Es el egoísmo frente a la solidaridad. Es el supremacismo de raza o de condición económica o simplemente de poder frente a quienes perturban esa superioridad social. Es la xenofobia, el desprecio al diferente. Es la intolerancia frente al otro.
Es mucho más. Devaluar la importancia de los derechos humanos como suelo universal de dignidad humana. Poner en riesgo el multilateralismo y sus grandes conquistas para gobernar la globalización. Debilitar las instituciones democráticas con abusos de poder que cuestionan las separaciones de poderes o destruyen las libertades y los derechos fundamentales.
Todo eso está en juego en Brasil, pero no solo en Brasil. Con razón decía Wolfgang Schäuble, presidente del Bundestag de Alemania: “La mayor amenaza para la democracia es darla por hecha”. El nacionalismo antieuropeo no solo amenaza Europa. En su seno germinan el autoritarismo antiliberal y la tentación antidemocrática. Que se lo pregunten a los polacos o a los húngaros. Banon, el exasesor de Trump, instalado en Italia amenaza con organizar “una internacional de nacionalistas”, sin advertir el oxímoron de su proyecto.
Hace unos días tuve un debate, aquí en Bruselas, con más de 50 diputados de los parlamentos nacionales de la UE. El debate giraba en torno al futuro de la Unión y recuerdo bien mi polémica con un diputado checo que reivindicaba Nación frente a Unión y que en defensa de su tesis aseguraba que las guerras en Europa no vinieron de los nacionalismos sino de las ideologías. El peligro no son las naciones sino las ideologías, dijo. Recuerdo bien mi respuesta: “Las guerras, desgraciadamente, fueron entre naciones porque las ideologías nacionalistas las provocaron". "No todos los nacionalismos son fascistas”, le dije, “pero todos los fascismos tienen al nacionalismo como matriz y fundamento ideológico”.
En Brasil hay muchas más cosas que explican la dramática situación que viven estos días. Bajo los gobiernos progresistas de Lula, la sociedad conquistó derechos y libertades, la economía creció a velocidad récord y las expectativas eran altas. Pero tras el sueño vino la pesadilla. Recesión económica (un descenso del 10% en PIB per cápita entre 2014 y 2016), incremento de la criminalidad (en Brasil se encuentran siete de las 20 ciudades más violentas del mundo) y masivos casos de corrupción a lo largo y ancho del espectro político.
Hoy, Brasil está fracturado, un 40% de la población apoya a Lula y el 60% lo odian a él y al PT. El 46% de los votos que obtuvo Bolsonaro en la primera vuelta contiene tantos apoyos a sus propuestas como rechazos a la corrupción. Gane o pierda Bolsonaro, los derrotados serán, mucho me temo, los propios brasileños.
Publicado en El Confidencial, 29/10/2018
Mito, como le conocen sus seguidores, es un nostálgico de la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985 y que dejó tras de sí miles de casos de torturas y la muerte o desaparición de 421 opositores políticos. Unas cifras que para Bolsonaro se quedan lejos de los 30.000 fusilamientos que habrían sido necesarios para limpiar el país de corruptos, comunistas y terroristas.
Por fortuna, en el contexto geopolítico brasileño e internacional, tal situación resulta inimaginable. Pero resulta alarmante el protagonismo político que están recuperando los militares tras más de 30 años de democracia. De hecho, una victoria de Bolsonaro llevaría a la vicepresidencia al exgeneral Hamilton Mourão, defensor de los torturadores de la dictadura y favorable a la posibilidad de un 'autogolpe' llevado a cabo conjuntamente por el presidente y las Fuerzas Armadas para poner orden si fuera necesario.
¿Qué está pasando para que esta degradación de nuestros valores sea tan abrupta y tan general? ¿Por qué no se rechazan estas actitudes fascistas que creíamos superadas y desmontadas? Trump en EEUU, Salvini y la Lega Norte en Italia, Le Pen en Francia, el UKIP y el Brexit en el Reino Unido y todos los brotes ultraderechistas en tantos países europeos son expresiones singulares —porque en cada país hay un contexto propio—, pero navegan sobre las mismas aguas convulsas de sentimientos hábilmente agitados por populismos oportunistas de ínfima calidad moral y de peligrosos efectos.
Es una mezcla de miedos y mentiras que enarbolan banderas de consecuencias tristemente conocidas y dolorosamente sufridas. Es el nacionalismo frente a la supranacionalidad; Es el 'America first' de Trump que genera guerras comerciales. Es el “no en Italia” de Salvini a los barcos de inmigrantes. Es el individualismo frente al interés general o las necesidades colectivas. Es el egoísmo frente a la solidaridad. Es el supremacismo de raza o de condición económica o simplemente de poder frente a quienes perturban esa superioridad social. Es la xenofobia, el desprecio al diferente. Es la intolerancia frente al otro.
Es mucho más. Devaluar la importancia de los derechos humanos como suelo universal de dignidad humana. Poner en riesgo el multilateralismo y sus grandes conquistas para gobernar la globalización. Debilitar las instituciones democráticas con abusos de poder que cuestionan las separaciones de poderes o destruyen las libertades y los derechos fundamentales.
Todo eso está en juego en Brasil, pero no solo en Brasil. Con razón decía Wolfgang Schäuble, presidente del Bundestag de Alemania: “La mayor amenaza para la democracia es darla por hecha”. El nacionalismo antieuropeo no solo amenaza Europa. En su seno germinan el autoritarismo antiliberal y la tentación antidemocrática. Que se lo pregunten a los polacos o a los húngaros. Banon, el exasesor de Trump, instalado en Italia amenaza con organizar “una internacional de nacionalistas”, sin advertir el oxímoron de su proyecto.
Hace unos días tuve un debate, aquí en Bruselas, con más de 50 diputados de los parlamentos nacionales de la UE. El debate giraba en torno al futuro de la Unión y recuerdo bien mi polémica con un diputado checo que reivindicaba Nación frente a Unión y que en defensa de su tesis aseguraba que las guerras en Europa no vinieron de los nacionalismos sino de las ideologías. El peligro no son las naciones sino las ideologías, dijo. Recuerdo bien mi respuesta: “Las guerras, desgraciadamente, fueron entre naciones porque las ideologías nacionalistas las provocaron". "No todos los nacionalismos son fascistas”, le dije, “pero todos los fascismos tienen al nacionalismo como matriz y fundamento ideológico”.
En Brasil hay muchas más cosas que explican la dramática situación que viven estos días. Bajo los gobiernos progresistas de Lula, la sociedad conquistó derechos y libertades, la economía creció a velocidad récord y las expectativas eran altas. Pero tras el sueño vino la pesadilla. Recesión económica (un descenso del 10% en PIB per cápita entre 2014 y 2016), incremento de la criminalidad (en Brasil se encuentran siete de las 20 ciudades más violentas del mundo) y masivos casos de corrupción a lo largo y ancho del espectro político.
Hoy, Brasil está fracturado, un 40% de la población apoya a Lula y el 60% lo odian a él y al PT. El 46% de los votos que obtuvo Bolsonaro en la primera vuelta contiene tantos apoyos a sus propuestas como rechazos a la corrupción. Gane o pierda Bolsonaro, los derrotados serán, mucho me temo, los propios brasileños.
Publicado en El Confidencial, 29/10/2018