Viví apasionadamente el plebiscito del pasado domingo en Colombia. Hice campaña abiertamente en Bogotá y Medellín por el ‘sí’ y sufrí una decepción enorme cuando comprobé la polarización del país y la victoria del ‘no’ ante unos acuerdos que, sinceramente, creí serían el comienzo de un tiempo nuevo en ese país tan brutalmente castigado por un conflicto armado que a veces casi parecía una guerra civil.
¿Qué ha sucedido para que la mitad más uno de los colombianos digan ‘no’ a un acuerdo tan complejo y costoso, tan larga y trabajosamente negociado entre Gobierno y guerrilla, amparado y avalado por toda la comunidad internacional? Al estrepitoso fallo de las encuestas, que daban entre diez y quince puntos de ventaja al ‘sí’, le están saliendo muchas explicaciones. Las mías son las siguientes:
El rechazo a las FARC es más profundo y sentido de lo que se creía. Naturalmente, sigue habiendo quienes explican y justifican la aparición de estos grupos armados y su lucha en las paupérrimas condiciones de vida del mundo rural colombiano, en las profundas desigualdades sociales y, por supuesto, en la órbita de los movimientos insurgentes y revolucionarios del siglo pasado en América Latina. Pero más allá de esos argumentos, lo cierto es que las FARC han hecho muchísimo daño. Han matado, secuestrado, destruido con tanta crueldad, que en la memoria colectiva de los ciudadanos hay una condena moral intensa y un amplio rechazo al perdón. Los defensores del ‘sí’ no fueron capaces de superar ese rechazo, especialmente al tener que admitir que los acuerdos contemplaban una ‘Justicia Transicional’ muy cercana a la impunidad de tantos crímenes.
Personalmente justifiqué en múltiples ocasiones que paz y justicia no eran elementos fácilmente compatibles. Que la paz era imperfecta, por supuesto, y que se basaba en el perdón mutuo que la sociedad colombiana se debía a sí misma. He defendido los acuerdos diciendo que este tipo de conflictos armados solo podrían acabar así. Y somos muchos los que hemos advertido que el ‘no’ podría retrotraer a Colombia a los peores años de su trágica historia y que no habría otra oportunidad de paz como ésta en diez años. Pero, hoy, concluido el resultado del plebiscito, me inclino a pensar que quizás las concesiones a las FARC fueron excesivas y que, en todo caso, a los ciudadanos así se lo parecieron.
Hay otra evidencia en Colombia y es la existencia de dos países diferentes: el urbano y el rural, situados en el centro el primero y en la periferia el segundo. El ‘no’ ha triunfado en las ciudades y el voto urbano ha tumbado el acuerdo, que, a su vez, ha sido ampliamente respaldado en los pueblos y en las zonas rurales. No por casualidad han sido las zonas más castigadas por el conflicto las que han respaldado mayoritariamente el acuerdo, lo que pone en evidencia otra paradoja y es la conmovedora actitud de las víctimas, mucho más proclives a superar la guerra y a disfrutar de la paz, que el resto de sus conciudadanos.
El ‘no’ ha hecho una campaña agresiva y demagógica, y ha sido más eficaz frente a la confiada campaña del ‘sí’, que creía seguro su triunfo por el engaño de las encuestas. ¿Por qué se equivocaron? Porque a la gente no le apetecía decir ‘no’ a la paz, y resultaba incómodo o impopular hacerlo. Pero cuando llegó la hora de la verdad dijo lo que sentía. El ‘no’ amenazó con una imagen tremendista de Maduro-Castro-FARC como si la entrada en política de éstos fuera a convertir a Colombia en una república comunista. Por último, el ‘no’ ha utilizado una censura –esta vez más realista– a las conexiones de la guerrilla con el negocio del narcotráfico.
Hasta aquí las razones del fracaso. Pero, al día siguiente del plebiscito, la vida siguió en Bogotá y en toda Colombia. Y lo que toca ahora es volver a los caminos de la paz. Tres pasos habrá que recorrer. El primero es recomponer la unidad interna del país. El presidente Santos tiene que llamar a la oposición al acuerdo y consensuar con ellos una nueva estrategia para la negociación. Uribe y el ‘no’ deben gestionar su victoria con prudencia y ayudar a reanudar las negociaciones y comprometerse con ellas.
El segundo afecta a las FARC, que deben mantener su promesa de no volver a la violencia y hacer firme su voluntad de convertirse en una nueva fuerza política, aunque ello implique tener que revisar las condiciones del fin del conflicto. Una renegociación del acuerdo resulta casi inevitable por la simple razón de que el pueblo soberano lo ha querido así.
El tercero, es poner en marcha toda la política de cohesión social, de promoción económica, comunicaciones con el territorio, desarrollo agrario, incorporación rural de exguerrilleros y, sobre todo, de atención a víctimas que se contemplaban en los acuerdos. Todo lo que constituye la política de restauración social del país.
Es un largo camino, pero en Colombia, al día siguiente del referéndum, la vida continúa con nueva esperanza y no con viejas frustraciones. No hay la sensación de que vuelve la guerra, sino que habrá que continuar la paz sobre lo andado, aunque de otra manera. Ésta ha sido la esperanzadora sorpresa que tuvimos el lunes, horas después del plebiscito. Mi impresión es que el proceso de paz no se ha frustrado, aunque su continuación se enfrenta a una renegociación. Las FARC lo han confirmado, en parte porque no pueden volver atrás. La violencia no es compatible con la política y la defensa de una causa justa no puede hacerse matando. Eso ya no es solo inmoral, es anacrónico. No pertenece al siglo XXI.
Publicado en El Correo, 10/10/2016