Puede sostenerse un proceso independentista para Cataluña con 1,9 millones de votos sobre una población de más de 7 millones y sobre un censo electoral de 5,5 millones de votantes? ¿Puede llevarse a cabo una ruptura unilateral de este calado con un apoyo social que no llega al 50% de los censados en el apogeo de su clímax? Porque, conviene recordarlo, en el famoso referéndum de noviembre de 2014, fueron 1,7 millones los que avalaron el sí a la independencia. Ninguna comunidad nacional en el mundo se ha convertido en Estado en estas condiciones. Ni siquiera por acuerdo interno e internacional. Si Cataluña se lanza a un proceso unilateral de separación de España sobre las bases democráticas y sociales del pasado domingo, el fracaso está asegurado. Ningún organismo internacional dará legitimidad democrática a ese intento. No solo porque España vetaría cualquier reconocimiento, sino porque en la comunidad internacional se considera que no hay base democrática para ese proyecto. Y, créanme, esa es la opinión hoy en Europa.
Digámoslo claramente. Tan evidente es que el proceso independentista hacia la República Catalana está bloqueado, como que España tiene la imperiosa necesidad de ofrecer a Cataluña una negociación de su status jurídico, político y económico en el Estado constitucional. Son verdad ambas cosas y por eso la puerta que se ha abierto este domingo en Cataluña es hacia un nuevo camino con parada en las elecciones generales de diciembre cuyo desenlace ya podemos predecir. Ni PP ni PSOE, ganadores seguros, uno u otro, tendrán mayoría de gobierno y una nueva etapa política se inaugurará en el país, con pactos transversales, que reclamarán probablemente una reforma constitucional consensuada, no solo entre varios partidos, sino también en el seno de la España autonómica territorial.
Que nadie me entienda mal. Los consensos políticos no equivalen a gobiernos de coalición. Se trata de un nuevo tiempo en el que deberemos ser capaces de recuperar el espíritu del pacto, en parte impulsado por la necesidad pero, más todavía, exigido por la ciudadanía y los medios de comunicación, que interpretarán el resultado electoral como un mandato popular ineludible.
La tarea será ingente, pero formidable en cuanto a retos y objetivos. Se trata de darle al pacto de convivencia constitucional de 1978 un nuevo horizonte generacional. No se trata de demoler el edificio agrietado, sino de reformular algunas de las vigas que lo sustentan: incorporar a la Constitución la Unión Europea como marco jurídico y político superior de un modelo federal; los nuevos derechos sociales de un Estado del Bienestar moderno; una actualización de derechos, deberes y libertades en el siglo XXI… y, por supuesto, el pacto territorial. Porque la singularidad catalana o vasca reclamará su actualización constitucional, pero exigirá por ello la aceptación del resto de las comunidades, lo que, a priori, no resulta cosa sencilla.
Lo que parece evidente es que permanecer impasible como si nada ocurriera ya no va a ser posible. Ni siquiera para Rajoy si ganara las elecciones generales, porque la llamada ‘línea dura’ ha sido también derrotada en Cataluña (el PP ha perdido casi la mitad de sus diputados) y amenazar con la ley o con sanciones, o con el Tribunal Constitucional, puede ser, por el contrario, la espoleta de una mayoría independentista que hoy no existe en Cataluña. Nunca sabremos si la pasividad de Rajoy ha sido también causa del crecimiento nacionalista en Cataluña estos años. Pero es fácil prever el riesgo de una crecida imparable del independentismo si el Gobierno de España respondiera con la misma estrategia a la situación política que ha surgido el domingo pasado en Cataluña, endurecida quizás con sanciones institucionales.
Para el nuevo tiempo que viene, bueno será que todos extraigamos las lecciones adecuadas de lo ocurrido el domingo en Cataluña. El sistema político español también, porque una lectura inteligente nos obliga a interpretar que la insuficiencia del ‘sí’ el 27-S es una inmensa mayoría que demanda mucho más que el simple ‘no’. Hace años que sostengo que la gran mayoría catalana es aquella que reclama una renovación de su estatus en España. A esa mayoría hay que darle respuestas y propuestas y hacerla más mayoría todavía con un nuevo acuerdo.
A su vez, también será preciso que los protagonistas del proceso independentista se quiten la venda de su insuficiente victoria y hagan una lectura sosegada de sus resultados. Empezando por reconocer que han ganado las autonómicas pero han perdido el plebiscito que ellos mismos propusieron. Siguiendo por reconocer también que CDC y Esquerra han obtenido juntos 9 diputados menos que los que sumaron hace tres años. Siguiendo por asumir que necesitan sumar a las CUP para tener un gobierno… ¿estable? ¿Cabe alguna estabilidad con una fuerza que proclama la desobediencia civil, el anticapitalismo fuera del euro y las asambleas como base democrática? ¿Puede Convergència y su burgués electorado compartir proyecto con ellos?
La trayectoria de Mas ha sido extraordinaria. Rompe la sólida alianza de Convergència con Unió arruinando a esta última, expulsando del sistema político catalán al nacionalismo moderado. Entrega su partido a Esquerra y a un conjunto de movimientos sociales de muy variada composición ideológica y de difícil ubicación política. Arrastra a Cataluña a una aventura independentista sin horizonte. Fractura al pueblo catalán al 50% y lo enfrenta a España quizás irreversiblemente. Yo no sé si será elegido presidente de la para estos próximos años pero, francamente, si lo es en estas circunstancias, con esos apoyos y empeñado en sus derrotados propósitos, perderemos todos.
Publicado en El Correo, 30/09/2015