Mi Cultura del trabajo y del empleo, viene de lejos, desde hace ahora 50 años cuando a mis 14, casi un niño, me incorporé como aprendiz a una fundición de hierro en Pasajes, Gipuzkoa. Mi universo laboral era por tanto industrial, giraba en torno al hierro y al acero, se situaba en una gran empresa familiar, de más de 2000 trabajadores, cuyo nombre procedía de la familia que ostentaba el capital, en los años de la expansión económica de principios de los 70. Con frecuencia llegaban nuevos trabajadores inmigrantes de pueblos castellanos o extremeños, procedentes del campo, a iniciar una nueva vida. Allí trabajábamos, nos formábamos, crecíamos profesionalmente. Allí queríamos progresar y trabajar toda la vida. Incluso soñábamos con que lo hicieran nuestros hijos. Allí comenzaban también nuestros sueños de libertad organizando clandestinamente el sindicalismo y la política democrática y de partidos en los estertores del franquismo. Eran los años setenta. Mi caso no era muy diferente al de muchos otros obreros y empleados de otras grandes fábricas vascas y españolas de aquellos años. Trabajábamos de día y estudiábamos de noche. Jóvenes obreros llenábamos los cursos nocturnos de la Maestría Industrial o de las Ingenierías Técnicas de San Sebastián, en un ambiente de esfuerzo y de mejora profesional muy característico en la época.
¿Qué ha cambiado desde entonces hasta aquí? Todo. A lo largo de mis primeros años de actividad sindical (1973-1983) y de las tres décadas posteriores como dirigente político y representante público, no he dejado de mirar con una cierta nostalgia y creciente preocupación la evolución del trabajo, del derecho del trabajo y de las Relaciones Laborales. Me especialicé como abogado laboralista para defender la causa de los más débiles, para ser consecuente con mis orígenes, con mi gente. Pero, poco a poco, fui comprobando la deconstrucción paulatina, pero inexorable, de aquel mundo de seguridades y certezas, de leyes y convenios, de grandes empresas y sindicatos fuertes, de espacios conocidos y regulados en los que el universo creado por tres grandes agentes: empresas, sindicatos y el Estado, mantenían una dialéctica de conflicto regulado y de avance progresivo en las condiciones del trabajo.
Las paredes maestras de aquel edificio en parte construido en Europa y a lo largo de las cuatro décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra, estaban siendo demolidas por los nuevos paradigmas de la globalización económica (sobre todo productiva), por la revolución tecnológica, que abría horizontes insospechados a una tecnología desconocida, a nuevos materiales y a los nuevos sistemas de producción y por la revolución neoliberal que, desde los primeros años 80 y más especialmente con la caída del Muro, venían imponiendo nuevos valores a la organización socioeconómica del mundo. Como dijera el viejo sociólogo francés de finales de siglo, André Gorz: “Estamos dejando atrás la sociedad laboral sin buscar otra nueva”.
El primer y gran cambio en la cultura del empleo viene derivado de la transformación sufrida por las empresas en el marco de estos nuevos paradigmas. El signo de los tiempos que vivimos es la velocidad, la concatenación de los acontecimientos y la ampliación de los espacios en los que estos se producen.Solo por remitirnos a dos ejemplos, es muy evidente que la catástrofe de Fukushima alteró las políticas energéticas nucleares en el mundo occidental y el combate al cambio climático con el biocombustible, afecta gravemente al precio de las materiasprimas de la alimentación de muchos países. Como dice Joseph S. Nye: “La velocidad es el signo de la globalización: La viruela tardó tres milenios en llegar a todos los continentes habitados; el sida tres décadas; el primer gran virus informático, tres días”. Las empresas viven también estos nuevos tiempos del “presentismo” y tienen que adaptarse a la velocidad de los acontecimientos, a la concatenación de todos ellos y a la supra nacionalidad de mercados, monedas y geo estrategias. Se hacen así flexibles como los mercados y rápidas como la vida. Nacen y desaparecen, abrevian sus plazos y sus estrategias, dinamizan y aceleran sus decisiones. El mundo laboral de la empresa no es ajeno a esta especie de pulmón que inhala y exhala el aire de su población laboral con arreglo a sus emergencias y coyunturas. Como dice el experto laboral Peter Cappelli: “El mercado invade la esfera laboral de las empresas, penetra en la compañía, tanto en la producción como en la relación laboral y una vez dentro, su lógica lo domina todo y sustituye o suplanta violentamente los rasgos y los usos anteriores a esa relación”. Los cambios son también organizativos. La reducción de escala de las empresas (Downsizing), el rediseño de la ingeniería de los procesos de producción (Lean production), los sistemas flexibles de distribución de suministros y productos (just in time), los múltiples sistemas de mejora de calidad, la externalización de la fabricación (Outsourcing) y la relocalización global desde las áreas industrializadas hacia el Tercer Mundo, son fenómenos irreversibles que están produciendo cambios trepidantes y un fortísimo choque sobre los esquemas y prácticas establecidas en el viejo contrato social regulador del “contrato laboral” al uso en Europa.
Aunque sigue habiendo grandes corporaciones multinacionales, la gran empresa se ha hecho planetaria, pero ha transformado totalmente su organización interna y su actividad. Se han hecho grandes para instalarse en el mundo, pero han dejado de ser las viejas factorías que incluían la producción íntegra de uno o varios productos para pasar a ser empresas que concentran su “corebusiness” (la dirección, económica y financiera, la I+D+i, los Recursos Humanos, etc.) y subcontratan la producción en varios países, al tiempo que multiplican y diversifican sus bienes y servicios. En el empleo hablamos así de la transición de vivir el trabajo desde una relación jerarquizada y rígida, con métodos de producción “fordistas”, en cadena, en los que una gran masa de trabajadores se diluía en el esquematismo de una función operativa, una y otra vez realizada, a trabajar en empresas en las que el equipo es la clave de la producción, la creatividad de los trabajadores determina la competitividad de la empresa y la cooperación interna se valora como uno de sus principales activos. De las organizaciones grandes y pesadas, capaces de producir enormes volúmenes de productos estandarizados a bajo precio para grandes mercados, hemos pasado a las estructuras empresariales ligeras que combinan grandes volúmenes de producción con una gran diversificación, adaptándose constante y rápidamente a los gustos del consumidor, a las exigencias del cliente con productos a su medida.
A su vez la tecnología, la combinación de los grandes descubrimientos de fin de siglo: micro electrónica, informática y telecomunicaciones, unidos a Internet, a los nuevos materiales, la genética, la nanotecnología o la biomedicina, están provocando lo que algunos ya llaman la cuarta revolución industrial y, en todo caso, la emergencia de una economía del conocimiento que produce a su vez una explosiva y progresiva traslación del empleo en el sector industrial, al sector servicios,(incluyendo el financiero), algo parecido a lo que ocurrió en la primera mitad del Siglo XX desde la agricultura ala industria, haciendo real aquél pronóstico que hiciera WassilyLeontieff, poco antes de morir: “El papel de los seres humanos como el más importante factor de producción, está destinado a disminuir de la misma forma que el papel de los caballos en la producción agrícola disminuyó y luego desapareció con la introducción de los tractores”.
Las consecuencias de todos estos cambios vistos desde la perspectiva del empleo del futuro, presentan muchos interrogantes. Un poco como nos ocurre con el futuro en este mundo en cambio que vivimos. Un futuro que ya no es el que era o, como expresivamente titula el profesor Fontana en su último libro: “El futuro es un país extraño”.
Se intuyen o se perciben así claras transformaciones en nuestro mundo laboral:
Primera. Un crecimiento enorme del trabajo autónomo a veces a través de la creación de muy pequeñas empresas para la prestación de servicios a las empresas más grandes, dada la creciente externalización del trabajo.Lo que hace 15 ó 20 años era una recomendación elitista: “crea tu propio negocio”, “inventa un nuevo servicio”, “hazte autónomo y crea tu propia empresa”, etc. etc., hoy es la única alternativa para cientos de miles de jóvenes profesionales. Es lo que Robert Rich, antiguo ministro de trabajo de Bill Clinton, llamaba “analistas simbólicos”.
Segunda. Crece también enormemente la progresiva mercantilización de grandes servicios laborales que, hasta hace no mucho tiempo se prestaban en regímenes de dependencia laboral.Los llamados falsos autónomos que trabajan para una sola empresa o para dos o, el teletrabajo o, inclusive, los empleos que se prestan en dependencias de las empresas pero en régimen de contratación mercantil. En la nueva economía cada vez más personas trabajan en estas condiciones. Desde jóvenes becarios hasta múltiples profesionales o prejubilados, que obtienen sus ingresos a cambio de una determinada prestación de servicios regulada por el Derecho civil o mercantil, excluyendo la relación laboral.
Tercera. Otra de las tendencias que se observan es la creciente individualización de las relaciones laborales. Las empresas tienen a salirse de los marcos colectivos, ya sean derivados de la Ley o de los convenios colectivos, para extender una relación laboral individualizada, muchas veces con renuncia previa por parte del trabajador a la aplicación del Convenio colectivo. Esta práctica, más frecuente en la llamada economía del conocimiento, es decir, centros de empleo con trabajadores cualificados (auditores, despachos jurídicos, centrales de las empresas, etc.), pone en tela de juicio la institución más señera y más representativa del marco laboral del Siglo XX. De hecho, la reforma laboral de 2012, ya ha dado un golpe mortal a esta institución eliminando la “ultra actividad” de los convenios, es decir, la anulación de su marco regulatorio cuando el convenio caduca, retrotrayendo la negociación colectiva al origen de los tiempos y facilitando a los empresarios un instrumento supremo para negociar a su antojo las condiciones laborales de su empresa o de su sector “ab initio”.
La ausencia de negociación colectiva y la individualización de la relación laboral superan así al viejo gremialismo y debilitan la fuerza dialéctica de la masa laboral o del sindicalismo organizado. Además, la traslación de la negociación colectiva al espacio empresarial, coloca a millones de trabajadores de la pequeña empresa o de los sectores económicos más débiles en la desprotección más absoluta. Este fenómeno, comprensible por la necesidad de adaptar las condiciones laborales al espacio real de cada empresa, acabará colocando, sin embargo, a miles de trabajadores en pequeñas y medianas empresas, con un suelo regulatorio muy mínimo y sin capacidad real de negociación en el ámbito de sus empresas.
Cuarta. Hoy los sindicatos se difuminan en la pequeña empresa y en la multiplicidad productiva urbana de la nueva economía. Su implantación natural era la gran empresa, incluso la gran factoría productiva y, objetivamente resulta mucho más difícil para ellos integrar y articular a los trabajadores de este nuevo mundo laboral. Eso hace también más difíciles las huelgas, el gran instrumento de la dialéctica sindical que, en parte desaparecen ante las dificultades de organización y de operatividad sindical en la diseminación de los centros productivos y obviamente también, ante la creciente globalización productiva de las empresas, capaces de trasladar su producción a otros países o a otras plantas productivas de aquella en la que se plantea la huelga.
La empresa ha perdido así también aquel carácter casi mítico de ser el crisol de un conflicto ideológico entre capital y trabajo que caracterizó aquel mundo del Siglo pasado: la lucha de clases. Hoy la empresa ha perdido esa connotación ideológica y no se cuestiona el capital propio de la llamada economía de mercado. La caída del Muro terminó también con aquella batalla ideológica y la economía de mercado no es cuestionada como organización económica del mundo. Eso y la influencia de la crisis imponen una concepción de la empresa como una comunidad de intereses, no exenta de conflictos y de contradicciones y antagonismos, pero en la que prima sobre todo el futuro sostenible de la empresa y el bienestar de los empleados.
Quinta. La vida laboral es más breve y más volátil. Es más breve porque empezamos a trabajar demasiado tarde, ya sea por la prolongación exagerada de los estudios universitarios, ya sea por la falta de trabajo y de oportunidades laborales, para los jóvenes especialmente. Es más volátil porque se cambia muy a menudo de empresas, mucho más que antes (la media de empresas a lo largo de la vida laboral supera ya los dos dígitos en casi todos los países del mundo) y, sobre todo, porque se interrumpen las relaciones laborales con demasiada frecuencia. Esto hace que debamos plantearnos la gravedad del problema de las carreras de cotización de los trabajadores de hoy al final de su vida laboral, cuando sean prejubilados o se jubilen y se encuentren con pensiones insuficientes para un futuro cuya esperanza de vida no sabemos dónde estará.
Sexta. Están apareciendo nuevas brechas salariales y creciendo algunas de las ya existentes. La más alarmante, con diferencia, es el crecimiento de la desigualdad en los abanicos salariales entre consejeros, ejecutivos y directivos, con el común de las plantillas laborales de las empresas. Como decía Paul Krugman en su estudio sobre la desigualdad, no hay razón, ni de talento ni de eficacia que justifique la implantación de abanicos salariales tan disparatados. Aquí reside una de las causas de la creciente desigualdad en el interior de los países occidentales. La disparidad de rentas de ingreso y la relativización de la presión fiscal al capital y al patrimonio, son, entre otras, causas de esta creciente desigualdad cada vez más notable en gran parte de nuestras sociedades occidentales. Hay más brechas que tenemos que destacar en el mundo laboral. Algunas sontradicionales: entre un 20 y un 30% en el salario a igual trabajo entre hombres y mujeres; la que separa a los trabajadores fijos de los temporales y precarios; la que separa a los trabajadores con antigüedad de los nuevos, especialmente con los jóvenes. Pero otras son más recientes y tienen una enorme dimensión en la economía laboral universal. Sobre todo la que se produce entre los trabajadores del conocimiento y los trabajadores contingentados como los llama AlvinToffler. Los primeros, son los que hemos llamado analistas simbólicos que aportan conocimiento, formación, dominio en técnicas y generadores de plusvalía intelectual, porque son capaces de analizar y resolver problemas. El resto aportan su trabajo manual y realizan tareas cotidianas y de servicios rutinarios en las sociedades urbanas. La fuerza de trabajo de los primeros creció en la economía del conocimiento pero no pasa del 30% del conjunto de la población laboral. El resto compite con un “ejército de reserva” de proletarios del mundo que se mueven por el universo para las tareas urbanas: recoger nuestras basuras, limpiar habitaciones de hotel, servirnos en los restaurantes, o conducir camiones por el mundo, pescar o trabajar en las minas. La brecha entre estas dos categorías del trabajo crece y me temo que crecerá, si todo sigue igual.
Soy consciente de que esta descripción un tanto simplificada del empleo en el futuro resulta extremadamente pesimista, casi tenebrosa y que nos quedamos con sus perfiles más negativos. Es verdad, como dijera el laboralista griego hace ya varios años, SpyrosSymitis que, “la nueva organización del trabajo está produciendo una desorganización del derecho del trabajo”. Más próximo a nosotros, el catedrático de Derecho del Trabajo, Fernando Valdés, actual magistrado del Tribunal Constitucional español, que sentenció: “La descentralización productiva está causando una deconstrucción de los tipos sociales manejados hasta ahora por el ordenamiento laboral”.
Pero, mirando al futuro hay también algunas tendencias, y no pocas experiencias que nos permiten atenuar los perfiles más negativos de estos cambios. Es más, tenemos que extraer también las lecciones del presente y las oportunidades de ese nuevo mundo para responder a nuestras aspiraciones de cohesión social y dignidad laboral.
1º) Para empezar, creo sinceramente que en la nueva economía hay una enorme oportunidad para renovar y enriquecer las relaciones laborales, si aprovechamos la dependencia de las empresas de las plusvalías generadas por sus empleados. En la economía del conocimiento atraer a los mejores, formarlos y fidelizarlos, es un factor clave de competitividad. Esto obligará a las empresas a incorporar a sus estímulos laborales espacios limpios, condiciones de trabajo saludables, procesos formativos y cualificación de sus empleados, agenda de contactos, conciliación familiar y laboral, participación en beneficios, participación en capital incluso. Desarrollar esta nueva agenda reivindicativa del futuro laboral, aunque solo sea en los espacios cualificados del mundo del trabajo, me parece muy importante.
2º) A pesar de su crisis de crecimiento y de sus dificultades de implantación, el sindicalismo es insustituible e imprescindible. Su función representativa, reivindicativa, negociadora y defensora de los intereses de los trabajadores, jamás será robotizada ni individualizada. En la economía tradicional, en los grandes espacios laborales, en los grandes servicios urbanos, en la Administración Pública, en los grandes servicios públicos, su presencia es vital para mantener la dignidad laboral. La articulación de la negociación colectiva en ámbitos sectoriales y territoriales, fijando mínimos de regulación laboral, es un suelo imprescindible para millones de trabajadores. Su papel de representación social en el diálogo institucional y su voz en la interlocución pública adquiere cada vez más importancia en el marco de la grave crisis sociolaboral que vive el mundo.
Es verdad que tienen que modernizarse y, sobre todo, que deben internacionalizar su acción, pero esto no se consigue denostándolos ni destruyendo su supervivencia económica. Un sindicalismo moderno y fuerte será clave para sostener la decencia y la dignidad laboral en todo el mundo.
3º) Las empresas son cada vez más poderosas y sus impactos sociales y medioambientales crecen cada día pero, a su vez, la sociedad en Red, la sociedad de la información y los ciudadanos destinatarios de sus servicios, se han hecho más exigentes para con ellas. Son más poderosas, pero también más vulnerables y su dependencia de grandes marcas corporativas, así como la expansión de la transparencia y de la rendición de cuentas de sus actividades, las somete a nuevos criterios y a nuevas exigencias de responsabilidad social y sostenibilidad medioambiental. Ha crecido, así como consecuencia de todo ello, la cultura de la ciudadanía corporativa, es decir, de la superación de los espacios cerrados y opacos en los que vivían las empresas, para pasar a la reputación corporativa como valor de competitividad. En la expansión de esta cultura, se esconde una herramienta vital para la dignificación del empleo y la mejora de las condiciones laborales en general. No es una panacea, ni una poción milagrosa pero, sin duda, es una oportunidad que el mundo laboral y sindical y también la política, no debemos desaprovechar en favor del empleo digno y decente.
4º) Estamos en plena expansión internacional de la globalización productiva. En los últimos 30 años se han incorporado al trabajo cerca de mil millones de personas que antes solo sobrevivían en sus pequeños poblados de cualquier rincón del mundo, desde India hasta China, de Indonesia a Filipinas. Hasta la fecha, la incorporación a la producción de esta nueva mano de obra ha producido una devaluación de las condiciones del trabajo en el mundo occidental. Pero esto no es eterno. Países que empezaron así, hoy se han incorporado al mundo occidental y su capacidad de consumir, ha ido acrecentando también una mejora progresiva, en sus condiciones de trabajo. Corea del Sur es el mejor ejemplo, pero otros países del sudeste asiático, incluso China, están experimentando el mismo proceso. Nuestra esperanza es que esos mismos avances permitan códigos universales de dignidad laboral y de progreso social. Viendo lo que ha pasado en Brasil por ejemplo, este mismo año 2013, se descubre hasta qué punto cuando la población progresa económicamente, incorpora una agenda reivindicativa sociolaboral y política que se aproxima a las condiciones de vida y de ciudadanía democrática del mundo occidental. Hay también en esto una llama de esperanza para el mundo laboral, basada en los mismos principios que inspiraron nuestros viejos sueños.
5º) En el ámbito de la dignificación laboral del mundo tiene especial importancia la iniciativa de Naciones Unidas para la implantación progresiva de una agenda universal de los Derechos Humanos. El impacto de las empresas en el desarrollo de los Derechos Humanos es cada vez mayor. Someterlas a códigos universales mínimos de dignidad laboral, respecto al medio ambiente y al bien común, es imprescindible. El marco aprobado por NNUU para “proteger, respetar y remediar” (los llamados principios Ruggie) los Derechos Humanos, es una buena oportunidad para avanzar en este campo.
6º) Pero no podemos terminar esta especulación sobre el empleo en el futuro sin abordar la cuestión principal, es decir, el empleo como condición de ciudadanía, es decir, sin preguntarnos abiertamente si habrá empleo para todos. Les confieso que tengo dudas porque no puedo calibrar el alcance, el ímpetu de la automatización, lo que ha dado en llamarse la revolución robótica en el empleo del futuro en las décadas venideras. Sé que estoy planteando un debate viejo. Recuerdo por ejemplo que, a principios de los 90 del siglo pasado, Jeremy Rifkin, ya escribió un libro con el significativo título “El fin del trabajo”, aludiendo a la desaparición de las fábricas cuando la mayor parte de sus actividades fueran realizadas por la instrumentación mecánica y por la robótica misma. De hecho ya hay plantas de montaje de vehículos que están prácticamente robotizadas. Pero el debate es más viejo todavía. David Ricardo ya se lo planteó a principios del Siglo XIX, después de la primera revolución industrial de la máquina de vapor. También lo hizo Karl Marx cuando los ludistas de principios del Siglo XX destruían las máquinas textiles que consideraban les estaban quitando el trabajo.
Tuve la oportunidad de preguntar un día a Paul Krugman, a finales de los años noventa, si él creía que éste era un debate serio y que debemos de repartir el trabajo existente para trabajar menos y trabajar todos. Él me contestó contándome una anécdota personal: “Estaba cenando con unos banqueros en Manhattan y en los prolegómenos de la cena les pregunté que dónde vivían. Me dijeron que vivían lejos de la Gran Manzana, a más de 100 kilómetros y yo les comenté que, qué incómodo venir todos los días hasta Manhattan desde tan lejos. Ellos me miraron asombrados y me dijeron: no, no lo es, venimos en helicóptero”. Krugman quería decirnos que la capacidad de consumo y de creación de nuevos productos era ilimitada. No le falta razón si uno mira, por ejemplo, la evolución de la electrónica y de aparatos en los hogares del mundo, o los miles de millones de personas que todavía no tienen coche o, simplemente, pensando en el aumento de la población mundial. Somos 7.000 millones y seremos 9.000 millones antes del 2030.Visto así, podría pensarse que la producción de bienes y ser vicios siempre crecerá, algo parecido al crecimiento infinito.
Pero tenemos el derecho y yo creo que la obligación, de preguntarnos si el avance tecnológico no se llevará también los empleos que creemos insustituibles. Un reciente artículo de Financial Times señalaba que los avances tecnológicos estaban comenzando a reducir la demanda de mano de obra cualificada en dos áreas de trabajo masivas: la educación y la atención de la salud. Podemos hacernos muchas más preguntas similares. ¿Qué pasará con los trabajos que requieran destrezas especiales: traducción, análisis de datos, investigación de jurisprudencia, etc.? ¿Qué sucederá cuando un puñado de técnicos pueda ocupar el lugar de todo un plantel de taxistas y camioneros que circulan en grandes convoyes; cuando un pequeño grupo de mecánicos humanos pueda mantener todo un ejército de trabajadores robots; o un solo analista de datos con su respectivo software hagan el trabajo de un batallón de investigadores cuantitativos?
El debate es apasionante pero me interesa su relación sobre el empleo, es decir, si no es también hora de considerar que las ventajas de la automatización y de la tecnología debieran permitirnos disfrutar de más tiempo libre y ganar en cohesión social, en vez de que algunos tengan un trabajo exagerado mientras mantenemos un alto desempleo y una fractura social insoportable. No es extraño que los investigadores de la economía social laboral, como Robert Skidelsky, planteen abiertamente los siguientes interrogantes: Si una máquina puede reducir a la mitad la necesidad de mano de obra humana, ¿por qué en vez de prescindir de la mitad de los trabajadores no los empleamos a todos durante la mitad del tiempo? ¿Por qué no aprovechar la automatización para reducir la semana laboral media de 40 horas a 30, después a 20 y después a diez, contabilizando esa jornada laboral decreciente como un empleo a tiempo completo? Esto sería posible si el rédito de la automatización, en vez de quedar exclusivamente en manos de los ricos y poderosos, se distribuyera equitativamente.
Hay mucha utopía en esta idea, pero no era menos utópico a principios del Siglo XX crear un sistema de Seguridad social como el que se construyó en Europa cincuenta años más tarde. Soy consciente de la dificultad de acompasar un proceso de esa naturaleza a la globalización. Pero, me pregunto, ¿Es eso razón suficiente para callar una propuesta formidable de equidad y de cohesión social, incluso de felicitad colectiva? Hace ya bastantes años que Jacques Delors, el gran arquitecto europeísta dijo: “la intensidad del progreso técnico es tal que está trastocando el lugar del trabajo en nuestra sociedad y nuestra concepción misma de la vida (…)Es preciso abrir el gran debate que merece la visión del porvenir de una sociedad en la cual el trabajo ya no ocupará el lugar que ha tenido hasta el presente en la sociedad industrial”. Desde esta declaración han pasado quince años y durante ellos, el progreso técnico no ha parado de expandirse a todas las disciplinas. Hagamos caso a Delors y abramos este gran debate.
Ramón Jáuregui
Diputado del PSOE por Álava.
Portavoz en la Comisión Constitucional.
"El Empleo en el futuro", forma parte de una serie de 28 artículos, de distintos autores, que configuran el libro: "Dentro de quince años" coordinado por Francisco Abad.