No sé qué me preocupa más, si el giro conservador de algunas de las propuestas del nuevo Gobierno, especialmente en materia de justicia, o el populismo antipolítico que se percibe en muchos de sus primeros gestos y discursos. Conservador y de vieja derecha es cargarse la ley que reconoce el derecho de la mujer al aborto de una legislación homologable a la mayoría de los países de Europa. Populista es endurecer las penas con la cadena perpetua excepcional y revisable, en un país con un sistema de penas de los más severos de Europa. Sectario y abusivo es pretender imponer la mayoría absoluta para cambiar leyes orgánicas, pactadas durante años con el PSOE, sobre las bases de nuestro sistema judicial.
Pero más allá de esta enumeración precipitada de temas sobre los que volveremos con más calma cuando lleguen los proyectos correspondientes, percibo preocupado que una peligrosa filosofía se esconde en muchas de las medidas y explicaciones que expone el nuevo Gobierno en sus nuevos planes. Una especie de condena y menosprecio a la política y, en especial, a la política partidaria.
Es significativo, por ejemplo, que uno de los primeros proyectos de ley ha sido el que pretende reducir la financiación pública de los partidos. Guiados de un populismo que practican como nadie, han decidido pegar un tajo a la financiación partidaria en la creencia de que las quejas ciudadanas contra la crisis y la política, lo avalan sobradamente. Es algo parecido a la persecución a los sindicatos y a los liberados sindicales cuando se pretende deslegitimar la protesta social y el papel representativo de las organizaciones de los trabajadores.
Bajo la ambiciosa expresión de regenerar la democracia, el Gobierno nos incluye una propuesta que ha sido recibida con alborozo por la derecha mediática: privar al Parlamento de la elección del Consejo del Poder Judicial. Por lo visto, el Parlamento contamina e intoxica al entrometerse en el sacrosanto e inviolable mundo de los jueces. Discutiremos sobre esta medida en su momento y sobre las intenciones ocultas de configurar un Poder Judicial corporativo, ajeno a la soberanía popular. Pero lo que interesa destacar aquí es la razón que se expone para esta propuesta. Se trata, se dice, de despolitizar la justicia, dando a entender que la intervención del Parlamento -y de los partidos, no se olvide- impregna de intereses espurios esta elección. Es muy grave que el sustrato de una medida tan controvertida y trascendente sea considerar que la política intoxica las instituciones, despreciando el poderosísimo argumento contrario, es decir, que la intervención del Parlamento dota al Consejo del Poder Judicial, de una legitimidad que jamás tendrá de otra manera, puesto que la participación de los representantes de la soberanía popular en el nombramiento de los órganos constitucionales, crea una relación directa entre estos y los ciudadanos a través de sus legítimos representantes.
Igualmente se envuelve en el argumento de la austeridad -indiscutible en los tiempos que corren- la supresión de órganos reguladores o entidades representativas sociales sectoriales. La no constitución del CEMA, un órgano de defensa de los telespectadores, frente a los contenidos ofensivos o para evitar los abusos publicitarios y mil cosas más, se ha justificado también desde esta filosofía que desprecia los mecanismos de defensa ciudadana o de intervención de la sociedad sobre los mercados. ¿Para qué tantos organismos reguladores? Se preguntan, tan retórica como significativamente nuestros gobernantes de hoy.
En el mismo trasfondo se incluye la búsqueda de tecnócratas para gestionar la política; la singularísima experiencia de Italia y de Grecia, ha favorecido esta idea que encierra, a su vez, un reproche extendido y peligroso a los políticos puros, que algunos llaman ahora despectivamente "políticos profesionales", reclamando, al mismo tiempo a los "profesionales de verdad", abogados del Estado, diplomáticos, economistas, etcétera, para ocupar las altas instancias del Estado.
Confunden todas estas ideas, causas y fines. El malestar con la política, los partidos o los políticos, integra una multitud de factores que reclaman respuestas de regeneración democrática, apertura y proximidad a los ciudadanos, ejemplaridad y entrega y un amplio abanico de reformas que nos permitan recuperar la confianza social perdida. Pero el camino es el contrario a esta filosofía que denuncio y que extiende nuestra derecha triunfante. El camino es el que nos reclama más política frente a los mercados. Más Estado y mejor regulación frente a la economía financiera causante de este desastre. Más Europa y más política internacional. Más gobernanza internacional de la economía, de la paz, del cambio climático y de tantas causas humanas pendientes.
No, mejorar la democracia no quiere decir menos política, sino más y mejor política. Mejor política no quiere decir menos partidos políticos, sino partidos mejores, más abiertos, más transparentes, con mejor inserción en la sociedad y mejores políticos, más formados y virtuosos, pero también, mejor tratados.
En pocos días se ha abierto, de nuevo, el futuro del PSOE. ¡Qué enorme necesidad de construir una oposición seria y constructiva y una alternativa de izquierda moderna a este Gobierno! Pero, también, ¡qué enormes oportunidades de hacerlo se vislumbran!
Publicado en el País, 30/01/2012