Con toda probabilidad, el próximo día 16 de septiembre, la recién elegida cámara parlamentaria europea elegirá al nuevo presidente de la Comisión Europea. En realidad no lo elige. Quienes lo hicieron fueron los veintisiete presidentes de gobierno que forman el Consejo Europeo, los cuales, reunidos en Bruselas el pasado 18 de junio, decidieron -por unanimidad- proponer a Barroso como candidato único a la presidencia de la Comisión para los próximos cinco años. Al Parlamento europeo le corresponde ratificarlo o no. Nada más, pero también nada menos.
A Barroso le apoyan los populares europeos, el grupo vencedor de los comicios el 7 de junio, con 265 escaños sobre 736. Se supone que también le apoyarán los grupos de derecha euroescéptica, británicos, checos, etcétera (54) y le niegan absolutamente su voto los verdes (55) y la izquierda unida europea (35). Los liberales (84 votos) le votarán mayoritariamente y los socialdemócratas europeos (184 votos) se abstendrán, aunque pueden acabar dividiendo su voto en función de opciones políticas diversas y de intereses nacionales más o menos fundados. Es el caso de los socialistas ingleses, españoles, portugueses y otros cuyos gobiernos apoyan la candidatura, inclinados mayoritariamente a votar favorablemente a Barroso, pero que se encontrarán en su propio grupo con socialistas franceses o griegos o italianos, aguerridos defensores del no a un Barroso al que consideran en esencia muy de derechas y demasiado débil en la defensa del ideal comunitario frente a los intereses nacionales. En todos los casos, pesan argumentos internos de país, en función del papel o del lugar que cada partido juega o tiene en la escena nacional. Los socialistas que están en la oposición (Francia, Italia, Grecia, etcétera), son más proclives a hacer de su no a Barroso un tema más de oposición a la derecha que gobierna, de la misma manera que a nosotros nos afecta ser un partido que gobierna en España, al que su presidente condiciona con su conocido apoyo al portugués, por las ventajas de un presidente de la UE del Sur frente al Norte y por tanto conocido, vecino y además, amigo.
Pero más allá de esos condicionantes, la elección de Barroso se produce en un contexto europeo que muchos analistas olvidan frecuentemente y que a la política vasca y española le interesa recordar. Un primer parámetro de ese contexto es la crisis institucional de Europa. El no de los franceses y holandeses a la Constitución Europea obligó a una solución de emergencia con el Tratado de Lisboa, una vía intermedia entre la arquitectura constitucional del modelo federal para Europa y la fórmula intergubernamental pura, propia de una confederación de naciones europeas. Por cierto, dicho Tratado todavía no ha sido ratificado por todos los países. Estamos a la espera del segundo referéndum del 2 de octubre de los irlandeses, de una reforma legal de los alemanes y de sucesivos aplazamientos del presidente checo para firmar la ratificación de su país. En resumen, después de cinco años de sucesivas reformas institucionales al entramado jurídico-político de la Unión, Europa está todavía pendiente de una arquitectura democrática sólida y estable, acorde con los tiempos de la globalización del siglo XXI y con los retos de una organización tan poderosa económica y políticamente como lo es la UE. ¿Se imaginan ustedes la gravedad de la crisis que podría producirse si el 2 de octubre los irlandeses vuelven a decir no a la UE? Que un proyecto tan complejo como necesario, que afecta a casi quinientos millones de personas, esté pendiente del voto de cuatro millones, es tan absurdo como injusto y, sin embargo, así es. Es absurdo que un voto de castigo al Gobierno irlandés por causa de la crisis, pueda arrastrar a toda Europa a este desastre. Y es injusto porque en definitiva, ese castigo no se lo atribuyen a su gobierno, sino a toda Europa y a todos sus ciudadanos, paralizando todo un entramado institucional y político construido para las más de treinta naciones europeas que acabarán configurando la Europa del siglo XXI.
En una situación institucional tan delicada, lo último que conviene a la UE es una nueva crisis entre Parlamento y Consejo dejando vacía la Comisión Europea. La entrada en vigor del Tratado de Lisboa es imprescindible y la elección del presidente de la Comisión resulta clave para tener un ejecutivo europeo capaz de liderar todos los instrumentos y todas las decisiones que se derivan del mismo. En contra de lo que pudiera parecer, la UE de 2010 se ve gravemente afectada por riesgos sistémicos: 110 eurodiputados euroescépticos o eurofobos que nos obligan a discutir la idea de Europa desde sus principios más elementales que ya creíamos superados; una creciente filosofía jurídica y política a favor de la soberanía nacional frente a una idea federal europea (la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de junio de 2009 es una buena muestra de ello) y, por último, una pesadísima digestión administrativa y política del proceso de ampliación a los países del Este (2004). Es por todo ello por lo que algunos reivindicamos el viejo pacto por Europa entre socialdemócratas, cristiano-demócratas y liberales que ha caracterizado históricamente la construcción de la vieja CEE y la actual UE. Y en ese pacto hay una apuesta pragmática y necesaria para superar los riesgos de esos vientos euroescépticos que asolan el proyecto europeo y también para abordar las consecuencias económicas de la crisis. Hay dos cumbres mundiales de excepcional importancia en los próximos días que la UE debe afrontar unida y estable: la del G-20 en Pittsburgh y la del Medio Ambiente en Copenhague. Me pregunto cómo lo haríamos si el Parlamento Europeo rechaza a Barroso y deja a la Comisión literalmente vacía de poder.
Los defensores del no, se escudan en un legítimo testimonialismo. Simplemente no les gusta por su ideología, por su pasado, por su gestión anterior, etcétera, pero es un no testimonial y peligroso. Testimonial porque el Parlamento no elige al presidente de la Comisión y tampoco puede proponer una alternativa. La ratificación o no de Barroso se hace en base al Tratado de Niza, puesto que el de Lisboa todavía no ha entrado en vigor, y, con arreglo a él no le corresponde al Parlamento sino la ratificación del candidato propuesto por el Consejo. Y éste lo han elegido por unanimidad de los veintisiete jefes de Estado y de Gobierno de la UE. Peligroso porque crea una crisis institucional gravísima en el seno de la UE, en un momento delicadísimo y nos traslada a un enfrentamiento-pulso entre Consejo y Parlamento de difícil salida. Porque, si el Parlamento rechaza a Barroso y el Consejo nos lo vuelve a proponer, ¿quién resuelve el enredo?
Algunos olvidan que la derecha europea ganó las elecciones del 7 de junio, que en el colegio de comisarios de la UE se sientan casi veinte comisarios representando a gobiernos europeos de derechas, de un total de veintisiete, y olvidan, por último, que no estamos en un parlamento nacional en el que hay un juego puro de gobierno-oposición, en el que la oposición vota en contra de la investidura porque hay un sistema constitucional que garantiza la gobernabilidad y la estabilidad. Aquí hay una cosa que se llama Europa que está en el corazón de este debate y que reclama en tiempos de crisis un nuevo esfuerzo de pacto entre demócratas y socialistas para seguir avanzando hacia el único destino lógico de este gran sueño: una Europa más unida y más fuerte.
A Barroso le apoyan los populares europeos, el grupo vencedor de los comicios el 7 de junio, con 265 escaños sobre 736. Se supone que también le apoyarán los grupos de derecha euroescéptica, británicos, checos, etcétera (54) y le niegan absolutamente su voto los verdes (55) y la izquierda unida europea (35). Los liberales (84 votos) le votarán mayoritariamente y los socialdemócratas europeos (184 votos) se abstendrán, aunque pueden acabar dividiendo su voto en función de opciones políticas diversas y de intereses nacionales más o menos fundados. Es el caso de los socialistas ingleses, españoles, portugueses y otros cuyos gobiernos apoyan la candidatura, inclinados mayoritariamente a votar favorablemente a Barroso, pero que se encontrarán en su propio grupo con socialistas franceses o griegos o italianos, aguerridos defensores del no a un Barroso al que consideran en esencia muy de derechas y demasiado débil en la defensa del ideal comunitario frente a los intereses nacionales. En todos los casos, pesan argumentos internos de país, en función del papel o del lugar que cada partido juega o tiene en la escena nacional. Los socialistas que están en la oposición (Francia, Italia, Grecia, etcétera), son más proclives a hacer de su no a Barroso un tema más de oposición a la derecha que gobierna, de la misma manera que a nosotros nos afecta ser un partido que gobierna en España, al que su presidente condiciona con su conocido apoyo al portugués, por las ventajas de un presidente de la UE del Sur frente al Norte y por tanto conocido, vecino y además, amigo.
Pero más allá de esos condicionantes, la elección de Barroso se produce en un contexto europeo que muchos analistas olvidan frecuentemente y que a la política vasca y española le interesa recordar. Un primer parámetro de ese contexto es la crisis institucional de Europa. El no de los franceses y holandeses a la Constitución Europea obligó a una solución de emergencia con el Tratado de Lisboa, una vía intermedia entre la arquitectura constitucional del modelo federal para Europa y la fórmula intergubernamental pura, propia de una confederación de naciones europeas. Por cierto, dicho Tratado todavía no ha sido ratificado por todos los países. Estamos a la espera del segundo referéndum del 2 de octubre de los irlandeses, de una reforma legal de los alemanes y de sucesivos aplazamientos del presidente checo para firmar la ratificación de su país. En resumen, después de cinco años de sucesivas reformas institucionales al entramado jurídico-político de la Unión, Europa está todavía pendiente de una arquitectura democrática sólida y estable, acorde con los tiempos de la globalización del siglo XXI y con los retos de una organización tan poderosa económica y políticamente como lo es la UE. ¿Se imaginan ustedes la gravedad de la crisis que podría producirse si el 2 de octubre los irlandeses vuelven a decir no a la UE? Que un proyecto tan complejo como necesario, que afecta a casi quinientos millones de personas, esté pendiente del voto de cuatro millones, es tan absurdo como injusto y, sin embargo, así es. Es absurdo que un voto de castigo al Gobierno irlandés por causa de la crisis, pueda arrastrar a toda Europa a este desastre. Y es injusto porque en definitiva, ese castigo no se lo atribuyen a su gobierno, sino a toda Europa y a todos sus ciudadanos, paralizando todo un entramado institucional y político construido para las más de treinta naciones europeas que acabarán configurando la Europa del siglo XXI.
En una situación institucional tan delicada, lo último que conviene a la UE es una nueva crisis entre Parlamento y Consejo dejando vacía la Comisión Europea. La entrada en vigor del Tratado de Lisboa es imprescindible y la elección del presidente de la Comisión resulta clave para tener un ejecutivo europeo capaz de liderar todos los instrumentos y todas las decisiones que se derivan del mismo. En contra de lo que pudiera parecer, la UE de 2010 se ve gravemente afectada por riesgos sistémicos: 110 eurodiputados euroescépticos o eurofobos que nos obligan a discutir la idea de Europa desde sus principios más elementales que ya creíamos superados; una creciente filosofía jurídica y política a favor de la soberanía nacional frente a una idea federal europea (la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de junio de 2009 es una buena muestra de ello) y, por último, una pesadísima digestión administrativa y política del proceso de ampliación a los países del Este (2004). Es por todo ello por lo que algunos reivindicamos el viejo pacto por Europa entre socialdemócratas, cristiano-demócratas y liberales que ha caracterizado históricamente la construcción de la vieja CEE y la actual UE. Y en ese pacto hay una apuesta pragmática y necesaria para superar los riesgos de esos vientos euroescépticos que asolan el proyecto europeo y también para abordar las consecuencias económicas de la crisis. Hay dos cumbres mundiales de excepcional importancia en los próximos días que la UE debe afrontar unida y estable: la del G-20 en Pittsburgh y la del Medio Ambiente en Copenhague. Me pregunto cómo lo haríamos si el Parlamento Europeo rechaza a Barroso y deja a la Comisión literalmente vacía de poder.
Los defensores del no, se escudan en un legítimo testimonialismo. Simplemente no les gusta por su ideología, por su pasado, por su gestión anterior, etcétera, pero es un no testimonial y peligroso. Testimonial porque el Parlamento no elige al presidente de la Comisión y tampoco puede proponer una alternativa. La ratificación o no de Barroso se hace en base al Tratado de Niza, puesto que el de Lisboa todavía no ha entrado en vigor, y, con arreglo a él no le corresponde al Parlamento sino la ratificación del candidato propuesto por el Consejo. Y éste lo han elegido por unanimidad de los veintisiete jefes de Estado y de Gobierno de la UE. Peligroso porque crea una crisis institucional gravísima en el seno de la UE, en un momento delicadísimo y nos traslada a un enfrentamiento-pulso entre Consejo y Parlamento de difícil salida. Porque, si el Parlamento rechaza a Barroso y el Consejo nos lo vuelve a proponer, ¿quién resuelve el enredo?
Algunos olvidan que la derecha europea ganó las elecciones del 7 de junio, que en el colegio de comisarios de la UE se sientan casi veinte comisarios representando a gobiernos europeos de derechas, de un total de veintisiete, y olvidan, por último, que no estamos en un parlamento nacional en el que hay un juego puro de gobierno-oposición, en el que la oposición vota en contra de la investidura porque hay un sistema constitucional que garantiza la gobernabilidad y la estabilidad. Aquí hay una cosa que se llama Europa que está en el corazón de este debate y que reclama en tiempos de crisis un nuevo esfuerzo de pacto entre demócratas y socialistas para seguir avanzando hacia el único destino lógico de este gran sueño: una Europa más unida y más fuerte.
El Correo, 12/09/2009