Como en el drama de Shakespeare, aunque sin el afán vengativo de Hamlet, el PSE EE (PSOE) tiene en su mano una decisión trascendente. Encabezar el nuevo Gobierno vasco y dar paso así a un nuevo tiempo en Euskadi poniendo fin a treinta años de lehendakaris del PNV... o lo contrario. Pero, ¿qué es lo contrario? Facilitar un nuevo Gobierno vasco encabezado por el PNV con arreglo a un exigente condicionado político que sitúe la política vasca en el marco constitucional, en la colaboración leal contra ETA y en la conjunción de esfuerzos contra la crisis económica. En esencia, ésas son las únicas opciones que puede barajar el verdadero partido decisivo del nuevo mapa electoral vasco. Porque sólo el PSE-EE puede orientar y decidir en un sentido u otro la formación del nuevo Gobierno vasco. Todos los demás pueden ser decisivos o no, pero siempre en función de la elección previa del PSE.
Mucha gente nos dice que el mejor gobierno es el que surja de una gran coalición de nacionalistas y socialistas, como el que protagonizamos PNV y PSE entre 1987 y 1998. Olvidan las profundas diferencias de contexto histórico y las graves consecuencias que se han producido entre nuestros partidos después de los últimos diez años. Una coalición entre el primer y el segundo partido de un país, entre el gobierno y el partido que aspira a la alternancia, sólo es explicable en situaciones de gravísima necesidad. En 1986, el PSE, ganador con 19 escaños sobre el PNV con 17 (EA con 13, Batasuna con 13, EE con 9, AP y CDS con 2 cada uno), estaba abocado a convocar nuevas elecciones ante la imposibilidad de investir a su candidato. Nadie apoyaba entonces a un lehendakari socialista. Hicimos un pacto con el PNV cediendo la Lehendakaritza y dimos un vuelco a la política vasca instaurando la pluralidad política en la cúspide institucional del país, la moderación nacionalista, el pacto identitario y cultural, la unidad contra ETA, el avance del autogobierno, el progreso económico y social de los grandes años posteriores a la entrada de España en la UE y de las grandes decisiones inversoras que han transformado el Gran Bilbao, nuestras infraestructuras y gran parte de la diversificación productiva del país.
El País Vasco de 2009 no se parece en nada a aquél de hace veintidós años. Sufre, como todo el mundo, una crisis financiera-económica muy grave, pero la situación de la violencia, la madurez democrática de la sociedad, la solidez de sus instituciones, la solvencia de su sistema financiero, la competitividad de su aparato productivo y económico no tienen ningún parecido con lo que teníamos entonces en estos aspectos, y no reclaman la cirugía política de la coalición entre el primero y el segundo partido del país, anulando así la tarea de oposición y alternancia democráticas.
Pero, aún admitiendo que algunos me convencieran de las bondades de un pacto semejante: ¿Sería posible eso hoy? Los nacionalistas vascos tienden a olvidar las razones de la ruptura de nuestra coalición y los perniciosos efectos que ha provocado en la política vasca, y en los socialistas vascos en particular, su pertinaz apuesta por Estella y sus derivadas. Añado un argumento personal y por tanto subjetivo: el PNV no apreció nunca nuestros enormes y generosos esfuerzos por la coalición. En cuanto pudieron nos echaron. Yo no me olvidaré de aquel Gobierno con EA y EE que hicieron en 1990 pagándonos con la expulsión del Ejecutivo nuestra cesión de la Lehendakaritza y la pérdida electoral que nos produjo la coalición. Nueve meses después nos volvieron a llamar y sustituimos a EA, a la que Ardanza y Arzalluz habían expulsado a su vez por reclamar la independencia de Euskadi en mociones municipales (¡paradoja de los tiempos!).
Yo sé que las coaliciones políticas son pactos de interés mutuo. No contraemos matrimonio ni nos comprometemos de por vida. Pero siempre he pensado que el PNV y también los electores fueron injustos con el esfuerzo que hicimos los socialistas vascos por el país aquellos años. La gota que colmó el vaso se produjo en 1998. El PSE-EE, de Nicolás Redondo entonces, abandonó el Gobierno vasco al intuir y observar los prolegómenos de un entendimiento PNV-EA-Batasuna que culminó en Estella-Lizarra. Y aunque la denuncia de aquel pacto fue premonitoria, lo cierto es que después de las elecciones de octubre de 1998 mis compañeros dirigentes del PSE-EE intentaron hacer gobierno con Ibarretxe y le reiteraron su disposición a integrar una nueva coalición de nacionalistas y socialistas. Yo no estaba allí, pero sé muy bien que fueron despachados con las contundentes razones del pacto previo que PNV y EA habían suscrito para gobernar en solitario con el apoyo externo de los 14 diputados que el anuncio de la tregua de ETA había concedido a Batasuna. El PSE-EE había dejado de ser necesario. Es más, era un estorbo. Un año y medio después los amigos del grupo que apoyaba a aquel gobierno asesinaban al jefe de la oposición socialista en el Parlamento vasco.
Desde entonces, Ibarretxe ha gobernado bajo los principios y estrategias fijados en aquel malhadado pacto: abandono del Estatuto de Gernika y apuesta por la autodeterminación de Euskadi abanderada por gobiernos nacionalistas, excluyendo pues la pluralidad anterior e imponiendo a los no nacionalistas su modelo nacionalista de país. Sin olvidar que ETA mataba a militantes y dirigentes del PP y PSOE en una tenebrosa campaña paralela a la ofensiva política soberanista.
Esa política se ha mantenido en los sucesivos gobiernos tripartitos hasta su defunción el 1 de marzo pasado. No podemos avalar su continuidad. Un nuevo gobierno y una nueva política deben sustituir ese pasado, entre otras razones porque esa apuesta ha sido derrotada en las urnas. Hay mayoría para ello, y llámese antinatura o de cualquier otra manera, lo cierto es que han sido los nacionalistas los que la han creado al establecer esa vieja y perversa división de la sociedad vasca entre nacionalistas y no nacionalistas, con su proyecto de país y con sus gobiernos excluyentes.
¿Tiene riesgos el liderazgo socialista con 25 escaños? Los tiene todos y, sin embargo, me temo que no tenemos otra opción. Frustrar las expectativas legítimas de cambio cuando éste resulta posible y democráticamente legítimo exige explicaciones a miles de ciudadanos que, honradamente, no tenemos. Una apelación a la victoria del PNV no basta porque, siendo cierto que fue el partido ganador con holgada diferencia, no lo es menos que sus mayorías han perdido y que no puede alcanzar otras para gobernar, porque su proyecto político las ha hecho imposibles.
Sólo un lehendakari socialista visualiza y asegura el cambio político. El PNV deberá estudiar si quiere compartir ese cambio o quedarse en la oposición. Pero su ausencia no convierte en frentista al gobierno socialista. Nunca lo hemos sido y no lo seremos. Nuestra trayectoria en el frente autonómico de 1977, nuestra apuesta sincera y decisiva por el Estatuto de Gernika (integrando a Álava en el País Vasco), nuestra generosa apuesta por las coaliciones transversales de 1987 a 1998 y nuestra valiente apuesta por la centralidad política después de las elecciones de 2001, y por la paz en el proceso de 2004 a 2007, acreditan nuestra vocación integradora del vasquismo.
El Diario Vasco, 15/03/2009
Mucha gente nos dice que el mejor gobierno es el que surja de una gran coalición de nacionalistas y socialistas, como el que protagonizamos PNV y PSE entre 1987 y 1998. Olvidan las profundas diferencias de contexto histórico y las graves consecuencias que se han producido entre nuestros partidos después de los últimos diez años. Una coalición entre el primer y el segundo partido de un país, entre el gobierno y el partido que aspira a la alternancia, sólo es explicable en situaciones de gravísima necesidad. En 1986, el PSE, ganador con 19 escaños sobre el PNV con 17 (EA con 13, Batasuna con 13, EE con 9, AP y CDS con 2 cada uno), estaba abocado a convocar nuevas elecciones ante la imposibilidad de investir a su candidato. Nadie apoyaba entonces a un lehendakari socialista. Hicimos un pacto con el PNV cediendo la Lehendakaritza y dimos un vuelco a la política vasca instaurando la pluralidad política en la cúspide institucional del país, la moderación nacionalista, el pacto identitario y cultural, la unidad contra ETA, el avance del autogobierno, el progreso económico y social de los grandes años posteriores a la entrada de España en la UE y de las grandes decisiones inversoras que han transformado el Gran Bilbao, nuestras infraestructuras y gran parte de la diversificación productiva del país.
El País Vasco de 2009 no se parece en nada a aquél de hace veintidós años. Sufre, como todo el mundo, una crisis financiera-económica muy grave, pero la situación de la violencia, la madurez democrática de la sociedad, la solidez de sus instituciones, la solvencia de su sistema financiero, la competitividad de su aparato productivo y económico no tienen ningún parecido con lo que teníamos entonces en estos aspectos, y no reclaman la cirugía política de la coalición entre el primero y el segundo partido del país, anulando así la tarea de oposición y alternancia democráticas.
Pero, aún admitiendo que algunos me convencieran de las bondades de un pacto semejante: ¿Sería posible eso hoy? Los nacionalistas vascos tienden a olvidar las razones de la ruptura de nuestra coalición y los perniciosos efectos que ha provocado en la política vasca, y en los socialistas vascos en particular, su pertinaz apuesta por Estella y sus derivadas. Añado un argumento personal y por tanto subjetivo: el PNV no apreció nunca nuestros enormes y generosos esfuerzos por la coalición. En cuanto pudieron nos echaron. Yo no me olvidaré de aquel Gobierno con EA y EE que hicieron en 1990 pagándonos con la expulsión del Ejecutivo nuestra cesión de la Lehendakaritza y la pérdida electoral que nos produjo la coalición. Nueve meses después nos volvieron a llamar y sustituimos a EA, a la que Ardanza y Arzalluz habían expulsado a su vez por reclamar la independencia de Euskadi en mociones municipales (¡paradoja de los tiempos!).
Yo sé que las coaliciones políticas son pactos de interés mutuo. No contraemos matrimonio ni nos comprometemos de por vida. Pero siempre he pensado que el PNV y también los electores fueron injustos con el esfuerzo que hicimos los socialistas vascos por el país aquellos años. La gota que colmó el vaso se produjo en 1998. El PSE-EE, de Nicolás Redondo entonces, abandonó el Gobierno vasco al intuir y observar los prolegómenos de un entendimiento PNV-EA-Batasuna que culminó en Estella-Lizarra. Y aunque la denuncia de aquel pacto fue premonitoria, lo cierto es que después de las elecciones de octubre de 1998 mis compañeros dirigentes del PSE-EE intentaron hacer gobierno con Ibarretxe y le reiteraron su disposición a integrar una nueva coalición de nacionalistas y socialistas. Yo no estaba allí, pero sé muy bien que fueron despachados con las contundentes razones del pacto previo que PNV y EA habían suscrito para gobernar en solitario con el apoyo externo de los 14 diputados que el anuncio de la tregua de ETA había concedido a Batasuna. El PSE-EE había dejado de ser necesario. Es más, era un estorbo. Un año y medio después los amigos del grupo que apoyaba a aquel gobierno asesinaban al jefe de la oposición socialista en el Parlamento vasco.
Desde entonces, Ibarretxe ha gobernado bajo los principios y estrategias fijados en aquel malhadado pacto: abandono del Estatuto de Gernika y apuesta por la autodeterminación de Euskadi abanderada por gobiernos nacionalistas, excluyendo pues la pluralidad anterior e imponiendo a los no nacionalistas su modelo nacionalista de país. Sin olvidar que ETA mataba a militantes y dirigentes del PP y PSOE en una tenebrosa campaña paralela a la ofensiva política soberanista.
Esa política se ha mantenido en los sucesivos gobiernos tripartitos hasta su defunción el 1 de marzo pasado. No podemos avalar su continuidad. Un nuevo gobierno y una nueva política deben sustituir ese pasado, entre otras razones porque esa apuesta ha sido derrotada en las urnas. Hay mayoría para ello, y llámese antinatura o de cualquier otra manera, lo cierto es que han sido los nacionalistas los que la han creado al establecer esa vieja y perversa división de la sociedad vasca entre nacionalistas y no nacionalistas, con su proyecto de país y con sus gobiernos excluyentes.
¿Tiene riesgos el liderazgo socialista con 25 escaños? Los tiene todos y, sin embargo, me temo que no tenemos otra opción. Frustrar las expectativas legítimas de cambio cuando éste resulta posible y democráticamente legítimo exige explicaciones a miles de ciudadanos que, honradamente, no tenemos. Una apelación a la victoria del PNV no basta porque, siendo cierto que fue el partido ganador con holgada diferencia, no lo es menos que sus mayorías han perdido y que no puede alcanzar otras para gobernar, porque su proyecto político las ha hecho imposibles.
Sólo un lehendakari socialista visualiza y asegura el cambio político. El PNV deberá estudiar si quiere compartir ese cambio o quedarse en la oposición. Pero su ausencia no convierte en frentista al gobierno socialista. Nunca lo hemos sido y no lo seremos. Nuestra trayectoria en el frente autonómico de 1977, nuestra apuesta sincera y decisiva por el Estatuto de Gernika (integrando a Álava en el País Vasco), nuestra generosa apuesta por las coaliciones transversales de 1987 a 1998 y nuestra valiente apuesta por la centralidad política después de las elecciones de 2001, y por la paz en el proceso de 2004 a 2007, acreditan nuestra vocación integradora del vasquismo.
El Diario Vasco, 15/03/2009