Probablemente estamos escribiendo las últimas páginas de la trágica historia de la violencia en el País Vasco. Todos creemos -y queremos creer- que, por múltiples razones, la violencia de ETA toca a su fin. Desde hace unos pocos años, los gestos, los contactos, las conversaciones que inevitablemente acompañan el cese del terrorismo nos han situado ante una esperanzadora oportunidad que, formalmente, se inició en marzo de este año. Desde entonces, han pasado más de seis meses y varios acontecimientos recientes que aconsejan un balance sereno, una reflexión positiva.
Lo digo porque no me parecen admisibles los consejos y las exigencias de poner fin al proceso por parte de quienes se han opuesto a él de principio a fin, en todos sus términos y en todo momento. Es un poco oportunista aprovechar las dificultades y los puntos críticos de un camino que, de manera consustancial a su naturaleza, atravesará una dialéctica de tensiones y presiones mutuas en su recorrido. Quienes hemos apostado y arriesgado por asumir un final de ETA en estas condiciones, tenemos alguna legitimidad añadida para valorar los acontecimientos y extraer algunas conclusiones. Por eso he calificado intencionadamente de positiva la reflexión que quiero ofrecerles.
Yo creo que debemos seguir apostando por conseguir este final dialogado de la violencia. Creo que eso será un final y lo demás, especialmente lo que propugnan quienes se oponen rotundamente a todo lo que hacen el Gobierno y el PSE-EE (PSOE) en este tema, es decir, el PP y sus portavoces, es otra cosa. Esa otra estrategia, legítima, lo admito, la que busca la liquidación policial del fenómeno terrorista y la derrota política o la desaparición de su entramado social, no tiene un final cierto, y nadie puede asegurarnos ni el resultado ni el tiempo necesario hasta su consecución. El final de la violencia, por el contrario, necesita un diálogo que formalice el fin operativo e irreversible de las acciones violentas; un diálogo que pase página histórica y que permita una larga y difícil etapa de reconciliación en la sociedad vasca; un diálogo que facilite la reaparición de esa expresión política que abandona la violencia y encuentra en la democracia su espacio de realización.
Pero, aquí vienen mis advertencias para quienes están escribiendo, literalmente lo digo, las últimas páginas de esta trágica historia. Ese diálogo no es indeterminado ni incondicionado. Es un diálogo democrático, limitado y condicionado por las delicadísimas e importantísimas cuestiones en juego. En mi opinión, después de este tiempo transcurrido y visto lo visto, tres advertencias son pertinentes.
Primera. Si el proceso de diálogo para el fin de la violencia sigue acompañado de violencia, no hay proceso. Atracar una armería y robar trescientas pistolas no es ’sólo’ un gesto de chantaje, como bienintencionadamente dicen algunos. Es, desde luego, un gesto inaceptable, pero también un indicio alarmante y un signo inequívoco de que no abandonan la violencia. Es decir, justamente lo contrario de lo que exige la resolución parlamentaria del Congreso de los Diputados que aceptaba el diálogo sobre la base de «signos inequívocos del abandono de la violencia».
Lo mismo puede decirse de la violencia callejera, violencia perfectamente organizada y controlada desde la dirección común del entramado abertzale. La perfecta sincronía de estos actos violentos con los momentos políticos del proceso me parece un escándalo de evidencias sobre la denuncia que desde hace decenios venimos haciendo a la izquierda abertzale por la utilización de la violencia como complemento o parte esencial de la política. Pues bien, ha llegado el momento de decir donde haga falta y a quien debe oírlo, que así no hay proceso.
Segunda. La teoría de las dos mesas ha estado siempre condicionada a un principio que nadie mejor que Josu Jon Imaz explicitó: primero la paz y luego la política. Es decir, sólo se acepta el diálogo político sobre la base de un cese definitivo de la violencia y en ningún caso estamos dispuestos a dialogar políticamente bajo la presión de la violencia. Tampoco estamos dispuestos a que la desaparición de la violencia sólo se produzca cuando ETA esté conforme con el resultado de ese diálogo, porque eso es aceptar que ETA tutela el diálogo y condiciona su desaparición a que se acepten sus exigencias.
Me pregunto, ¿se está cumpliendo este principio? Hemos defendido determinadas interlocuciones públicas porque ciertos gestos pueden resultar imprescindibles en determinados momentos, pero tengo que preguntarme si hay correspondencia con la evolución de los acontecimientos. No soy un ingenuo y acepto que son necesarias conversaciones que favorezcan el proceso. Pero es hora de reclamar coherencia en la desaparición de toda presión violenta sobre ellas.
Una de las claves del proceso es comprobar que Batasuna dirige el proceso desde convicciones fundadas en la democracia y en la política, libre de la presión de sus mayores. Nuestro deseo es que se legalicen, que sean el interlocutor político que corresponde a su representación y que jueguen en la democracia con las mismas reglas de los demás. Pero si el ‘primo de Zumosol’ tutela el proceso, no hay proceso.
Tercera. A propósito del diálogo, todos nos preguntamos cómo haremos posible que ese diálogo, libre de presión, repito, permita integrar en la democracia los proyectos políticos defendidos antes con la violencia, sin pagar por ello, como dice la resolución parlamentaria, precio político alguno. Se viene informando últimamente sobre la existencia de preacuerdos respecto a metodología, agenda, contenidos, etcétera, de ese diálogo y aunque creo prematuro pronunciarme al respecto, siento cierta necesidad de aportar algunas observaciones previas.
El diálogo político sobre nuestro estatus jurídico-político no puede ser fundacional. Eso ya lo hicimos con la Constitución y el Estatuto. Lo hicimos bien y no pueden enmendarnos la plana quienes se equivocaron de pleno y atacaron con tiros y bombas el edificio de democracia y autogobierno que hemos construido con tanto esfuerzo estos últimos veinticinco años.
Ese diálogo no puede hacerse sólo sobre las reivindicaciones de una parte. Oigo hablar de Navarra, de autodeterminación, de Iparralde y me pregunto: ¿tendremos derecho los demás, es decir, quienes no nos sentimos nacionalistas, a plantear nuestras demandas? Por ejemplo, quienes reivindicamos que la pluralidad identitaria vasca cobre carta de naturaleza en una democracia estructurada sobre esa circunstancia. O que los derechos de ciudadanía estén garantizados frente a pretensiones de imponer una determinada identidad nacional. O el respeto debido a las voluntades democráticas expresadas por navarros o incluso alaveses. Y tantas y tantas cosas que hemos defendido junto a ochocientas víctimas que murieron por ello, reivindicaciones todas ellas y muchas más de idéntica legitimidad democrática al famoso y confuso ‘derecho a decidir’.
Lo digo porque no me parecen admisibles los consejos y las exigencias de poner fin al proceso por parte de quienes se han opuesto a él de principio a fin, en todos sus términos y en todo momento. Es un poco oportunista aprovechar las dificultades y los puntos críticos de un camino que, de manera consustancial a su naturaleza, atravesará una dialéctica de tensiones y presiones mutuas en su recorrido. Quienes hemos apostado y arriesgado por asumir un final de ETA en estas condiciones, tenemos alguna legitimidad añadida para valorar los acontecimientos y extraer algunas conclusiones. Por eso he calificado intencionadamente de positiva la reflexión que quiero ofrecerles.
Yo creo que debemos seguir apostando por conseguir este final dialogado de la violencia. Creo que eso será un final y lo demás, especialmente lo que propugnan quienes se oponen rotundamente a todo lo que hacen el Gobierno y el PSE-EE (PSOE) en este tema, es decir, el PP y sus portavoces, es otra cosa. Esa otra estrategia, legítima, lo admito, la que busca la liquidación policial del fenómeno terrorista y la derrota política o la desaparición de su entramado social, no tiene un final cierto, y nadie puede asegurarnos ni el resultado ni el tiempo necesario hasta su consecución. El final de la violencia, por el contrario, necesita un diálogo que formalice el fin operativo e irreversible de las acciones violentas; un diálogo que pase página histórica y que permita una larga y difícil etapa de reconciliación en la sociedad vasca; un diálogo que facilite la reaparición de esa expresión política que abandona la violencia y encuentra en la democracia su espacio de realización.
Pero, aquí vienen mis advertencias para quienes están escribiendo, literalmente lo digo, las últimas páginas de esta trágica historia. Ese diálogo no es indeterminado ni incondicionado. Es un diálogo democrático, limitado y condicionado por las delicadísimas e importantísimas cuestiones en juego. En mi opinión, después de este tiempo transcurrido y visto lo visto, tres advertencias son pertinentes.
Primera. Si el proceso de diálogo para el fin de la violencia sigue acompañado de violencia, no hay proceso. Atracar una armería y robar trescientas pistolas no es ’sólo’ un gesto de chantaje, como bienintencionadamente dicen algunos. Es, desde luego, un gesto inaceptable, pero también un indicio alarmante y un signo inequívoco de que no abandonan la violencia. Es decir, justamente lo contrario de lo que exige la resolución parlamentaria del Congreso de los Diputados que aceptaba el diálogo sobre la base de «signos inequívocos del abandono de la violencia».
Lo mismo puede decirse de la violencia callejera, violencia perfectamente organizada y controlada desde la dirección común del entramado abertzale. La perfecta sincronía de estos actos violentos con los momentos políticos del proceso me parece un escándalo de evidencias sobre la denuncia que desde hace decenios venimos haciendo a la izquierda abertzale por la utilización de la violencia como complemento o parte esencial de la política. Pues bien, ha llegado el momento de decir donde haga falta y a quien debe oírlo, que así no hay proceso.
Segunda. La teoría de las dos mesas ha estado siempre condicionada a un principio que nadie mejor que Josu Jon Imaz explicitó: primero la paz y luego la política. Es decir, sólo se acepta el diálogo político sobre la base de un cese definitivo de la violencia y en ningún caso estamos dispuestos a dialogar políticamente bajo la presión de la violencia. Tampoco estamos dispuestos a que la desaparición de la violencia sólo se produzca cuando ETA esté conforme con el resultado de ese diálogo, porque eso es aceptar que ETA tutela el diálogo y condiciona su desaparición a que se acepten sus exigencias.
Me pregunto, ¿se está cumpliendo este principio? Hemos defendido determinadas interlocuciones públicas porque ciertos gestos pueden resultar imprescindibles en determinados momentos, pero tengo que preguntarme si hay correspondencia con la evolución de los acontecimientos. No soy un ingenuo y acepto que son necesarias conversaciones que favorezcan el proceso. Pero es hora de reclamar coherencia en la desaparición de toda presión violenta sobre ellas.
Una de las claves del proceso es comprobar que Batasuna dirige el proceso desde convicciones fundadas en la democracia y en la política, libre de la presión de sus mayores. Nuestro deseo es que se legalicen, que sean el interlocutor político que corresponde a su representación y que jueguen en la democracia con las mismas reglas de los demás. Pero si el ‘primo de Zumosol’ tutela el proceso, no hay proceso.
Tercera. A propósito del diálogo, todos nos preguntamos cómo haremos posible que ese diálogo, libre de presión, repito, permita integrar en la democracia los proyectos políticos defendidos antes con la violencia, sin pagar por ello, como dice la resolución parlamentaria, precio político alguno. Se viene informando últimamente sobre la existencia de preacuerdos respecto a metodología, agenda, contenidos, etcétera, de ese diálogo y aunque creo prematuro pronunciarme al respecto, siento cierta necesidad de aportar algunas observaciones previas.
El diálogo político sobre nuestro estatus jurídico-político no puede ser fundacional. Eso ya lo hicimos con la Constitución y el Estatuto. Lo hicimos bien y no pueden enmendarnos la plana quienes se equivocaron de pleno y atacaron con tiros y bombas el edificio de democracia y autogobierno que hemos construido con tanto esfuerzo estos últimos veinticinco años.
Ese diálogo no puede hacerse sólo sobre las reivindicaciones de una parte. Oigo hablar de Navarra, de autodeterminación, de Iparralde y me pregunto: ¿tendremos derecho los demás, es decir, quienes no nos sentimos nacionalistas, a plantear nuestras demandas? Por ejemplo, quienes reivindicamos que la pluralidad identitaria vasca cobre carta de naturaleza en una democracia estructurada sobre esa circunstancia. O que los derechos de ciudadanía estén garantizados frente a pretensiones de imponer una determinada identidad nacional. O el respeto debido a las voluntades democráticas expresadas por navarros o incluso alaveses. Y tantas y tantas cosas que hemos defendido junto a ochocientas víctimas que murieron por ello, reivindicaciones todas ellas y muchas más de idéntica legitimidad democrática al famoso y confuso ‘derecho a decidir’.
El Correo, 29/10/06.