24 de diciembre de 2006

Globalización y sindicatos.

A primeros de diciembre se celebró en el Consejo Económico y Social del País Vasco un interesante debate sobre la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE). A destacar la importancia que tiene esta nueva cultura de la empresa en la reflexión sobre el futuro de los sindicatos, algo que no es pacífico por dos razones diferentes. Algunos dirigentes sindicales ven a la RSE como un competidor de la actividad sindical y creen además que la RSE es un puro marketing social que esconde y disimula realidades laborales censurables.

En ambas líneas de reflexión se sitúa Carlos Trevilla, antiguo dirigente sindical y amigo, además de experto en estos temas, organizador a su vez de este congreso. De hecho, en la rueda de prensa del CES los tres representantes institucionales que asistíamos al debate: la Unión Europea, el Parlamento español y la diputación de Bizkaia, fuimos sorprendidos por las frías palabras del organizador, hacia esta idea.

No les falta razón a quienes piensan que, con frecuencia, la RSE de algunas empresas se limita a una acción social más o menos efectiva y a un lanzamiento espectacular del marketing correspondiente, que busca una empatía social y comercial con sus marcas. Pero eso no debe llevarnos a despreciar la importancia de este movimiento empresarial que está arraigando en todo el mundo y que, en mi opinión, tiene importantes derivadas políticas e ideológicas. Porque, por primera vez en la historia, hay una convergencia de intereses en los objetivos económicos y sociales de las empresas, de manera que la búsqueda de la competitividad en una economía globalizada deberá hacerse en términos de sostenibilidad medioambiental y social y dignidad laboral, o de lo contrario, no habrá competitividad sostenible.

¿De qué surge tanto optimismo? De la transformación acelerada que está experimentando la ecuación empresa-sociedad. La vieja empresa concebía su universo social sobre tres únicos actores: accionistas, clientes y trabajadores. La empresa de la globalización está penetrada por múltiples protagonistas que generan y exigen relaciones preferentes. La responsabilidad social de la empresa implica asumir esta realidad y buscar la excelencia en la relación con todos sus ’stakeholders’ (grupos de interés) de manera que la competitividad de sus productos se base en una superación de las exigencias legales y en la máxima calidad de sus comportamientos en los planos laborales, sociales y medioambientales.

El otro reproche de algunos sindicalistas a la RSE me parece sencillamente equivocado. La RSE no sustituye al sindicato o a la negociación colectiva. Al contrario, no hay RSE sin reconocimiento sindical y negociación colectiva. Es más, no hay RSE sin relaciones laborales dignas y justas y son los sindicatos quienes deben utilizar esta creciente exigencia a las empresas, en beneficio de su protagonismo y de su intervención sindical. Nada pierden los sindicatos por integrar en su estrategia y en su discurso las demandas de RSE a las empresas. Es más, deben aprovechar las nuevas oportunidades que esta nueva ecuación empresa-sociedad les brinda, para modernizar y enriquecer su papel y sus funciones con las reivindicaciones de la nueva sociedad laboral: la igualdad hombre-mujer, la conciliación laboral y familiar, la participación en beneficios, etcétera.

Tiene esto que ver con la creación de un gran sindicato global el pasado mes en Viena, fusionando las grandes centrales internacionales del siglo pasado. A mí me ha parecido una gran noticia. Pero especialmente llamó mi atención el inteligente equilibrio del que viene haciendo gala su nuevo secretario general, el británico Guy Ryder, al reclamar un sindicalismo globalizado y al hacerlo en términos modernos, abiertos y flexibles a las nuevas realidades. «Por fin hemos superado la división política e ideológica, así que ya no había motivo para estar separados. Necesitamos un sindicato global porque el mundo ha cambiado mucho en los últimos 20 años, y cada vez hay más casos internacionales y más preocupación por los procesos de globalización. El capital se ha globalizado, así que el sindicalismo también debe hacerlo. Hay un mercado global, pero los derechos sociales no se han globalizado», declaraba recientemente.

La Globalización imparable del mercado – y de la producción, sobre todo- traslada al sindicalismo globalizado tareas suplementarias a su delicada situación en todo el mundo. No se trata sólo de organizar la fuerza sindical a nivel planetario y superar las enormes contradicciones nacionales que atraviesan todavía a los trabajadores. Se trata, también, de atender y resolver las preocupantes señales de crisis que atenazan al movimiento sindical de los países desarrollados. Dicho de otro modo, antes de abordar la arquitectura institucional de la CSI en el mercado global; antes de asegurar la respuesta común de 180 millones de trabajadores pertenecientes a 170 países; antes de unificar los parámetros comunes de un Derecho sociolaboral mínimo a realidades tan heterogéneas, antes de todo eso y de mucho más, el sindicalismo debe resolver sus viejos problemas.

Por ejemplo, su apertura a la nueva economía, y a los centros de trabajo de la producción externalizada (subcontratación en cadena). El sindicalismo está demasiado constreñido a los centros fabriles, a la gran empresa y a los funcionarios públicos. Jóvenes y mujeres son el gran desafío del sindicalismo y su implantación en el sector servicios de las empresas, en las nuevas tecnologías, consultoras, pequeñas empresas, economía del conocimiento en general. Lo mismo ocurre con la unidad sindical interna de cada país. Porque si la debilidad del sindicalismo internacional ante unas empresas planetarias es patética, la división sindical en cada país frente a esas mismas empresas multinacionales es deprimente. Dos o tres sindicatos en un solo país pueden sostenerse si hay una base estratégica unitaria y un proyecto común de sociedad. Sobre esas bases, cabe que la diversidad enriquezca y fortalezca el movimiento sindical. Pero, no nos llamemos a engaño, a la larga, la unidad sindical orgánica garantizará la fuerza sindical y generará una mayor eficiencia en su acción sindical. Llegado el caso, tendremos que preguntarnos si siguen teniendo sentido unas elecciones sindicales, carísimas en esfuerzo y gastos, que resultan perturbadoras de las relaciones entre los sindicalistas de los diferentes sindicatos y añaden nuevos argumentos de tensión a sus cúpulas directivas. Para cerrar el círculo, también cabe preguntarse, en ese caso, si no se produciría un notable incremento de la afiliación sindical cuando sea el sindicato y no el comité el que represente y defienda los intereses de los trabajadores.

Volviendo al principio, el congreso del nuevo sindicato internacional ha denunciado los intentos de hacer de la RSE «una alternativa de marketing de las multinacionales, con las que sustituir el papel de la regulación legal, nacional e internacional, los gobiernos y las propias organizaciones sindicales». Yo estoy de acuerdo con eso. Pero ya no basta denunciar lo que no se quiere. Hace falta mojarse y al sindicalismo, al local y al internacional, le hace falta decir alto y claro cuáles son sus propuestas, cuáles son sus banderas y objetivos y cómo pretende alcanzarlos. Y si hace esa tarea de análisis y de estrategia, descubrirá que la RSE no es un competidor, sino un aliado y que, bien entendida, puede llegar a ser una formidable palanca de cambio social para que avance la democracia cívica, la cohesión social, la dignidad laboral y los principios sostenibles de nuestro ecosistema.

El Correo, 24/12/2006

5 de diciembre de 2006

Mujeres al poder

Ha habido muchas revoluciones a lo largo de la historia. La mayoría fracasaron, bien porque no alcanzaron los objetivos que las motivaron, bien porque en su conquista produjeron males superiores a los beneficios que buscaban, bien porque en su desarrollo acabaron destruyendo o traicionando sus propios ideales. Si alguna merece ser reconocida como tal, es decir «un cambio brusco e importante en el orden social, económico o moral», ésa es la revolución feminista.

Hemos celebrado este año el setenta y cinco aniversario del reconocimiento en España del derecho al voto de las mujeres. De aquella gran conquista de nuestro periodo republicano a la próxima Ley de Igualdad que aprobaremos en las Cortes estos próximos días, en la que, por ejemplo, se propone la progresiva incorporación de las mujeres a los consejos de administración de las empresas, media un abismo de tiempo y de progresos. ¿Insuficientes todavía? Quizás, aunque imparables e irreversibles, además de cuantiosos. Que reconozcamos la existencia de importantes aspiraciones de la igualdad entre los sexos, todavía no alcanzadas, no nos debe impedir resaltar los importantes avances que se están produciendo de manera constante y unidireccional. Sin ir más lejos, y aunque a algunos les pueda parecer nimio, el Estatuto de Andalucía recién aprobado en el Congreso, ha incorporado un lenguaje no sexista, gramaticalmente dudoso pero, en materia de género, rabiosamente igualitario.

La evolución de la sociedad española en estos últimos veinte años es una buena muestra de la conquista de la igualdad. Basta examinar tres parámetros irrefutables: el mayor número de mujeres que de hombres en la Universidad (aunque persisten algunas reticencias culturales en el acceso femenino a determinadas carreras), el número de mujeres en el mercado de trabajo (todavía inferior a la tasa de actividad masculina, aunque avanzando inexorablemente, si recordamos por ejemplo que en los treinta últimos años el número de mujeres ocupadas en España ha pasado de 3,6 millones a 8,1, es decir, que hoy trabajan cuatro millones y medio de mujeres más que hace treinta años en el mercado laboral) y por último el número de mujeres en la actividad pública (ayuntamientos, parlamentos, gobiernos, etcétera), que desde comienzos de los 80 se ha multiplicado sucesivamente, acercándose a porcentajes próximos a la igualdad (entre 30% y 40% de media). El Gobierno paritario de Rodríguez Zapatero ha sido la última y significativa decisión en esta dirección.

Que el Gobierno tiene como número dos a una vicepresidenta 'feminista' es algo sabido. Pero quizás lo sea menos que está encabezado por un presidente que ha insertado la batalla de la igualdad de géneros en el corazón de su política 'republicana', entendiendo por tal la democracia constitucional, es decir, un orden político estable y seguro, regido por la ley y una comunidad política de libertades y de justicia en la que se estimulan las virtudes cívicas y los bienes públicos ('solidarity goods'). Es en ese modelo en el que se insertan algunos perfiles de lo que Zapatero ha llamado 'el socialismo de los ciudadanos', aunque el entorno de esa idea esté todavía insuficientemente configurado.

Pero es en ese marco, insisto, en el que Rodríguez Zapatero ha insertado una decidida política de igualdad de géneros que ha tenido y tiene en la Ley de Igualdad su marco general. Dos ideas destacan en esta ley que resultan controvertidas y objeto de polémica. La primera es el establecimiento de la obligación legal de representación igual de mujeres y hombres en todas las listas electorales. Como se sabe, este objetivo se pretende mediante la exigencia del 40-60 en todas las listas electorales de todos los partidos y en todas las elecciones, es decir, que ninguno de los sexos esté representado por debajo del 40% ni, en consecuencia, por encima del 60%. Todo ello exigible en las listas por tramos de a cinco (para evitar trampas de porcentajes globales que coloquen a las mujeres en los últimos puestos)

Como se sabe, esta medida ya está en discusión judicial porque el Tribunal Constitucional tiene sobre su mesa varias impugnaciones del PP a varias leyes electorales autonómicas que establecen ésta o parecidas medidas y que, en su opinión, no son constitucionalmente admisibles.

La otra medida que está provocando mayor polémica es la que corresponde al Artículo 71: «Las sociedades procurarán incluir en su consejo de administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres en un plazo de ocho años a partir de la entrada en vigor de esta ley».

Aquí han surgido airadas voces que cuestionan la impertinente injerencia del legislador en un ámbito estrictamente privado, como es la gestión de las empresas. Empezaré por afirmar algo obvio. La ley no establece mandato imperativo y debemos destacar la importancia del verbo que enmarca este propósito: 'procurarán'. Para más claridad, se establece un plazo de ocho años para que se vaya materializando esta recomendación. Por último, se circunscribe la propuesta a las grandes empresas que cotizan en Bolsa. La ley sí contempla, en cambio, que las empresas que avancen en este objetivo de la igualdad puedan encontrar estímulos en la contratación pública y que las que no lo hagan expliquen en sus memorias las razones de no hacerlo. Aquí no hay imposición legal, hay estímulo público y quizás sanción social. Una sociedad madura puede y debe ejercer sus derechos ciudadanos como consumidores y como ahorradores, en una creciente exigencia de responsabilidad social a la empresa. Y la igualdad de géneros es una de las más elementales señales de responsabilidad social.

En segundo lugar conviene echar una mirada a nuestra estadística. En Suecia, las mujeres con cargos directivos en grandes empresas llegan al 27%. En Finlandia, al 17,5%; en EE UU, el 17%; en la UE, el 7'5%. Y en España... el 3%. Por cierto, las empresas del IBEX no llegan a ese raquítico porcentaje. Hay quien dice, como la CEOE o el PP, que esa igualdad llegará de forma natural cuando la presencia de la mujer en la dirección de las empresas y en los consejos de administración se derive de una ósmosis gradual como consecuencia de la creciente presencia de la mujer en la empresa. Al igual que las mujeres jueces acabarán copando el Supremo, vienen a decirnos, por su masiva presencia en el mundo judicial, así mismo se producirá la progresiva (y -añaden- nunca impuesta) presencia femenina en los núcleos decisivos del poder empresarial.

Hay varias objeciones que hacer a este bienintencionado propósito. La primera es la que públicamente se planteaba Pilar Gómez-Acebo, vicepresidenta de la Confederación Española de Directivos: «¿Cuántas decenas de años tardaremos en acceder a los puestos que nos corresponden? ¿Cuarenta años, cincuenta?». Efectivamente, las cuotas se censuran como injustas, pero sin ellas muchos sectores sociales no avanzan en el camino de la igualdad. Honradamente, éa es la conclusión evidente de nuestra experiencia política. Pero además ya es hora de que admitamos las enormes desventajas con que cuentan las mujeres en el desarrollo de su carrera profesional. Hay, desde luego, una discriminación por el embarazo y la maternidad y la mayoría de las mujeres sufren las principales consecuencias de asumir la responsabilidad familiar. La mayoría de los hombres competimos ventajosamente con ellas porque nuestras carreras profesionales se siguen sosteniendo en el excedente de tiempo que nos proporcionan nuestras mujeres. Por eso, entre otras muchas razones, estas políticas de igualdad no son concesiones piadosas a un colectivo marginal, sino devolución de derechos que la sociedad debe a la mitad de nuestros conciudadanos.

Yo no sé si «la mujer enriquece a la empresa», como decía hace unos días Mónica Oriol, presidenta de una gran firma española. El argumento de la calidad especial o de las singulares características de las mujeres en el poder me convence poco. Pero sí creo en el camino de la igualdad que Norberto Bobbio llamaba «estrella polar de la izquierda».


El Correo. 5/12/2006

8 de noviembre de 2006

Euskadi y Cataluña, miradas comparativas.

Sobre los resultados electorales de Cataluña el pasado 1 de noviembre, ya está dicho casi todo. Sobre el futuro Gobierno de Cataluña, lo dirán quienes tienen la palabra para ello, aunque sea evidente la reedición del tripartito, impelidas las tres fuerzas que lo componen a hacer buena una apuesta en la que se concentran sus únicas estrategias. PSC, Esquerra e Iniciativa parecen condenados a intentarlo de nuevo, movidos esta vez por un propósito de enmienda sincero y obligado, a la vista del castigo electoral sufrido por las dos grandes fuerzas que lo componen.

No es mi intención, sin embargo, especular sobre ésta y otras hipótesis, ni sobre sus consecuencias en la gobernación española de los próximos años. He mirado a Cataluña desde Euskadi para analizar diferencias y semejanzas sobre las que es útil reflexionar. Cataluña es, en primer lugar, una comunidad más articulada, más vertebrada, mejor construida desde el punto de vista de su integración social y política. Naturalmente, hay un abanico identitario y una pluralidad ideológica, pero la columna vertebral del país es gruesa y ampliamente mayoritaria, al tiempo que los perfiles más extremos de los sentimientos de pertenencia son muy minoritarios. Bien podría decirse así que el catalanismo, que configura a casi el 80% del electorado, estructura una sola comunidad, cohesionada en torno al autogobierno de Cataluña (más o menos intenso, eso sí), a sus símbolos, a la pertenencia natural a España desde un autogobierno muy reafirmado política y culturalmente, al catalán, a su historia, y al proyecto común en Europa, entre otras muchas cosas.

En Euskadi, sin embargo, los signos de vertebración social, política y cultural de los vascos son más tenues o más disputados, desde posiciones más antagónicas. La parte central del abanico identitario es más débil y está más tensionada por fuerzas extremas, antinacionalistas unas o nítidamente antiespañolas las otras. Por una serie de razones históricas, no tan lejanas, la comunidad vasca es más bien una comunidad de dos expresiones identitarias, muy definidas, con fuertes caracteres antagónicos, exacerbados por el terrorismo y por otras viejas disputas internas entre las que cabe incluso citar las influencias de los llamados territorios históricos. Ocurre así que signos identitarios que deberían unirnos en nuestra definición sociopolítica como el Estatuto, la ikurriña, el euskera o la selección vasca de fútbol resultan cargados de tanta conflictividad que más destacan por sus connotaciones divisorias que por sus capacidades de referencia y de cohesión social. Los últimos diez años de la política vasca, particularmente desde el Pacto de Lizarra y la liquidación de la transversalidad de los acuerdos nacionalistas-socialistas, han acentuado gravemente estos síntomas.

En este contexto se explica otra notable diferencia entre nuestras dos comunidades. La negociación del nuevo Estatuto de Cataluña ha estado impregnada de un notable pragmatismo político y económico. El Parlamento de Cataluña quería un nuevo Estatuto que garantizara un autogobierno pleno y máximo, con la mejor financiación para Cataluña. He negociado ese Estatuto y hablo con conocimiento de causa. Cataluña, todas sus fuerzas políticas, querían definir las competencias, para asegurar que el Estado no las invadiera mediante instrumentos legislativos básicos. Querían, y así lo han hecho, precisar todas las funciones competenciales. Querían un nuevo espacio autonómico para la Justicia. Querían un amplio capítulo de derechos y deberes para los catalanes. Querían llevar al Estatuto la cooficialidad del catalán. Querían un capítulo estatutario adaptado a la UE y a la acción exterior de Cataluña. Querían mejor financiación.

¿Qué queremos los vascos? ¿Qué negociaremos los vascos con el nuevo Estatuto? De nuevo aquí surgirá la reivindicación esencialista e histórica. La soberanía, el ámbito vasco de decisión y otros referentes del imaginario nacionalista (Navarra, Iparralde, etcétera) estarán a buen seguro en el temario de las fuerzas políticas de ese signo, haciendo muy difícil, por no decir imposible, un terreno común de diálogo y de acuerdo a la pluralidad identitaria vasca, abocada por esa vía a las dos comunidades.

El juego de alianzas y el marco de relaciones políticas entre los partidos difiere también notablemente. CiU y PNV han ejercido un papel semejante, como tractores de la reivindicación nacionalista y protagonistas principales de la configuración del autogobierno respectivo. Pero CiU se ha desgastado mucho más. Después de varias mayorías absolutas, su fuerza electoral parece limitada a una mayoría relativa a más de veinte escaños de la absoluta, lo que le obliga a unas alianzas imposibles. Imposibles con el PP porque les contamina e imposibles con Esquerra porque el rechazo a CiU en ese partido es bastante más profundo de lo que algunos piensan. De hecho, la enemistad ideológica de Esquerra, PSC e Iniciativa hacia CiU es manifiesta y las tensiones personales son casi patológicas. Así puede deducirse, entre otras cosas, del proceso negociador del Gobierno catalán de estos días.

El PNV, sin embargo, no se ha desgastado, tras más de veinticinco años de poder ininterrumpido. Sus relaciones con todo el espectro político son buenas y puede pactar con cualquiera, incluso con el PP puntualmente, aunque no de manera estable. Su ubicación ideológica es más centrada que la de CiU y el interclasismo demócrata-cristiano les permite ocupar con naturalidad amplios espacios del centro-izquierda, aunque algunos se empeñan en esgrimir contra ellos el viejo tópico de la 'derecha vaticanista'.

Por último, una referencia a Ciudadanos. Me sorprendieron esos noventa mil votos a unos desconocidos. ¿Qué los motivó? ¿Cuáles son sus verdaderas banderas? Probablemente estamos ante una mezcla de motivos diversos. Excesos con el catalán en la inmersión lingüística educativa y en la política lingüística hacia la población. ¿Un catalanismo demasiado nacionalista? ¿Un nacionalismo demasiado separador? Algo de protesta antipartidos.

Muchas pueden ser las causas de esta erupción democrática que representa Ciudadanos, pero hay algo que genuinamente les representa. Es un cierto hastío del debate identitario, surgido desde una cultura progresista que proclama la reivindicación de ciudadanía y reclama la libertad individual para ser incluso iconoclasta para con los mitos, las banderas y los fundamentos del nacionalismo particularista. Seguramente los precursores intelectuales de este movimiento (Carreras, Boadella, Azúa, Espada, etcétera) habrán construido con mejores palabras y argumentos su filosofía 'ciudadana', pero ésta es mi particular definición. ¿Es esto un primer paso de un movimiento más potente? ¿Habrá candidaturas en otras comunidades? ¿Las habrá en Euskadi? Objetivamente, hay ingredientes en Euskadi como para que un movimiento semejante pueda generarse, con otros matices y quizás con un mayor componente constitucionalista. Alguien puede iniciar la aventura para pescar en las aguas del PP y del PSOE. Con todo, creo que, también aquí, será distinto. Los espacios políticos de los dos partidos son más firmes y el éxito electoral de los pequeños, más difícil. Además y en todo caso, sería algo coyuntural, aunque el mensaje político de esos votantes golpea ya nuestras puertas.

El Correo, 8/11/2006.

7 de noviembre de 2006

La responsabilidad social y el Congreso

Hace ya algunas semanas, en estas mismas páginas, Joaquín Tri-go, director ejecutivo de Fomento del Trabajo Nacional de Cataluña, comentaba el informe aprobado por el Congreso de los Diputados para potenciar y promover la responsabilidad social de las empresas (RSE). Ha pasado demasiado tiempo desde entonces y probablemente ninguno de los lectores recordará los comentarios, bastante despectivos, todo hay que decirlo, que el señor Trigo hacía sobre el desarrollo de las subcomisión parlamentaria y sobre sus conclusiones.

No pretendo, pues, contestarlas ni puntualizarlas porque resultaría anacrónico hacerlo y porque, sinceramente, tampoco merecen una respuesta. Pero no quiero que las páginas de opinión de Cinco Días se queden con una sensación tan pobre y tan crítica del trabajo que durante casi dos años hemos venido realizando los grupos parlamentarios de la Cámara, en una Comisión creada ad hoc para este tema y ante la que han comparecido exactamente 58 representantes de todo el mundo sociolaboral y socioeconómico español: empresas, sindicatos, ecologistas, ONG, consumidores, medios de comunicación, expertos universitarios y, por supuesto, Administraciones autonómicas y del Gobierno del Estado.

El conjunto de sus aportaciones ha sido ordenado en torno a los grandes planos en los que se estructura el debate de la RSE: la definición y los principios que la inspiran; la gestión en los distintos planos, interno y externo, incluyendo los aspectos relacionados con el gobierno corporativo; los ámbitos de actuación; los actores involucrados, y las políticas públicas.

Pero quizás lo más notable de este trabajo es que en el capítulo de las conclusiones se han aprobado 30 grandes constataciones y 60 recomendaciones a las Administraciones públicas, a las empresas y a los distintos agentes relacionados con la responsabilidad social empresarial.

Antes de destacar algunas de ellas, me gustaría recordar que este informe ha sido aprobado por unanimidad de la Cámara, lo que constituye por sí misma una notable noticia en estos tiempos de desacuerdo político general.

Los principales grupos que hemos trabajado en esta materia: PP, CiU, PNV y PSOE, nos hemos puesto de acuerdo y renunciado a los matices ideológicos de cada parte, para trasladar a la opinión pública un mensaje unitario, convencidos de que en esta cuestión era conveniente exponer una posición común y consensuada sobre un tema complejo y transversal.

Es la primera vez que un Parlamento europeo aprueba una resolución integral sobre la RSE y de hecho distintas instituciones legislativas y políticas europeas están solicitando este documento para su estudio. Hace sólo unos días, el jefe ejecutivo de Global Reporting Initiative, Ernst Ligteringen, nos felicitó expresamente a Eugenio Azpiroz, representante del PP, y a mí mismo sobre la oportunidad y calidad de este trabajo.

El informe no da recetas ni marca objetivos. Parte de considerar que la RSE es un camino que las empresas deben recorrer en su afán por integrar en su estrategia los intereses de sus grupos afines, especialmente trabajadores y comunidad. Se afirma que se trata de una cuestión estructural y que se inscribe en una renovación cultural de la naturaleza y de los fines de la empresa para con la sociedad. Se reitera la voluntariedad de la RSE, aunque se insiste en la necesidad de que se instrumenten políticas públicas de apoyo y fomento. El informe recomienda la autorregulación sectorial de la RSE para los diferentes sectores de actividad de ámbito supranacional. También exige que se mejore el reporte y la verificación de las memorias de sostenibilidad y pide al Gobierno que regule o fomente la inversión socialmente responsable.

Sesenta recomendaciones no caben en tan pocas líneas. En breve plazo el foro de expertos creado en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales elaborará también su informe. Me consta que CEOE va a publicar una aportación interesante sobre este tema y el diálogo social de CC OO, UGT y CEOE ha comenzado también a abordar su importante punto de vista sobre esta cuestión.

Lo lógico y deseable sería que el Gobierno aborde esta cuestión, en cumplimiento de su propio programa electoral, y a la vista de las conclusiones y de los informes antes citados adopte decisiones a favor de una política que promocione y potencie la responsabilidad social de las empresas españolas.

No se trata de hacer una ley sino de establecer una intervención pública, en diálogo con las empresas y stakeholders, para recorrer un camino hacia la excelencia en la gestión responsable y sostenible de las empresas que favorecerá su competitividad en la economía global y que favorecerá la extensión de los derechos humanos y la cohesión social en el mundo.
Cinco Días.

29 de octubre de 2006

Advertencias de un amigo.

Probablemente estamos escribiendo las últimas páginas de la trágica historia de la violencia en el País Vasco. Todos creemos -y queremos creer- que, por múltiples razones, la violencia de ETA toca a su fin. Desde hace unos pocos años, los gestos, los contactos, las conversaciones que inevitablemente acompañan el cese del terrorismo nos han situado ante una esperanzadora oportunidad que, formalmente, se inició en marzo de este año. Desde entonces, han pasado más de seis meses y varios acontecimientos recientes que aconsejan un balance sereno, una reflexión positiva.

Lo digo porque no me parecen admisibles los consejos y las exigencias de poner fin al proceso por parte de quienes se han opuesto a él de principio a fin, en todos sus términos y en todo momento. Es un poco oportunista aprovechar las dificultades y los puntos críticos de un camino que, de manera consustancial a su naturaleza, atravesará una dialéctica de tensiones y presiones mutuas en su recorrido. Quienes hemos apostado y arriesgado por asumir un final de ETA en estas condiciones, tenemos alguna legitimidad añadida para valorar los acontecimientos y extraer algunas conclusiones. Por eso he calificado intencionadamente de positiva la reflexión que quiero ofrecerles.

Yo creo que debemos seguir apostando por conseguir este final dialogado de la violencia. Creo que eso será un final y lo demás, especialmente lo que propugnan quienes se oponen rotundamente a todo lo que hacen el Gobierno y el PSE-EE (PSOE) en este tema, es decir, el PP y sus portavoces, es otra cosa. Esa otra estrategia, legítima, lo admito, la que busca la liquidación policial del fenómeno terrorista y la derrota política o la desaparición de su entramado social, no tiene un final cierto, y nadie puede asegurarnos ni el resultado ni el tiempo necesario hasta su consecución. El final de la violencia, por el contrario, necesita un diálogo que formalice el fin operativo e irreversible de las acciones violentas; un diálogo que pase página histórica y que permita una larga y difícil etapa de reconciliación en la sociedad vasca; un diálogo que facilite la reaparición de esa expresión política que abandona la violencia y encuentra en la democracia su espacio de realización.

Pero, aquí vienen mis advertencias para quienes están escribiendo, literalmente lo digo, las últimas páginas de esta trágica historia. Ese diálogo no es indeterminado ni incondicionado. Es un diálogo democrático, limitado y condicionado por las delicadísimas e importantísimas cuestiones en juego. En mi opinión, después de este tiempo transcurrido y visto lo visto, tres advertencias son pertinentes.

Primera. Si el proceso de diálogo para el fin de la violencia sigue acompañado de violencia, no hay proceso. Atracar una armería y robar trescientas pistolas no es ’sólo’ un gesto de chantaje, como bienintencionadamente dicen algunos. Es, desde luego, un gesto inaceptable, pero también un indicio alarmante y un signo inequívoco de que no abandonan la violencia. Es decir, justamente lo contrario de lo que exige la resolución parlamentaria del Congreso de los Diputados que aceptaba el diálogo sobre la base de «signos inequívocos del abandono de la violencia».

Lo mismo puede decirse de la violencia callejera, violencia perfectamente organizada y controlada desde la dirección común del entramado abertzale. La perfecta sincronía de estos actos violentos con los momentos políticos del proceso me parece un escándalo de evidencias sobre la denuncia que desde hace decenios venimos haciendo a la izquierda abertzale por la utilización de la violencia como complemento o parte esencial de la política. Pues bien, ha llegado el momento de decir donde haga falta y a quien debe oírlo, que así no hay proceso.

Segunda. La teoría de las dos mesas ha estado siempre condicionada a un principio que nadie mejor que Josu Jon Imaz explicitó: primero la paz y luego la política. Es decir, sólo se acepta el diálogo político sobre la base de un cese definitivo de la violencia y en ningún caso estamos dispuestos a dialogar políticamente bajo la presión de la violencia. Tampoco estamos dispuestos a que la desaparición de la violencia sólo se produzca cuando ETA esté conforme con el resultado de ese diálogo, porque eso es aceptar que ETA tutela el diálogo y condiciona su desaparición a que se acepten sus exigencias.

Me pregunto, ¿se está cumpliendo este principio? Hemos defendido determinadas interlocuciones públicas porque ciertos gestos pueden resultar imprescindibles en determinados momentos, pero tengo que preguntarme si hay correspondencia con la evolución de los acontecimientos. No soy un ingenuo y acepto que son necesarias conversaciones que favorezcan el proceso. Pero es hora de reclamar coherencia en la desaparición de toda presión violenta sobre ellas.

Una de las claves del proceso es comprobar que Batasuna dirige el proceso desde convicciones fundadas en la democracia y en la política, libre de la presión de sus mayores. Nuestro deseo es que se legalicen, que sean el interlocutor político que corresponde a su representación y que jueguen en la democracia con las mismas reglas de los demás. Pero si el ‘primo de Zumosol’ tutela el proceso, no hay proceso.

Tercera. A propósito del diálogo, todos nos preguntamos cómo haremos posible que ese diálogo, libre de presión, repito, permita integrar en la democracia los proyectos políticos defendidos antes con la violencia, sin pagar por ello, como dice la resolución parlamentaria, precio político alguno. Se viene informando últimamente sobre la existencia de preacuerdos respecto a metodología, agenda, contenidos, etcétera, de ese diálogo y aunque creo prematuro pronunciarme al respecto, siento cierta necesidad de aportar algunas observaciones previas.

El diálogo político sobre nuestro estatus jurídico-político no puede ser fundacional. Eso ya lo hicimos con la Constitución y el Estatuto. Lo hicimos bien y no pueden enmendarnos la plana quienes se equivocaron de pleno y atacaron con tiros y bombas el edificio de democracia y autogobierno que hemos construido con tanto esfuerzo estos últimos veinticinco años.

Ese diálogo no puede hacerse sólo sobre las reivindicaciones de una parte. Oigo hablar de Navarra, de autodeterminación, de Iparralde y me pregunto: ¿tendremos derecho los demás, es decir, quienes no nos sentimos nacionalistas, a plantear nuestras demandas? Por ejemplo, quienes reivindicamos que la pluralidad identitaria vasca cobre carta de naturaleza en una democracia estructurada sobre esa circunstancia. O que los derechos de ciudadanía estén garantizados frente a pretensiones de imponer una determinada identidad nacional. O el respeto debido a las voluntades democráticas expresadas por navarros o incluso alaveses. Y tantas y tantas cosas que hemos defendido junto a ochocientas víctimas que murieron por ello, reivindicaciones todas ellas y muchas más de idéntica legitimidad democrática al famoso y confuso ‘derecho a decidir’.

El Correo, 29/10/06.

15 de octubre de 2006

Los Balcanes y Europa.

Hace diez años la guerra llegó otra vez a Europa. Cuando creíamos que nuestra capacidad de soportar el horror del odio fraticida y la crueldad humana habían sido saturadas en la II Guerra Mundial con el nazismo, de nuevo al final del siglo XX, casi cincuenta años después, todos pudimos contemplar la guerra civil en la ex Yugoslavia de todos contra todos. Croatas contra serbios, bosnios entre sí, serbios contra albanokosovares en fin, una locura de etnias exacerbadas matándose entre sí, después de haber convivido, mal que bien, todo hay que decirlo, durante siglos. El colmo que provocó la intervención internacional fue un genocidio televisado, la expulsión a golpe de bombas y tanques de la población albanesa de Kosovo.

La OTAN bombardeó Belgrado parando la masacre kosovar y EE UU impuso en Dayton un difícil equilibrio entre las tres comunidades étnicas de Bosnia. Antes ya se habían independizado los croatas y los eslovenos. Luego lo han hecho o lo están haciendo los macedonios y los montenegrinos. ¿Qué pasará con Kosovo?

Sin embargo, a los quince años de que comenzara el desastre, la paz parece que ha vuelto a los Balcanes, aunque la cantidad y la gravedad de los problemas políticos subsistan. Occidente ha impuesto la paz en el corazón de Europa y Europa está comprometida en la solución de este puzzle multiétnico y pluriconfesional, políticamente muy inestable todavía. Con todo, acabaron los tiros y las bombas. Hay elecciones, como las hubo hace poco en Bosnia o en Montenegro y en Serbia y cuando la paz y la democracia se asientan, todo es posible.

Esto es, en definitiva, lo que en términos modernos, especialmente desde el atentado del 11-S en Nueva York, se llama 'extender la democracia', sólo que, tan encomiable como necesaria misión, puede abordarse de dos maneras muy distintas: 'imponiendo la democracia' con la guerra preventiva, como en Irak, o arbitrando soluciones a los conflictos y comprometiéndose con esos pueblos en su acceso a la democracia. Esto es lo que hizo en los Balcanes la comunidad internacional, especialmente la UE y esto es lo que toca seguir haciendo.

Ocurre sin embargo que esta tarea coincide con una crisis de crecimiento de Europa. Efectivamente, una de las claves del debate europeo actual es decidir entre dos orientaciones contradictorias. Ambas responden a un mismo eslogan: 'Más Europa'. Pero, en el fondo, son casi antagónicas. Más Europa es seguir ampliando la unión política europea a una serie de países surgidos de la desarticulación de la vieja Unión Soviética hasta llegar a Turquía. Más Europa significaba también, hace sólo unos años, la intensificación de los vínculos políticos y económicos de la Unión, reforzando las instituciones democráticas, haciendo más eficientes los instrumentos de Gobierno de la Comisión. En definitiva, esta otra concepción de 'más Europa' significaba, y sigue significando, ceder más soberanía nacional de los viejos Estados europeos a una unión supranacional que, en su desarrollo final, se aproximaría a una gran federación de Estados unidos de Europa.

El fracaso de la Constitución europea, especialmente en Francia y Holanda, generó una paralización real, cuando no un fuerte retroceso, en este último camino. Sin perjuicio de las numerosas y variadas razones que explicaron el rotundo no de las ciudadanías de dos países fundadores de la Unión, una de ellas destacó como argumento incontestable. Muchos se quejan, en la vieja Europa fundadora, de la inusitada velocidad con la que se estaba ampliando Europa, hasta unos horizontes desconocidos e ilimitados. Veinticinco países hoy, veintisiete mañana, en 2007, con Rumania y Bulgaria, treinta y tantos con los Balcanes, quizás Turquía.

Es comprensible este miedo. Ya tenemos suficientes incertidumbres en nuestro entorno social y político como para incorporar a nuestras realidades una heterogeneidad enorme y extraña, que dificulta notablemente las convergencias de nuestras políticas fiscales, sociolaborales, mercantiles, etcétera. O lo que es peor, ya es bastante difícil la gobernanza europea, como para que estos nuevos países nos incorporen toda su extrema complejidad derivada de su trágico pasado, ya sea por la influencia comunista de más de medio siglo, ya sea por las fracturas étnicas, religiosas y políticas que atraviesan esos pueblos y los odios recíprocos que han provocado entre ellos las guerras recientes. La inmigración procedente de esos países, la delincuencia organizada que se instaura en regimenes políticos de transición a la democracia y la exportación de bandas de delincuentes que atacan nuestras propiedades y perturban nuestra seguridad constituye el complemento ideal para hacer más masivos nuestros miedos y más firmes estos rechazos.

Pero dar la espalda a estos pueblos es como cerrar los ojos y negar la luz. Múltiples razones explican el compromiso europeo con este avispero. La primera y más importante: sin Europa, estos países no tienen futuro alguno. Su referencia económica, monetaria y de mercado es Europa y sólo Europa. Su estabilidad política sólo será posible en el marco institucional de la UE. Sus democracias y sus instituciones, propias de Estados de Derecho, sólo son realizables en el contexto de las grandes instituciones y principios políticos europeos: Consejo de Europa, convenciones de Derechos Humanos, constituciones democráticas, etcétera. Pero, junto a las convicciones democráticas y de solidaridad que inspiran estos argumentos, no son despreciables las razones pragmáticas. No podemos sostener a nuestro lado países rotos, con una extrema conflictividad interna que acabarán trasladándonos sus tensiones o peor aún, que contaminen nuestros mercados y nuestras realidades sociales con las excrecencias de regímenes corruptos o autoritarios, en forma de terrorismo, crimen organizado, mafias internacionales, etcétera.

Por eso mi convicción es clara. Debemos hacer Europa con ellos. Serbia, Croacia, Bosnia, Macedonia, Montenegro, Albania, quizás Kosovo, todo lo que se llama Balcanes occidentales son viejos pueblos de Europa a los que debemos ayudar hoy e integrar mañana. De lo contrario volverá a ocurrir con ellos aquello que dejara dicho el sabio Churchill: «Los Balcanes producen más historia de la que pueden consumir».

El Correo, 15/10/2006.

14 de octubre de 2006

Memoria, justicia y convivencia.

¿Es posible o no que la sociedad española de hoy ajuste deudas con su historia sin romper por ello las bases de su convivencia actual y los principios de reconciliación y perdón que presidieron la transición a la democracia a finales de los setenta? Ésta es para mí la cuestión nuclear del debate producido sobre la mal llamada "Memoria Histórica". La abrumadora presencia de la Guerra Civil y de la represión franquista en la memoria de la sociedad española de hoy tiende a despertar las pasiones de las dos Españas machadianas con demasiada frecuencia. La guerra de esquelas de la guerra, publicadas este verano, es una buena muestra de las peligrosas derivas que puede tener este asunto si no lo enfocamos con prudencia y consenso.

Comencemos pues por responder al primer interrogante: ¿hay deudas pendientes? Y aunque las hubiere, ¿debemos abrir la caja de Pandora de tan delicados y apasionados recuerdos? No son pocos ni despreciables los argumentos que recomiendan cubrir estas cuestiones bajo un discreto manto, destacando como único recuerdo histórico el punto y aparte que acordamos en los pactos de la transición. Pero no es menos cierto que han pasado treinta años desde entonces y que todavía golpean a las puertas de nuestras instituciones reivindicaciones justas y razonables. Primero, porque, sin cuestionar la generosidad que impregnó la transición política, la democracia de los ochenta y de los noventa confundió en exceso perdón con olvido, y aunque sucesivos gobiernos democráticos establecieron medidas para restañar las heridas del bando republicano, lo cierto es que millones de españoles, perdedores y sufridores de la contienda y de la represión posterior, lloraron en silencio su imborrable recuerdo, tras el telón de una convivencia reconciliada, a la que perturbaba su simple presencia. Y segundo, porque quedan pendientes muchas causas de justicia para quienes defendieron el Gobierno legítimo del 36. Desde la identificación y localización de fosas comunes a la exhumación de sus restos. Desde la apertura total de archivos para la investigación y la documentación particular hasta el reconocimiento de las enormes injusticias cometidas en juicios sumarios. Incluso golpea también nuestra conciencia democrática, la ausencia de indemnización alguna para quienes encontraron la muerte en los años del tardofranquismo, ejercitando derechos que luego reconoció nuestra Constitución (como por ejemplo los seis obreros muertos por la policía en Vitoria y Basauri en 1976).

La segunda cuestión es capital: ¿cómo debemos abordar este tema de nuestra agenda política y hasta dónde será posible atender estas reivindicaciones? El Gobierno ha decidido hacerlo mediante un proyecto de ley que, intencionadamente, rechaza implantar una determinada "memoria histórica colectiva", que no corresponde a norma alguna y encarga al legislador la protección del derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática. En ese propósito el anteproyecto busca un equilibrio difícil y polémico. Si se declara "el derecho de todos los ciudadanos a la reparación de su memoria personal y familiar", ¿deben incluirse todos los que sufrieron condenas, sanciones o cualquier forma de violencia por razones políticas? Si tal reconocimiento se refiere a la represión franquista, es obvio que afecta sólo a quienes defendieron la legalidad institucional anterior al 18 de julio de 1936 y pretendieron después de la guerra el restablecimiento en España de un régimen democrático. Pero si ese derecho se quiere extender a la Guerra Civil -y en mi opinión así debe ser- resulta obligado reconocerlo también a quienes sufrieron esas mismas circunstancias en el otro bando. ¿Es eso una injusta equidistancia? Más bien creo que sólo así respondemos al espíritu de reconciliación pactada en el que se fundó nuestra transición democrática.

Una reflexión semejante surge de otro de los aspectos polémicos de esta ley. ¿Debemos anular cuantas resoluciones judiciales fueron dictadas en aplicación de legislaciones y de tribunales de excepción? Admito que sería de justicia. Pero, ¿podemos hacerlo sin cuestionar todo el entramado de seguridad jurídica de 40 años de franquismo? ¿Cómo se revisan individualmente miles de sumarios sobre hechos acaecidos en tiempos tan lejanos? Conozco la existencia de opiniones jurídicas fundadas en esa dirección, pero yo creo que eso no es posible a la luz de la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional, y en todo caso creo que antes de abrir la vía jurídica para la revisión de miles de esos casos nos lo deberíamos pensar serenamente. ¿Qué consecuencias tendrían las anulaciones? ¿Quién impediría que muchos reclamaran conocimiento de los juzgadores y quizás responsabilidades? Yo creo que el legislador español de 2006 tiene derecho a examinar esta cuestión también desde un punto de vista de oportunidad política, y aquí vuelvo a esgrimir ese patrimonio común que es el espíritu de reencuentro y de concordia de la transición.

La ley pretende la justicia compensando a las víctimas de la guerra y de la represión de un régimen cruel que duró 40 años. ¿Lo consigue? Abiertamente no. Reconocerlo con humildad es necesario, porque esas víctimas merecen el respeto de la verdad. Pero, ¿alguien cree posible hacer justicia plena con las enormes e inmensas consecuencias de aquella tragedia? La ley llega adonde es posible llegar sin menoscabar las bases de nuestra convivencia y ajusta las últimas deudas con nuestra historia sin reabrir la herida que atravesó las entrañas de nuestro pueblo.

La ley es perfectible. Abriremos una ponencia parlamentaria para escuchar. Negociaremos enmiendas y buscaremos el consenso con todos los grupos. Por cierto, última cuestión: ¿será posible un acuerdo también con el PP en este tema? Lo deseamos. Pero les escucho decir, con demasiada frecuencia, que esto es pasado y ya está pagado. Quizás se opongan a la totalidad de la ley acusando al Gobierno y a su presidente de "radicalidad guerracivilista". Me pregunto por qué no es posible una recuperación consensuada de nuestro pasado. ¿No equivale esto a identificarse con una de las dos partes de nuestra historia incivil?

La reconciliación de la transición no nos obliga al olvido. La memoria sin ira, sin afanes vengativos no abre, sino cierra las heridas de la historia. La recuperación personal de nuestra memoria histórica familiar y la compensación consensuada de nuestras deudas con la historia, nos hace más fuertes en los fundamentos de nuestra convivencia.

El País, 14/10/2006

17 de septiembre de 2006

Crímenes Farmacéuticos

En ‘El jardinero fiel’, John le Carré nos describe una trama criminal contra la esposa de un diplomático británico en Kenia, cuando está a punto de descubrir las peligrosas experimentaciones de una industria farmacéutica con seres humanos en África. En sus novelas, este autor inglés acostumbra a situar su genial intriga en un contexto de realidad contrastada. Así lo hizo, por ejemplo, cuando en ‘Nuestro Juego’, nos describió con lúcida anticipación el desastre que se cernía sobre las antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso, superado después por la brutal tragedia chechena.

Pues bien, las denuncias contra las industrias farmacéuticas del planeta deberían motivar alguna reflexión política más de fondo, si no fuera por el ejército de ‘lobbies’ que influyen en todo el mundo para que no se produzca. Los neoliberales, y los fundamentalistas del mercado en general, se oponen hasta la exageración a cualquier intervención del Estado en el libre juego de la oferta y la demanda. En los últimos años, la presencia pública en la actividad económica se ha reducido a aquellos servicios que no interesan al mercado y cuando se trata de servicios básicos para la comunidad (energía, telecomunicaciones, servicios financieros, etcétera) el Estado se limita a intervenir mediante órganos reguladores que tratan de asegurar el interés general, dejando a las empresas privadas la propiedad y la gestión de esos servicios.

Me pregunto a menudo por qué las industrias farmacéuticas están libres de intervención pública y por qué los intereses lucrativos y mercantiles de esas poderosas corporaciones se anteponen e imponen a los intereses generales de la ciudadanía, tratándose, como se trata, de una materia fundamental en el derecho humano por excelencia, que es el derecho a la vida.

En 2001, el grupo de Médicos sin Fronteras (MSF) para el estudio de las enfermedades olvidadas, publicó un informe titulado ‘Desequilibrio fatal’ que impactó a la opinión pública. El informe concluyó que las enfermedades que afectan principalmente a los pobres no tienen demasiadas opciones terapéuticas disponibles y casi no se investigan, a pesar de que afecten de forma grave o mortal a millones de personas y sean potencialmente curables. Las enfermedades que afectan principalmente a los pobres se investigan poco y las enfermedades que afectan sólo a los pobres no se investigan nada. Algunas de estas últimas no tienen opción terapéutica alguna, como la fase crónica de la enfermedad de Chagas, una infección que afecta a millones de personas en Latinoamérica. El título del informe, ‘Desequilibrio fatal’, se refiere al hecho de que sólo el 10% de la investigación sanitaria mundial (la de las compañías farmacéuticas más la de todos los gobiernos y universidades del mundo) está dedicada a enfermedades que afectan al 90% de los enfermos del mundo y el 90% de los recursos sanitarios están dedicados a investigar las enfermedades que afectan sólo al 10% de los enfermos (los del Primer Mundo). Este dato se conoce como ‘desequilibrio 10/90′. Según el mismo informe de MSF, en 2001 la mayor parte de los esfuerzos financieros e intelectuales de la investigación sanitaria de todo el mundo fueron destinados a investigar la impotencia, la obesidad y el insomnio.

El caso de los medicamentos anti-sida en África es otro buen ejemplo de lo que denunciamos. Según informes de la ONU del año 2003, más de 30 millones de personas están infectadas con el VIH en el África subsahariana. En el estado de Botswana, por ejemplo, el 40% de las mujeres están infectadas por VIH, y en el de Lesotho lo está un tercio del total de la población. Por falta de medicamentos antirretrovirales, tres millones de africanos mueren todos los años de sida.

Para el tratamiento de esta inmensa población enferma, es fundamental la industria india de genéricos, que aprovechando determinadas brechas legislativas de la internacionalización de patentes ha venido desarrollando una industria de fabricación de medicamentos genéricos que abaratan a la décima parte sus costes. Pues bien, las multinacionales farmacéuticas han presionado a los países occidentales para reforzar internacionalmente las patentes y a través de diversos acuerdos OMC han conseguido eludir la competencia de los genéricos, de manera que todos los medicamentos creados a partir de 1995 estarán protegidos por las patentes respectivas, con lo que su precio puede encarecerse sin límite, al no tener competencia libre de genéricos.

Teresa Forcades i Vila, una monja benedictina doctora en medicina, ha publicado un pormenorizado estudio de estas denuncias en el nº 141 de los cuadernos de ‘cristianisme i justicia’, el Centro de Estudios de la Compañía de Jesús en Cataluña. El documento es escalofriante, poniendo ante nuestros ojos una situación impropia de una sociedad civilizada.

Se han publicado recientemente varios e importantes informes sobre estas cuestiones. Uno de ellos -ya citado- ‘Desequilibrio fatal’, de Médicos sin Fronteras, y otro surgido como consecuencia de un análisis realizado por una comisión de expertos del Parlamento Inglés (2005). El diagnóstico y las propuestas de medidas planteadas en todos ellos abordan las cuestiones citadas y muchas más. En general se estima que la influencia de la industria farmacéutica sobre las agencias reguladoras públicas es exagerada y perturba la independencia de la intervención pública, en EEUU y en todo el mundo. Se considera igualmente que las compañías farmacéuticas tienen demasiada influencia en la educación médica de la ciudadanía y la agresividad de su marketing contribuye a que se receten y administren medicamentos de forma inadecuada. Se alerta sobre las nuevas técnicas publicitarias de la industria farmacéutica para vender medicamentos inventando enfermedades. Se insiste en la necesidad de que las patentes y otros derechos de monopolio se compatibilicen con la necesidad de atender las enfermedades de los pobres del mundo. Para ello se propone que los gobiernos exijan que los medicamentos sean accesibles y asequibles a los países pobres como condición del dinero público invertido en la investigación o bien que se potencie la producción de esos medicamentos en los países pobres o bien que un organismo internacional -¿La OMS o Naciones Unidas?- elaboren un plan para que las enfermedades olvidadas, como las llama Médicos sin Fronteras, puedan dejar de serlo de verdad. Igualmente se propone a los gobiernos financiar los estudios de alternativas terapéuticas no farmacológicas que la industria farmacéutica ignora porque no le son rentables.

Los informes citados, recomiendan un catálogo enorme de medidas, imposible de resumir aquí. Pero una característica es común a todas ellas: la necesidad de intervención política es un mercado esencial para un derecho -nunca mejor dicho- vital.

El Correo, 17/09/2006

24 de julio de 2006

Precisiones al proceso.

Avanza adecuadamente el proceso de fin de la violencia o por el contrario, estamos rindiendo al Estado frente a ETA? ¿Satisfacción y esperanza, o gravísima preocupación por el rumbo de los acontecimientos? ¿Cuál es el estado de esta cuestión vidriosa y delicada, enigmática y confusa?

La durísima oposición del PP al proceso ha colocado el análisis del asunto en extremos antagónicos. Acompañado de ciertos medios de comunicación y de algunos columnistas y comunicadores, el PP ha desautorizado de raíz todo lo que haya podido hacer el Gobierno antes del ‘alto el fuego permanente’ y todo lo que dice y hace después del 22 de marzo. En el PP hay un cálculo estratégico que, nos guste o no, explica su posición: necesita desbaratar este intento para no perder las próximas elecciones. Pero en su entorno hay muchas personas que están dando crédito a la desautorización que, desde hace ya varios años, viene tejiendo la derecha sobre el presidente del Gobierno y que irresponsablemente está centrada ahora en su gestión del fin de la violencia.

Me gustaría ofrecer algunas precisiones a los que dudan, convencido como estoy de que a los que no quieren que esto salga -los de la rosa y la serpiente-, no hay manera de convencerlos de nada.

Primera: El alto el fuego de 2006 no es una tregua, como las anteriores. La expresión utilizada es distinta y parece cuidadosamente elegida. No ha sido precedida de una ofensiva terrorista, sino de una inédita y prolongada ausencia de violencia y, más allá de la retórica de los comunicados y reportajes de la prensa afín, parece unilateral e incondicionada. ¿Qué refleja todo ello? En mi opinión, que por primera vez, es ETA quien llama a la puerta de la democracia, ofreciendo una salida a su violencia. ¿Y esto por qué? Pues, evidentemente, porque saben que su estrategia ha tocado techo y que están condenados a un proceso lento de paulatina degradación y derrota. El clima internacional después del 11-S, el 11-M en España, la desaparición del IRA, el rechazo de la sociedad vasca, y sobre todo la presión policial francesa y española, junto a la persecución judicial y la ilegalización de su entramado político, les ha llevado a una conclusión incuestionable: o buscan un acuerdo de cierre de su historia, o la historia acaba con ellos. En definitiva, la democracia ha vencido al terrorismo.

Segunda: Si ETA quiere el final, la democracia no puede darle un portazo. Todos los gobiernos lo han intentado, pero ninguno en estas condiciones. Aznar negoció sabiendo que era una ‘tregua-trampa’ y que la base política de la tregua era el Pacto de Estella. González fue a Argel a los pocos meses de uno de los atentados más sangrientos: el de la Casa Cuartel de Zaragoza. Zapatero ha gestionado el alto el fuego porque era su obligación, como lo habría hecho Rajoy si el líder del PP hubiera sido el presidente y hubiera conocido los datos y las informaciones que corresponden al presidente del Gobierno. No hay ninguna razón para desacreditar esa gestión. Al contrario, el balance no puede ser mejor. Tres años y medio sin asesinatos, cuatro meses de alto el fuego permanente, absolutamente verificado en Francia y España, y una ausencia de violencia total y absoluta como jamás habíamos disfrutado. Recuperando la doctrina de Ajuria Enea, ¿no son éstas, acaso, las condiciones que siempre exigimos y nunca se dieron, para iniciar el diálogo?

Tercera: El diálogo es necesario para la desaparición de la banda. ¿He aquí la prueba de la rendición y del deshonor del Estado! ETA debe renunciar definitivamente a la violencia, pedir perdón y disolverse, y luego ya hablaremos, dicen algunos de los más incrédulos y desconfiados. Pero si eso ocurriera, ¿para qué íbamos a hablar con ellos? ¿Qué necesidad tendríamos entonces de hablar con esa gente?

Seamos serios. Todos sabemos que el final de estos fenómenos, aquí y en todo el mundo, exige este tipo de contactos y recorrer estos caminos que afectan a múltiples planos de la disolución de una organización político-terrorista que, desgraciadamente, dura ya más de cuarenta años. Es más, la gestión de esta oportunidad ha merecido el apoyo de todas las cancillerías del mundo, incluidas las de EE UU y Rusia, y muy especialmente de Inglaterra y de Francia. Atención a Francia, que es fundamental en este asunto y no precisamente para que Chirac conteste a las bobadas de Batasuna, sino por razones bien contrarias.

Cuarta: Con todo, ETA no ha desaparecido. Las advertencias sobre experiencias anteriores están cargadas de razón. La metodología de Ajuria Enea (diálogo político una vez constatada la voluntad de abandono de las armas) dibuja una línea demasiado difusa y sinuosa para asegurar que el diálogo conducente a la adaptación de nuestro marco estatutario, no resulta presionado de hecho por la existencia de ETA, aunque sea sólo nominalmente. Por último, se observan todavía demasiadas reticencias y resistencias a la legalización política en los términos establecidos por las leyes, en el mundo sociológico de la izquierda abertzale. Son demasiados años de connivencia descarada en una estrategia que combinaba violencia y política, y que acabó construyendo una subcultura sobre la legitimidad y la utilidad de la violencia, demasiado extendida en sus bases. Al fin y al cabo, la naturaleza esencial del famoso proceso es precisamente esto, es decir: abandonar la violencia y defender sus objetivos, como los demás, sólo con la palabra y con los votos. Todo ello nos debe llenar de prudencia y de espíritu abierto a las críticas y a los consejos que muchos expresan, desde la lealtad del «acompañamiento crítico», como lo llamaba Joseba Arregi en estas mismas páginas.

Quinta: Por eso, el proceso será largo, duro y difícil, como se ha encargado de repetir el Gobierno. Descartada la negativa a explorar esta ocasión y rechazadas las críticas más sectarias a la rendición del Estado y a la traición con que lo descalifican diariamente los emisarios del PP, la cuestión principal estará precisamente en llevar a definitivo e irreversible el alto el fuego permanente y hacerlo con dignidad democrática. También aquí, las metáforas (paz sin precio político) y las afirmaciones generales (nuevo pacto de convivencia, etcétera) son todavía demasiado ambiguas. Y no puede ser de otra manera a estas alturas del proceso. Pero su posterior concreción, constituirá la materia principal de nuestro análisis. Es ahí, en mi opinión, donde deben hacerse valer las posiciones críticas y las firmes defensas de las líneas rojas democráticas. Sólo que, para entonces, algunos habrán agotado ya su capacidad de descrédito y de extremismo político y habrán perdido legitimidad para defender nada, y será una pena, porque les necesitamos.


El Correo, 24/07/2006

2 de julio de 2006

¿Empresas solidarias?

En Colombia, como en toda América Latina, son frecuentes los poblados de chabolas rodeando las ciudades. A unos pocos kilómetros de Cartagena de Indias, la bellísima ciudad colombiana del Caribe, se encuentra uno de ellos: el barrio ‘Nelson Mandela’. No puedo siquiera calcular los miles de personas que malviven en aquellas casuchas de maderas y uralitas, levantadas sobre el suelo de tierra, pegadas unas a otras y sin embargo relativamente bien ordenadas en calles paralelas y perpendiculares, como si de una ciudad se tratara. ‘Nelson Mandela’ está poblado por familias que vinieron del campo a la ciudad y también por miles de desplazados, así llamados en aquel país porque son familias que huyeron de sus pueblos de origen espantados por el horror de la guerilla y de su represión bélica.

Hace unos días que visité la obra social de una gran empresa española en ese poblado. Mil cien niños que acuden a una escuela pública, en parte financiada por un programa de apoyo escolar-educativo y que permite a muchos de ellos aprender a tocar instrumentos musicales, a cantar, a coser, a gestionar pequeñas empresas y a mil cosas más que les preparen para ser útiles en la vida. Muchos niños perdieron a sus padres en la guerilla colombiana, otros muchos viven solos porque sus padres trabajan largas temporadas en Venezuela. Todos son pobres de solemnidad.

Fue emocionante verles en aquellas pobres aulas, uniformados, sonrientes, agradecidos. Aprendiéndolo todo, anhelantes de progreso y de vida. Por cierto, dirigidos por una monja vitoriana, misionera cristiana del Divino Maestro, como otros muchos vascos que recorren el mundo predicando su religión con el ejemplo de su vida entregada a los demás. ¿Sabían ustedes que la mitad de los misioneros de la Iglesia católica en el mundo entero son del País Vasco y Navarra?

La izquierda siempre ha despreciado la caridad. Embelesados por el Estado, e imbuidos de la trascendencia de nuestra tarea transformadora, hemos sido deudores del Boletín Oficial y del Presupuesto público, convirtiéndolos en monopolio de la redistribución social, en el único ‘Leviatán’ de la justicia y la solidaridad. Hace ya mucho tiempo que descubrimos que incluso la mejor política social necesita los tentáculos del voluntariado, de las ONG de miles y miles de ciudadanos, que bien movidos por su fe o por sus principios y valores personales, llegan hasta el último rincón de la necesidad y del excluido. Hace ya mucho tiempo que sabemos que una sociedad cohesionada, cálida, amable, es aquella en la que, a través de múltiples instrumentos, los ciudadanos somos algo más que vecinos y compañeros de trabajo y nos comprometemos con causas ajenas, vertebrando valores de convivencia, expresiones de solidaridad y de interés por los demás, que acaban determinando la calidad ética de nuestras sociedades.

Pues bien, más allá de estas evidencias, la conmovedora experiencia de ‘Nelson Mandela’ nos permite reflexionar sobre el papel de las empresas en la extensión de la solidaridad social. ¿Es que las empresas pueden ser solidarias?¿No es ello ajeno y hasta contradictorio con su naturaleza y con sus fines?

Desde hace unos años, el debate sobre la responsabilidad social de las empresas no ha dejado de crecer. Impulsado por las profundas transformaciones que están teniendo lugar en torno a esta vieja y renovada ecuación que es la relación entre la empresa y la sociedad, este nuevo concepto va tomando cuerpo en la mayoría de los países y en la casi totalidad de las compañías multinacionales. Cada día hay más razones para que las empresas mejoren sus relaciones con su entorno humano, institucional y ecológico, desarrollando políticas sostenibles a través de un diálogo fluido y leal con sus grupos de interés (’stake-holders’) En este amplio e interesante tema de la RSE, la acción social de las empresas, constituye un capítulo de especial importancia.

Por volver al ejemplo de las multinacionales españolas en América Latina, puede decirse que todas ellas (hablamos de las treinta grandes empresas españolas que todos conocemos) realizan una serie de actividades sociales de enorme impacto. Miles de jóvenes licenciados latinoamericanos hacen gratis en España sus cursos de postgrado. Obras de infraestructura pública que el Estado no realiza, se construyen con el trabajo voluntario de los empleados de algunas empresas. En colaboración con ONG españolas o latinoamericanas se llevan a cabo múltiples actividades educativas y sociales. La experiencia de ‘Nelson Mandela’ es una de ellas.

Es verdad que algunas empresas pretenden ocultar con el márketing de sus actividades sociales otras realidades menos presentables en el campo de sus relaciones laborales o en el compromiso medioambiental. Pero no les durará mucho. Las exigencias de la RSE no permiten esos engaños porque hoy en día son muchos los observadores que analizan el comportamiento de las empresas. En la sociedad de la comunicación, las empresas son como invernaderos: todos las miramos y todo se ve. Después, la red de Internet, los múltiples sistemas de información, móviles, televisiones, medios escritos especializados, etcétera, se encargan de transmitirlo todo. Bueno, casi todo.

La pregunta por tanto es: ¿Debemos potenciar y estimular la acción social de las empresas o debemos censurarla como un engañoso telón de fondo de simple reputación corporativa? Para mí la respuesta no puede ser sino la primera. No sólo porque sus iniciativas son objetivamente buenas y producen resultados positivos en multitud de campos a donde no ha llegado la acción del Estado (en el caso latinoamericano de forma evidente, pero también en nuestro país, por ejemplo, con la inserción laboral de la discapacidad). También porque esas iniciativas potencian a las ONG, aportándoles recursos y profesionales muy valiosos y porque muchos proyectos se realizan con el voluntario esfuerzo de los propios empleados de la empresa, lo que extiende muy positivamente el sentido de la solidaridad y del trabajo por los demás, a las grandes plantillas de las grandes empresas.

Hay un dato que corrobora esta argumentación. La inversión de las empresas extranjeras en el Tercer Mundo ha cuadriplicado la ayuda oficial al desarrollo. El famoso 0,7% que ningún país cumple se está sobrepasando si contamos las acciones sociales de las empresas. Si todas las empresas con presencia internacional se comprometen con su entorno y desarrollan programas de cooperación al desarrollo en los países del mundo menos desarrollado, ¿se imaginan ustedes el formidable volumen de ayuda que estaremos gestionando? Si la colaboración de las empresas con las ONG y con los gobiernos locales se generaliza, ¿somos conscientes de la extraordinaria dimensión de solidaridad y de políticas redistributivas que pueden conseguirse? No olvidemos que hablamos de países con infraestructuras públicas muy deficientes; con sistemas fiscales muy rudimentarios, Estados del bienestar inexistentes; con insuficientes sistemas educativos o sanitarios. Son países llenos de necesidades. Si todas las empresas que operan en ellos desarrollan tareas de acción social hacia sus ciudadanos, los beneficios colectivos pueden ser enormes.

Alguien me podría recordar el proverbio de la caña y los peces. ‘Enséñales a pescar y no les des peces’, se dice. Pues justamente de eso estamos hablando. La educación de niños, la formación profesional, los cursos de cualificación postgrado, generan poblaciones capaces de desarrollar esos países, hoy atrasados. Algo parecido a lo que ha venido ocurriendo en España con los cuadros directivos de nuestras empresas en los últimos treinta años y que les han convertido en directivos muy competitivos en todo el mundo. Ignasi Carreras, ex director de Intermón Oxfam, una de las ONG de la cooperación al desarrollo más internacional, señalaba recientemente la importancia de la colaboración entre ONG y empresas en la gestión de la solidaridad y las numerosas sinergias que surgen de ella. «Unas aportan consultoría, las otras experiencia en políticas de RSE», decía. Y añadía: «Hay una presión social creciente para que las empresas tengan beneficios compatibles con los derechos fundamentales y medioambientales. El consumidor está dispuesto a castigarlas. Cada vez habrá más rankings de empresas donde se valore su RSE. La empresa no arriesgará el valor de su marca con actos que puedan desprestigiarla».


El Correo, 2/07/2006

4 de junio de 2006

Bermeo es la anécdota, la clave es la libertad.

Aterricé desde un helicóptero en el campo de fútbol de Bermeo en plenas inundaciones de 1983. El pueblo estaba arrasado por el agua que en caudalosas torrenteras cayó por sus estrechas y empinadas calles hacia los muelles y el puerto pesquero. Yo era entonces delegado del Gobierno y todavía recuerdo el enorme esfuerzo económico que hizo el Gobierno del Estado para ayudar a Vizcaya en aquellos dramáticos años, de catástrofes, terrorismo y crisis industrial.

Del artículo que mi compañero diputado Josu Erkoreka escribía en estas mismas páginas hace unos días obtengo pues una primera conclusión. Aunque en Bermeo no nos quieran, lo cierto es que los socialistas hemos hecho mucho por ese pueblo y más por sus habitantes. Prieto en la República hizo el gran espigón que permitió el desarrollo posterior de su actividad pesquera; el Gobierno de Felipe González se volcó con los miles de damnificados en 1983-1984 y todavía puede añadirse, incluso, que durante los años de la coalición PNV-PSE en el Gobierno vasco fuimos también los socialistas quienes impulsamos las grandes reformas del puerto comercial de Bermeo.

Otra conclusión que debo reconocer es que Don Inda nunca dio un mitin en Bermeo, un error histórico que seguramente he confundido con la famosa y concurrida visita que hizo al pueblo como ministro de Obras Públicas. Y sin embargo los bermeanos cantaban, al parecer, una fea canción contra él. No sé si el ministro del rompeolas de Bermeo se extralimitó en la suspensión gubernativa del Ayuntamiento de la villa, ni cuáles fueron las causas alegadas, pero ya se sabe que de nuestros próceres del siglo pasado no debemos admirarlo todo. Un ejercicio de sana autocrítica debería llevarnos a censurarlos sin complejos en lo que objetivamente se equivocaron. Por ejemplo, como lo hacen el PNV y sus dirigentes con su fundador Sabino Arana, al que, como ustedes saben, critican sin complejos su xenofobia despectiva y clasista para con los pobres obreros 'maquetos' que poblaban las minas de la margen izquierda, su maniqueísmo burdo contra lo español o su retórica racista de la pureza de la sangre vasca.

Pero vayamos al grano. El origen de mi alegato, que provocó la puntillosa historia bermeana del artículo de Erkoreka, es la afirmación de que los no nacionalistas no hemos tenido, ni tenemos todavía, igualdad de condiciones de libertad para defender nuestras ideas y nuestro proyecto para y en Euskadi. Y aunque mi natural conciliador suele llevarme a aceptar razones y matices de mis adversarios, aquí no, aquí me planto y reafirmo la cruel persecución de la que hemos sido objeto y la hostilidad social en la que con mucha frecuencia y en muchos lugares hemos tenido que desenvolvernos. ¿Hace falta que ponga ejemplos? ¿Hace falta que recuerde lo que han pasado tantos y tantos cargos públicos y orgánicos del PP y del PSE-EE hasta hace cuatro días?

Desde principios de los noventa, ETA puso en marcha una estrategia llamada 'oldartzen' (extender el sufrimiento) con la que se pretendía asustar, perseguir y amedrentar a quienes nos oponíamos a sus pretensiones. El anecdotario de las coacciones, ataques personales, amenazas a las familias y al domicilio de concejales socialistas y populares es infinito. Durante los años noventa, la 'kale borroka' fue increíblemente intensa. Incluso durante la tregua de 1998 sufrimos una violencia callejera inusitada y constante. Especialmente en los pueblos de Euskadi. No reivindico para el PSOE y para el PP la exclusividad de las víctimas, pero sí exijo el reconocimiento de que eran ellos los principales blancos de los ataques. Recordar todo aquello puede parecer superfluo a algunos y victimista a otros, pero nadie lo podrá negar. Hay miles de ejemplos de resistencia democrática a esa larga noche de los cristales rotos que asoló Euskadi durante esos años. En aquel periodo, muchos se fueron. Otros abandonaron la política. Nadie se acercaba para militar en las filas de una resistencia heroica, llena de riesgos. Hacer listas municipales era como esculpir en el mármol. Visitar algunas localidades era un ejercicio de logística policial. Dar mítines en algunos sitios era sencillamente impensable. Imposible.

Es a esto, querido amigo, a lo que me refiero cuando hablo de una igualdad de condiciones que todavía no hemos conocido. A un partido que tenía que cerrar sus sedes porque los fascistas nos las quemaban con la gente dentro, como por ejemplo en Rentería casi una docena de veces. Un partido que por miedo, no encontraba a nadie para regentar el bar abierto al público en sus casas del pueblo. Un partido que se vio obligado a cerrar su sede en el casco viejo de Mondragón porque no nos admitían allí y se 'refugió' en una sede ubicada en un barrio de la periferia, donde viven inmigrantes extremeños o castellanos. Unos militantes que no podían recorrer determinadas calles de Hernani, o de Algorta o de la parte vieja donostiarra. Un partido que se veía atacado en sus símbolos, en sus sedes, en las personas que lo representan y que acaba refugiándose en su cascarón protegido por la Ertzaintza y aislado así de la ciudadanía. Un partido acosado por carteles, panfletos, calumnias, llamadas telefónicas, cócteles molotov. ¿Quieren que siga?

Porque lo peor estaba por venir. Hasta el año 2000 la presión era asfixiante. Pero después del Pacto de Estella, la presión fue asesina. Simplemente decidieron matarnos. Eliminarnos físicamente porque estorbábamos a sus planes totalitarios. Empezaron por Fernando Buesa y terminaron con un pobre jubilado de Orio, Juan Priede. Hubo un día en que pretendieron matar a toda la cúpula del PP vasco. En el cementerio de Zarautz quisieron asesinarlos a todos mientras recordaban a un compañero concejal de aquel municipio asesinado un año antes. ¿Hace falta explicar lo que supuso esto para estos partidos? ¿Es que no lo sabe todo el mundo? Miles de escoltas día y noche; sedes blindadas; tensiones familiares; cambios de ciudad, abandonos, aislamiento, sufrimiento.

Pueden recordarse anécdotas y puntualizaciones históricas de Bermeo, pero de ahí a negar la consistencia, la veracidad y la justicia de mi argumento, hay un trecho infranqueable. Quienes no somos nacionalistas hemos sufrido una persecución cruel y una hostilidad social insoportable. Basta ya de mentiras sobre conflictos históricos de hace mil años y sobre mitos victimistas de opresión a Euskadi. Aquí el único pueblo que desde hace muchos años sufre 'apartheid', discriminación social, dictadura y ocupación militar, (palabras todas ellas muy queridas y manoseadas por algunos nacionalistas) son las víctimas que han sufrido el desgarro de la violencia y quienes sienten la presión terrorista.

Otra cosa es saber si en igualdad de condiciones, la sociedad vasca, después de la violencia, será más o menos nacionalista. Si, como yo digo, el gradiente identitario se templará o no. Acepto que esto es una incógnita. Pero, ¿por qué no esperamos a verlo? Si tan seguros están los que alegan una mayoría favorable a la independencia (tipo Montenegro) ¿por qué quieren obtenerla en la mesa de partidos y asegurarla después en una consulta tramposa, preñadas ambas del precio a la paz? ¿Por qué no esperar a que los ciudadanos se sientan libres de verdad, sin esa tentación acomodaticia a ubicarse bajo el paraguas protector de un nacionalismo dominante del poder político y social? Ya lo dijo Kafka, «en tu lucha contra el resto del mundo, te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo».

No, querido Erkoreka, no pretendo evitar, ni me importa, que Bermeo siga siendo nacionalista toda su vida. Lo que quiero es que conquistemos la paz y con ella la libertad igual para todos. Y después, que hablen las urnas muchos, muchos años y que seamos lo que el pueblo quiera.

El Correo, 4/06/2006

21 de mayo de 2006

Navarra en el corazón.

Todos conocemos la importancia sentimental y política que los nacionalistas vascos conceden a Navarra. Son innumerables sus citas al viejo reino como el embrión de soberanía política del proyecto nacionalista. Navarra en el origen del viejo pueblo vasco y la aspiración última de integración territorial. Navarra como objeto de culto, casi religioso, a la mítica Euskal Herria. Navarra como un deseo político confeso para tener un espacio físico y económico imprescindible en un perspectiva geográfica y en unas coordenadas cuantitativas de país. Por eso, no es extraño que el nuevo tiempo abierto con el cese de la violencia haya producido una verdadera carrera especulativa sobre el futuro de Navarra en los procelosos y previsibles diálogos que se aproximan.

La cuestión Navarra fue tratada, en la configuración autonómica y constitucional, con especial delicadeza. El equilibrio final se logró mediante una modernización del régimen foral navarro que la constituyó en comunidad autónoma propia, equiparada al primer nivel del autogobierno de las comunidades mal llamadas históricas (art. 151 de la Constitución espñola). Paralelamente, a través de una disposición transitoria, se contempló la posibilidad de incorporación de Navarra a una Comunidad Autónoma Vasca ampliada, si en una consulta expresa a la ciudadanía navarra, convocada por el Gobierno foral, así se decidiera. De manera que los constituyentes contemplaron una posibilidad potencial de unión vasco-navarra, si la evolución de un proceso, desconocido entonces, lo hacía aconsejable o necesario con sujeción a unas reglas tan democráticas como excepcionales.

¿Qué ha ocurrido desde entonces? En esencia, dos grandes pulsiones antagónicas han ido configurando la realidad actual. De una parte, el nacionalismo vasco no ha ocultado su aspiración de integración de Navarra en Euskadi, con mil gestos, algunos cargados de significado simbólico -como aquella previsión de escaños en el Parlamento vasco para los futuros parlamentarios navarros-, y diferentes propuestas de relación institucional que favorecieran la integración social y cultural como adelanto de la integración política. La punta de lanza de esta estrategia la ha sostenido ETA, con una acción terrorista encaminada a conseguir ese objetivo a través del chantaje, la extorsión y el asesinato de quienes se oponían a sus pretensiones. No hace falta decir que el anexionismo nacionalista vasco ha sido respondido en Navarra con un reforzamiento navarrista, que ha ido cristalizando en una amplia mayoría ciudadana, opuesta a cualquier consideración política unitaria de ambas comunidades.

Lo cierto es que, veinticinco años después de esta experiencia, las pulsiones políticas antagónicas siguen tan vivas como siempre y la sociedad navarra sigue atravesada por esta cuestión nuclear. Esto se ha puesto de manifiesto en el cruce de declaraciones que ha suscitado el 'alto el fuego' de ETA. Quien primero ha alzado la voz ha sido el presidente navarro, Miguel Sanz, que parece decidido a liderar un navarrismo foral, tan legítimo como el vasquista, pero cargado, en esta ocasión, de oportunismo y extremismo políticos. Me explicaré.

Oportunismo político es especular, sin base alguna, sobre un supuesto acuerdo con ETA en torno a Navarra, entre las condiciones del cese de la violencia. Eso es ponerse una aparatosa venda sobre una herida inexistente. No niego que Navarra vaya a ser objeto de diálogo, porque sería ingenuo hacerlo. Pero, con la misma objetividad, aseguro que nadie ha pactado nada y afirmo que es imposible hacerlo sobre Navarra, en sentido contrario a la realidad sociopolítica Navarra. El presidente navarro y la coalición política que representa han hecho una sobreactuación política, cargada de interés partidario, para nuclear en sus siglas la opción navarrista, intentando, de paso, sembrar dudas, en terreno tan sensible, sobre su oposición socialista.

Pero hay también una tendencia extrema en esta actitud que se expresa con antinatural beligerancia hacia lo vasco en Navarra. Somos comunidades vecinas y como todas las que lo son, tenemos intereses comunes en múltiples materias: infraestructuras, medio ambiente, proyección exterior, economía, etcétera. Tenemos una historia muy próxima de recuerdos, y eventos que nos marcaron por igual. Migraciones mutuas que construyen realidades familiares cruzadas, impactos culturales mutuos, una lengua común, además del castellano y un futuro por hacer desde el respeto y el reconocimiento recíproco, pero también desde una comunidad de intereses incuestionables. Enarbolar las banderas de una Navarra negadora de esta evidencia es tan injusto como poco inteligente. Lo uno porque condena al silencio a una parte del país, aunque sea muy minoritaria, y lo segundo porque enquista la fractura sociopolítica de la comunidad.

Sin embargo, al presidente navarro le han acabado dando un poco la razón sus adversarios políticos más extremos. Efectivamente, Batasuna ha hecho pública su propuesta sobre Navarra, en un ceremonioso acto en Pamplona, el sábado 6 de mayo, situando 'la cuestión navarra' en el corazón de sus reivindicaciones. Lo mismo que hacía, por cierto, José Elorrieta -secretario general de ELA-, en una entrevista en EL CORREO ese mismo fin de semana. La pretensión de integrar a Navarra en Euskadi es legítima, pero imposible. La razón es clara, una mayoría abrumadora de los navarros (entre un 70% y 80%) quiere ser comunidad foral. Contra esto no hay razón ni negociación alguna.

Los que pretenden que el PSOE cambie su posición y recomiende esa integración, como consecuencia de no sé qué intereses ó negociación futura, no comprenden que un partido no puede hacer lo contrario de lo que demandan sus electores, a riesgo de suicidarse. Tampoco valen trucos de malabarismo político como los que proponen algunos. Hacer una única mesa de diálogo político, incluyendo la representación política de Navarra, es meter artificiosamente, como tema central del diálogo político, lo que es una reivindicación de parte, en un foro en el que las fuerzas políticas vascas no puedan decidir porque no tienen ninguna legitimidad democrática para ello. Tampoco es posible 'la consulta', como la pretenden estos malabaristas tramposos. El futuro de Navarra sólo les corresponde a los ciudadanos navarros en una consulta que sólo puede convocar el Ejecutivo foral y en la que sólo deben y pueden participar los ciudadanos de Navarra. No caben 'consultas' como consecuencia del fin de la violencia, es decir, que impregnen de un precio político a la paz, ni mucho menos, en el conjunto de la población del País Vasco y Navarra, con objeto de diluir y aplastar el 'no' navarro con el 'sí' nacionalista vasco. Aquí nadie se chupa el dedo y ya somos muy mayores como para que pretendan engañarnos con esos trucos.

Yo soy hijo de navarros, como muchos vascos. Confieso un afecto muy especial a Navarra y a los navarros. Me gustaría que la paz abriera un espacio a la colaboración y al entendimiento, desde el reconocimiento mutuo, de nuestras dos comunidades. Es más, acepto cualquier destino en el futuro y considero razonable dejar abiertas las puertas a todas las posibilidades. Pero exijo el respeto a las reglas y a la democracia. Navarra en el corazón, sí, pero respetando a los navarros, por favor.
EL Correo, 21/05/2006

26 de abril de 2006

Fútbol y prostitución.

Reconozco que las teorías abolicionistas de la prostitución han perdido la batalla. Los que defienden la ignominia de ese trato humillante y alegan la explotación social que se deriva de este pacto mercantil han tenido que rendirse a la evidencia de lo que otros, con dudosa base histórica y demasiado machismo, llaman 'el oficio más viejo del mundo'. Incluso, reconozcámoslo, las políticas de regulación pública de esta actividad están cargadas de razones y de sentido común, cuando se parte del hecho incontrovertible de su existencia.

Pero una cosa es saber que esta práctica, oficio o mercado, llámenlo como quieran, existe, y otra muy diferente es que se organice como una auténtica y masiva trata de blancas ante los ojos del mundo entero. Esto es lo que va a ocurrir en Alemania a lo largo de los treinta días del Mundial de fútbol, entre el 9 de junio y el 9 de julio de este año. Doce ciudades alemanas acogerán a tres millones de espectadores venidos del mundo entero. La mayoría, hombres. Numerosas organizaciones no gubernamentales tratan de alertar a la opinión pública sobre la llegada de mujeres y jóvenes, víctimas de este inmenso mercado o víctimas directamente de un delito de comercio con seres humanos. Esas mismas organizaciones estiman que entre 30.000 y 60.000 mujeres llegarán 'importadas' de países de la Europa Central y de la Europa del Este y serán explotadas con fines sexuales. Muchas de ellas, engañadas, creyendo que son contratadas para empleos de servicios en bares y restaurantes, y siendo en realidad obligadas a prostituirse.

Esta especie de globalización del sexo amenaza con invadir la privacidad de nuestra más absoluta intimidad y convertir la prostitución en un acto normalizado de nuestra vida social, como quien compra unas botellas de licor en un hipermercado. Calles enteras dedicadas al sexo, burdeles móviles, sexo con garantías de higiene, ofertas de sexo en los periódicos, en la televisión, en todas las concentraciones masivas. ¿O es que alguien duda de que se colocarán cartelitos en los limpiaparabrisas de los coches y se repartirán panfletos en los pasos de cebra? Se podrían hacer miles de chistes, si no fuera tan trágico.

Un complejo sexual de 3.000 m2, llamado 'Eros-Center', ha sido ya construido en las proximidades del Estadio Olímpico de Berlín. Tiene 650 cabinas de 'prestaciones', incluyendo duchas y preservativos. En Colonia también han previsto lo que llaman 'performance-boxes', que contiene cabinas con cama, ducha y distribuidor de preservativos. Dortmund ha optado por el 'drive-in', un discreto y cómodo acceso en vehículo, en los alrededores del estadio.

La relación entre el fútbol y la prostitución viene de lejos. Forma parte de una cierta liturgia en muchos desplazamientos de aficionados. Es como una fórmula complementaria: fútbol, alcohol y sexo. La fórmula del elixir siempre acierta: si el equipo gana, para celebrarlo; si pierde, para consolarse. Hasta aquí nada nuevo. Pero que al mercado, esa maravillosa maquinaria de atribución de recursos y servicios, como diría un economista liberal, se incorpore la oferta de sexo en masa, casi como en una fábrica, en las proximidades de los estadios, ofreciendo a miles de aficionados pasar por 'la cabina', me parece no sólo una ofensa al buen gusto, sino una despreciable publicidad a la generalización de una conducta socialmente dudosa y en todo caso íntima y privada. A nadie se le oculta que las prostitutas lo son por necesidad y que ese pacto mercantil trasluce una explotación humana, para muchos intolerable con su conciencia. Pues bien, que estos grandes centros del sexo, con sus luces parpadeantes y sus siluetas insinuantes, acompañen masivamente a las concentraciones futbolísticas en las que, no lo olvidemos, hay de todo, es decir, familias, niños, chicas, etcétera, me parece una relación indeseable. Algo parecido a lo que ocurría no hace muchos años en la Casa de Campo de Madrid, cuando las chicas subsaharianas se paseaban provocativamente, cerca de los niños que acudían al parque de atracciones.

Con todo, eso no es lo peor. Lo peor es que, con toda seguridad, esa oferta de sexo masivo está basada en un gigantesco delito de trata de seres humanos. Lo que nadie puede olvidar, haga lo que haga con su vida y piense lo que piense sobre este tema, es que mafias organizadas internacionalmente están engañando a miles de mujeres castigadas por la vida y el azar de haber nacido en países pobres. Al igual que esos pobres subsaharianos que recorren miles de kilómetros para embarcarse en una patera, en una angustiosa apuesta entre la vida y la muerte, muchas de estas mujeres se comprometen con organizaciones mafiosas para salir de la miseria y de una vida sin futuro.

El tráfico de mujeres y jóvenes es un delito, claro está. Su persecución corresponde a los Estados y a sus servicios de seguridad. Me pregunto por qué no se evita este tráfico humano masivo. Si el tráfico fuera de armas, ¿creen ustedes que sería posible? A España vienen mujeres del Este, todos lo sabemos. Vienen de Brasil y de otros países latinoamericanos por miles. Hay cientos de proxenetas en contacto con las mafias para alimentar cientos de clubes de alterne. ¿Hacemos lo suficiente para evitar este tráfico creciente de seres humanos? Hay una estadística aterradora para acreditar lo que digo: Moldavia tiene como principal producto de exportación a sus mujeres. Son ellas su principal fuente de divisas.

La cuestión es peliaguda y difícil. Si nos colocamos en una posición tajante contra estas prácticas, indefectiblemente acabaremos adoptando medidas abolicionistas, sancionadoras incluso contra quienes compran sexo, como los que reclaman que se fotografíe a quienes entran en los clubes de prostitución. Es la consecuencia lógica para quienes conciben este tráfico como una ofensa a la dignidad humana, o para quienes vemos en él una inaceptable explotación económica de unos seres sobre otros. Pero, ya lo he dicho antes, esto parece irreal y son mayoría los que proclaman actitudes más tolerantes con esta práctica 'voluntaria' y protestan contra el intervencionismo prohibicionista de los gobiernos.

Pero los que preconizan la legalización plena y la regulación sociosanitaria de esta práctica deben reconocer, a su vez, que estas medidas estimulan el mercado de la prostitución y en consecuencia aumenta la demanda (de hombres, naturalmente) y se fuerza la oferta (de mujeres pobres) y el círculo se cierra con el aumento exponencial del delito de tráfico de seres humanos en la sociedad de la globalización y de los grandes movimientos migratorios. Todas las estadísticas y las experiencias de la regularización de la prostitución lo han evidenciado. Para muestra, un botón. En el Estado de Victoria, en Australia, se legalizó y regularizó la prostitución en 1994. Pues bien, en diez años pasaron de tener setenta burdeles registrados a cien legalizados, pero se contabilizaron cuatrocientos más no registrados. El caso que estamos comentando de Alemania es más que evidente, pero fenómenos semejantes se han producido ya en otros países en los que ha habido grandes concentraciones deportivas (fútbol y olimpiadas principalmente).

La cuestión ha sido objeto de una interesante resolución del Consejo de Europa. El pasado 12 de abril, representantes de cuarenta países de Europa y sus vecinos, aprobamos una serie de resoluciones que conviene conocer:

-Pedir a todos los países que ratifiquen la Convención del Consejo de Europa sobre la lucha contra la trata de seres humanos

-En el marco de esa convención, los Estados deben garantizar a las víctimas asistencia, protección y un «plazo de reflexión» (normalmente de treinta días) para decidir su vuelta al país de origen.

-La creación de células multilingües de información, acogida de víctimas y tratamiento policial de esas mujeres como víctimas y no como inmigrantes ilegales.

-Comprometer a los ayuntamientos y comunidades en la lucha contra la trata de seres humanos.

-Demandar a la FIFA para que se integre en la educación cívica del mundo del fútbol contra estas prácticas y se implique en la persecución de la trata de mujeres.

-Demandar igualmente a los líderes mediáticos del fútbol especialmente a los futbolistas profesionales que denuncien la trata de mujeres para la prostitución y su relación con el mundo del fútbol.

En fin, el debate hoy no es entre la legalización de los servicios sexuales y su prohibición pura y simple. El problema de hoy es que la dicotomía autorización/prohibición está atravesado por un problema dramático: la trata de mujeres para su prostitución. Ése es el problema que ha hecho saltar alarmas y que reclama una acción urgente de los gobierno dignos. Pero, a la postre, no se equivoquen, tenemos un dilema de moral social y de ética personal para decidir si una sociedad digna debe admitir o no una práctica que genera el viejo y odioso delito de la esclavitud humana.

14 de abril de 2006

Tentaciones peligrosas

Hemos entrado en la última fase: el final de la violencia. Mirado desde la atalaya de treinta intensos y trágicos años, el terrorismo de ETA parece abocado a su final. El Pacto de Ajuria Enea, a finales de los ochenta, la colaboración francesa, la eficacia policial, el espíritu de Ermua, la acción judicial y el pacto por las libertades, entre otras muchas cosas, nos han conducido a la victoria de la sociedad vasca y de la democracia española. Abordamos ahora una tarea delicada, en la que las virtudes democráticas deberían ayudarnos a vencer algunas tentaciones peligrosas. Hay muchas que ya se observan: la ansiedad y la prisa exageradas por dar pasos y tomar medidas cuyo ritmo sólo el tiempo aconseja; los protagonismos y cálculos partidarios, legítimos pero mezquinos ante la grandeza de la causa, y otras muchas, que la brevedad de estas líneas no permiten comentar. Me detendré, sin embargo, en dos que me parecen nocivas.

La primera es la que parte de un falso supuesto: ETA ha sido derrotada y lo único que cabe es esperar a que renuncie definitivamente a la violencia y entregue las armas. Cuando lo haga y pida perdón tomaremos medidas para con sus problemas humanos. Sólo entonces podrán incorporarse a la democracia. Quienes piensan así, desconocen los complejos meandros de estos asuntos y su escabrosa realidad. Tan verdad es que ETA ha perdido su guerra como que podría continuarla bastantes años más. Por supuesto que ello ahondaría la derrota de su gente y de su causa, pero si podemos evitar un final largo, caótico y descontrolado, no exento de violencia, debemos intentarlo. Naturalmente, lo que hagamos para ello debe corresponder a lo que legal y legítimamente cabe en el Estado de derecho, pero sin duda hay mucho margen en la democracia para buscar la paz en el contexto creado después del "alto el fuego permanente". Por eso tiene interés recordar la inteligente, aunque pueda parecer ambigua, frase de Zapatero: "No habrá precio político por la paz, pero la política puede ayudar al fin de la violencia".

Puede haber una tentación política en quienes se arrogan la dignidad de la democracia o apelan a la memoria de las víctimas para oponerse a dialogar y acordar la definitiva renuncia a la violencia. Bajo esas apelaciones bien se puede esconder una actitud interesada en que el proceso no avance, atando de pies y manos al Gobierno en la gestión de esta delicada fase final de ETA. Veamos dos ejemplos. Un acercamiento progresivo de los presos de ETA a cárceles cercanas al País Vasco ayuda, y mucho, a que "el alto el fuego permanente" sea para siempre. A su vez, la relegalización de Batasuna, naturalmente asumiendo las exigencias de la Ley de Partidos, favorecerá la apuesta por la política que se intuye en el abandono de las armas. Si el primer partido de la oposición se opusiera a tales medidas, cuando sea necesario adoptarlas, por considerarlas inoportunas o precipitadas, estaría mostrando una discutible voluntad de colaboración en el proceso de paz.

De manera que esta primera tentación peligrosa debiera evitarse con algo que se llama lealtad. Los partidos democráticos, y el PP más en particular, pueden ejercer su colaboración crítica y controlar los pasos que acordemos dar en la búsqueda del final definitivo, pero lo que no sería admisible es que alimenten el discurso de la intransigencia y el inmovilismo, impidiendo de hecho una gestión proactiva y dialogada de ese final.

Hay otro riesgo más plausible. Es el que se deriva de una pretensión del nacionalismo vasco que sigue presente en nuestro paisaje político. El lehendakari, acompañando de EA y Ezker Batua en su Gobierno, siguiendo la filosofía de los inventores del Pacto de Estella, sigue empeñado en "la acumulación de fuerzas nacionalistas" para imponer un determinado estatus jurídico-político a los no nacionalistas y a España, aprovechando el final de la violencia. La precipitación y las prisas por constituir una mesa de partidos en la que se "acuerde" una solución al conflicto político vasco, que sea sometida a consulta de la ciudadanía vasca, en el filo de la paz, es una carga de profundidad a la democracia, un fraude a la pluralidad vasca y un nuevo intento tramposo de obtener beneficios políticos, esta vez por la renuncia a las armas.

Ellos saben que ETA mantiene todavía una cierta amenaza, una especie de espada de Damocles, mientras no anuncie la renuncia definitiva a la violencia y saben también que en estas circunstancias cualquier acuerdo político estaría preñado de sospechas sobre supuestas concesiones por dejar de matar. ¿Dónde queda aquí la memoria de las víctimas y la causa por la que les mataron? Si se trata de hacer concesiones políticas en el último momento, ¿por qué no las hicimos antes para evitar su muerte?

Pero no es sólo esto, es que la mesa de partidos que dialoga hasta encontrar un acuerdo mientras ETA no ha desaparecido definitivamente es una negociación bajo amenaza, democráticamente inaceptable. Se supone que sólo cuando a ETA o a sus representantes les valga la "solución" se producirá la definitiva renuncia y abandono de la violencia. A su vez, y para evitar que la legalidad española pueda objetar tal solución, se convoca una consulta previa a la ciudadanía vasca en la que la confusión ventajista de un sí a la paz legitimaría una propuesta identitaria en clave nacionalista (desde la autodeterminación a la libre adhesión).

No lo vamos a aceptar. El conflicto vasco no se arregla con más nacionalismo, sino con más democracia. Lo que queremos recuperar con la paz es la libertad para defender nuestras ideas los que no hemos podido hacerlo en 20 años largos de presión terrorista. El diálogo político vasco no es para que algunos recojan las últimas nueces del último empujón, sino para que acordemos reglas de convivencia que garanticen que los vascos votemos siempre en paz y en libertad, y mi intuición me dice que, en paz y en libertad, el gradiente nacionalista será distinto. O dicho de otro modo, crecerá la pluralidad.

Personalmente no cuestiono las mesas, ni el diálogo político. A lo que me niego es a un final predeterminado en el marco de las viejas reivindicaciones nacionalistas. Lo que reclamo es que el final del diálogo sea respetar las reglas de una convivencia plural en la que todas las opciones democráticas sean legítimas y políticamente posibles, pero en la que todos tengamos iguales derechos para defenderlas. La solución del conflicto vasco, incluso en la concepción nacionalista del conflicto, no está en que una parte del país lo configure a su imagen y semejanza, sino en que seamos capaces de vertebrar una amplia mayoría de vascos en torno a un proyecto común. Eso son soluciones y lo demás son tentaciones antidemocráticas.


El País.14/04/2006