Sobre los resultados electorales de Cataluña el pasado 1 de noviembre, ya está dicho casi todo. Sobre el futuro Gobierno de Cataluña, lo dirán quienes tienen la palabra para ello, aunque sea evidente la reedición del tripartito, impelidas las tres fuerzas que lo componen a hacer buena una apuesta en la que se concentran sus únicas estrategias. PSC, Esquerra e Iniciativa parecen condenados a intentarlo de nuevo, movidos esta vez por un propósito de enmienda sincero y obligado, a la vista del castigo electoral sufrido por las dos grandes fuerzas que lo componen.
No es mi intención, sin embargo, especular sobre ésta y otras hipótesis, ni sobre sus consecuencias en la gobernación española de los próximos años. He mirado a Cataluña desde Euskadi para analizar diferencias y semejanzas sobre las que es útil reflexionar. Cataluña es, en primer lugar, una comunidad más articulada, más vertebrada, mejor construida desde el punto de vista de su integración social y política. Naturalmente, hay un abanico identitario y una pluralidad ideológica, pero la columna vertebral del país es gruesa y ampliamente mayoritaria, al tiempo que los perfiles más extremos de los sentimientos de pertenencia son muy minoritarios. Bien podría decirse así que el catalanismo, que configura a casi el 80% del electorado, estructura una sola comunidad, cohesionada en torno al autogobierno de Cataluña (más o menos intenso, eso sí), a sus símbolos, a la pertenencia natural a España desde un autogobierno muy reafirmado política y culturalmente, al catalán, a su historia, y al proyecto común en Europa, entre otras muchas cosas.
En Euskadi, sin embargo, los signos de vertebración social, política y cultural de los vascos son más tenues o más disputados, desde posiciones más antagónicas. La parte central del abanico identitario es más débil y está más tensionada por fuerzas extremas, antinacionalistas unas o nítidamente antiespañolas las otras. Por una serie de razones históricas, no tan lejanas, la comunidad vasca es más bien una comunidad de dos expresiones identitarias, muy definidas, con fuertes caracteres antagónicos, exacerbados por el terrorismo y por otras viejas disputas internas entre las que cabe incluso citar las influencias de los llamados territorios históricos. Ocurre así que signos identitarios que deberían unirnos en nuestra definición sociopolítica como el Estatuto, la ikurriña, el euskera o la selección vasca de fútbol resultan cargados de tanta conflictividad que más destacan por sus connotaciones divisorias que por sus capacidades de referencia y de cohesión social. Los últimos diez años de la política vasca, particularmente desde el Pacto de Lizarra y la liquidación de la transversalidad de los acuerdos nacionalistas-socialistas, han acentuado gravemente estos síntomas.
En este contexto se explica otra notable diferencia entre nuestras dos comunidades. La negociación del nuevo Estatuto de Cataluña ha estado impregnada de un notable pragmatismo político y económico. El Parlamento de Cataluña quería un nuevo Estatuto que garantizara un autogobierno pleno y máximo, con la mejor financiación para Cataluña. He negociado ese Estatuto y hablo con conocimiento de causa. Cataluña, todas sus fuerzas políticas, querían definir las competencias, para asegurar que el Estado no las invadiera mediante instrumentos legislativos básicos. Querían, y así lo han hecho, precisar todas las funciones competenciales. Querían un nuevo espacio autonómico para la Justicia. Querían un amplio capítulo de derechos y deberes para los catalanes. Querían llevar al Estatuto la cooficialidad del catalán. Querían un capítulo estatutario adaptado a la UE y a la acción exterior de Cataluña. Querían mejor financiación.
¿Qué queremos los vascos? ¿Qué negociaremos los vascos con el nuevo Estatuto? De nuevo aquí surgirá la reivindicación esencialista e histórica. La soberanía, el ámbito vasco de decisión y otros referentes del imaginario nacionalista (Navarra, Iparralde, etcétera) estarán a buen seguro en el temario de las fuerzas políticas de ese signo, haciendo muy difícil, por no decir imposible, un terreno común de diálogo y de acuerdo a la pluralidad identitaria vasca, abocada por esa vía a las dos comunidades.
El juego de alianzas y el marco de relaciones políticas entre los partidos difiere también notablemente. CiU y PNV han ejercido un papel semejante, como tractores de la reivindicación nacionalista y protagonistas principales de la configuración del autogobierno respectivo. Pero CiU se ha desgastado mucho más. Después de varias mayorías absolutas, su fuerza electoral parece limitada a una mayoría relativa a más de veinte escaños de la absoluta, lo que le obliga a unas alianzas imposibles. Imposibles con el PP porque les contamina e imposibles con Esquerra porque el rechazo a CiU en ese partido es bastante más profundo de lo que algunos piensan. De hecho, la enemistad ideológica de Esquerra, PSC e Iniciativa hacia CiU es manifiesta y las tensiones personales son casi patológicas. Así puede deducirse, entre otras cosas, del proceso negociador del Gobierno catalán de estos días.
El PNV, sin embargo, no se ha desgastado, tras más de veinticinco años de poder ininterrumpido. Sus relaciones con todo el espectro político son buenas y puede pactar con cualquiera, incluso con el PP puntualmente, aunque no de manera estable. Su ubicación ideológica es más centrada que la de CiU y el interclasismo demócrata-cristiano les permite ocupar con naturalidad amplios espacios del centro-izquierda, aunque algunos se empeñan en esgrimir contra ellos el viejo tópico de la 'derecha vaticanista'.
Por último, una referencia a Ciudadanos. Me sorprendieron esos noventa mil votos a unos desconocidos. ¿Qué los motivó? ¿Cuáles son sus verdaderas banderas? Probablemente estamos ante una mezcla de motivos diversos. Excesos con el catalán en la inmersión lingüística educativa y en la política lingüística hacia la población. ¿Un catalanismo demasiado nacionalista? ¿Un nacionalismo demasiado separador? Algo de protesta antipartidos.
Muchas pueden ser las causas de esta erupción democrática que representa Ciudadanos, pero hay algo que genuinamente les representa. Es un cierto hastío del debate identitario, surgido desde una cultura progresista que proclama la reivindicación de ciudadanía y reclama la libertad individual para ser incluso iconoclasta para con los mitos, las banderas y los fundamentos del nacionalismo particularista. Seguramente los precursores intelectuales de este movimiento (Carreras, Boadella, Azúa, Espada, etcétera) habrán construido con mejores palabras y argumentos su filosofía 'ciudadana', pero ésta es mi particular definición. ¿Es esto un primer paso de un movimiento más potente? ¿Habrá candidaturas en otras comunidades? ¿Las habrá en Euskadi? Objetivamente, hay ingredientes en Euskadi como para que un movimiento semejante pueda generarse, con otros matices y quizás con un mayor componente constitucionalista. Alguien puede iniciar la aventura para pescar en las aguas del PP y del PSOE. Con todo, creo que, también aquí, será distinto. Los espacios políticos de los dos partidos son más firmes y el éxito electoral de los pequeños, más difícil. Además y en todo caso, sería algo coyuntural, aunque el mensaje político de esos votantes golpea ya nuestras puertas.
El Correo, 8/11/2006.