Ha habido muchas revoluciones a lo largo de la historia. La mayoría fracasaron, bien porque no alcanzaron los objetivos que las motivaron, bien porque en su conquista produjeron males superiores a los beneficios que buscaban, bien porque en su desarrollo acabaron destruyendo o traicionando sus propios ideales. Si alguna merece ser reconocida como tal, es decir «un cambio brusco e importante en el orden social, económico o moral», ésa es la revolución feminista.
Hemos celebrado este año el setenta y cinco aniversario del reconocimiento en España del derecho al voto de las mujeres. De aquella gran conquista de nuestro periodo republicano a la próxima Ley de Igualdad que aprobaremos en las Cortes estos próximos días, en la que, por ejemplo, se propone la progresiva incorporación de las mujeres a los consejos de administración de las empresas, media un abismo de tiempo y de progresos. ¿Insuficientes todavía? Quizás, aunque imparables e irreversibles, además de cuantiosos. Que reconozcamos la existencia de importantes aspiraciones de la igualdad entre los sexos, todavía no alcanzadas, no nos debe impedir resaltar los importantes avances que se están produciendo de manera constante y unidireccional. Sin ir más lejos, y aunque a algunos les pueda parecer nimio, el Estatuto de Andalucía recién aprobado en el Congreso, ha incorporado un lenguaje no sexista, gramaticalmente dudoso pero, en materia de género, rabiosamente igualitario.
La evolución de la sociedad española en estos últimos veinte años es una buena muestra de la conquista de la igualdad. Basta examinar tres parámetros irrefutables: el mayor número de mujeres que de hombres en la Universidad (aunque persisten algunas reticencias culturales en el acceso femenino a determinadas carreras), el número de mujeres en el mercado de trabajo (todavía inferior a la tasa de actividad masculina, aunque avanzando inexorablemente, si recordamos por ejemplo que en los treinta últimos años el número de mujeres ocupadas en España ha pasado de 3,6 millones a 8,1, es decir, que hoy trabajan cuatro millones y medio de mujeres más que hace treinta años en el mercado laboral) y por último el número de mujeres en la actividad pública (ayuntamientos, parlamentos, gobiernos, etcétera), que desde comienzos de los 80 se ha multiplicado sucesivamente, acercándose a porcentajes próximos a la igualdad (entre 30% y 40% de media). El Gobierno paritario de Rodríguez Zapatero ha sido la última y significativa decisión en esta dirección.
Que el Gobierno tiene como número dos a una vicepresidenta 'feminista' es algo sabido. Pero quizás lo sea menos que está encabezado por un presidente que ha insertado la batalla de la igualdad de géneros en el corazón de su política 'republicana', entendiendo por tal la democracia constitucional, es decir, un orden político estable y seguro, regido por la ley y una comunidad política de libertades y de justicia en la que se estimulan las virtudes cívicas y los bienes públicos ('solidarity goods'). Es en ese modelo en el que se insertan algunos perfiles de lo que Zapatero ha llamado 'el socialismo de los ciudadanos', aunque el entorno de esa idea esté todavía insuficientemente configurado.
Pero es en ese marco, insisto, en el que Rodríguez Zapatero ha insertado una decidida política de igualdad de géneros que ha tenido y tiene en la Ley de Igualdad su marco general. Dos ideas destacan en esta ley que resultan controvertidas y objeto de polémica. La primera es el establecimiento de la obligación legal de representación igual de mujeres y hombres en todas las listas electorales. Como se sabe, este objetivo se pretende mediante la exigencia del 40-60 en todas las listas electorales de todos los partidos y en todas las elecciones, es decir, que ninguno de los sexos esté representado por debajo del 40% ni, en consecuencia, por encima del 60%. Todo ello exigible en las listas por tramos de a cinco (para evitar trampas de porcentajes globales que coloquen a las mujeres en los últimos puestos)
Como se sabe, esta medida ya está en discusión judicial porque el Tribunal Constitucional tiene sobre su mesa varias impugnaciones del PP a varias leyes electorales autonómicas que establecen ésta o parecidas medidas y que, en su opinión, no son constitucionalmente admisibles.
La otra medida que está provocando mayor polémica es la que corresponde al Artículo 71: «Las sociedades procurarán incluir en su consejo de administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres en un plazo de ocho años a partir de la entrada en vigor de esta ley».
Aquí han surgido airadas voces que cuestionan la impertinente injerencia del legislador en un ámbito estrictamente privado, como es la gestión de las empresas. Empezaré por afirmar algo obvio. La ley no establece mandato imperativo y debemos destacar la importancia del verbo que enmarca este propósito: 'procurarán'. Para más claridad, se establece un plazo de ocho años para que se vaya materializando esta recomendación. Por último, se circunscribe la propuesta a las grandes empresas que cotizan en Bolsa. La ley sí contempla, en cambio, que las empresas que avancen en este objetivo de la igualdad puedan encontrar estímulos en la contratación pública y que las que no lo hagan expliquen en sus memorias las razones de no hacerlo. Aquí no hay imposición legal, hay estímulo público y quizás sanción social. Una sociedad madura puede y debe ejercer sus derechos ciudadanos como consumidores y como ahorradores, en una creciente exigencia de responsabilidad social a la empresa. Y la igualdad de géneros es una de las más elementales señales de responsabilidad social.
En segundo lugar conviene echar una mirada a nuestra estadística. En Suecia, las mujeres con cargos directivos en grandes empresas llegan al 27%. En Finlandia, al 17,5%; en EE UU, el 17%; en la UE, el 7'5%. Y en España... el 3%. Por cierto, las empresas del IBEX no llegan a ese raquítico porcentaje. Hay quien dice, como la CEOE o el PP, que esa igualdad llegará de forma natural cuando la presencia de la mujer en la dirección de las empresas y en los consejos de administración se derive de una ósmosis gradual como consecuencia de la creciente presencia de la mujer en la empresa. Al igual que las mujeres jueces acabarán copando el Supremo, vienen a decirnos, por su masiva presencia en el mundo judicial, así mismo se producirá la progresiva (y -añaden- nunca impuesta) presencia femenina en los núcleos decisivos del poder empresarial.
Hay varias objeciones que hacer a este bienintencionado propósito. La primera es la que públicamente se planteaba Pilar Gómez-Acebo, vicepresidenta de la Confederación Española de Directivos: «¿Cuántas decenas de años tardaremos en acceder a los puestos que nos corresponden? ¿Cuarenta años, cincuenta?». Efectivamente, las cuotas se censuran como injustas, pero sin ellas muchos sectores sociales no avanzan en el camino de la igualdad. Honradamente, éa es la conclusión evidente de nuestra experiencia política. Pero además ya es hora de que admitamos las enormes desventajas con que cuentan las mujeres en el desarrollo de su carrera profesional. Hay, desde luego, una discriminación por el embarazo y la maternidad y la mayoría de las mujeres sufren las principales consecuencias de asumir la responsabilidad familiar. La mayoría de los hombres competimos ventajosamente con ellas porque nuestras carreras profesionales se siguen sosteniendo en el excedente de tiempo que nos proporcionan nuestras mujeres. Por eso, entre otras muchas razones, estas políticas de igualdad no son concesiones piadosas a un colectivo marginal, sino devolución de derechos que la sociedad debe a la mitad de nuestros conciudadanos.
Yo no sé si «la mujer enriquece a la empresa», como decía hace unos días Mónica Oriol, presidenta de una gran firma española. El argumento de la calidad especial o de las singulares características de las mujeres en el poder me convence poco. Pero sí creo en el camino de la igualdad que Norberto Bobbio llamaba «estrella polar de la izquierda».
Hemos celebrado este año el setenta y cinco aniversario del reconocimiento en España del derecho al voto de las mujeres. De aquella gran conquista de nuestro periodo republicano a la próxima Ley de Igualdad que aprobaremos en las Cortes estos próximos días, en la que, por ejemplo, se propone la progresiva incorporación de las mujeres a los consejos de administración de las empresas, media un abismo de tiempo y de progresos. ¿Insuficientes todavía? Quizás, aunque imparables e irreversibles, además de cuantiosos. Que reconozcamos la existencia de importantes aspiraciones de la igualdad entre los sexos, todavía no alcanzadas, no nos debe impedir resaltar los importantes avances que se están produciendo de manera constante y unidireccional. Sin ir más lejos, y aunque a algunos les pueda parecer nimio, el Estatuto de Andalucía recién aprobado en el Congreso, ha incorporado un lenguaje no sexista, gramaticalmente dudoso pero, en materia de género, rabiosamente igualitario.
La evolución de la sociedad española en estos últimos veinte años es una buena muestra de la conquista de la igualdad. Basta examinar tres parámetros irrefutables: el mayor número de mujeres que de hombres en la Universidad (aunque persisten algunas reticencias culturales en el acceso femenino a determinadas carreras), el número de mujeres en el mercado de trabajo (todavía inferior a la tasa de actividad masculina, aunque avanzando inexorablemente, si recordamos por ejemplo que en los treinta últimos años el número de mujeres ocupadas en España ha pasado de 3,6 millones a 8,1, es decir, que hoy trabajan cuatro millones y medio de mujeres más que hace treinta años en el mercado laboral) y por último el número de mujeres en la actividad pública (ayuntamientos, parlamentos, gobiernos, etcétera), que desde comienzos de los 80 se ha multiplicado sucesivamente, acercándose a porcentajes próximos a la igualdad (entre 30% y 40% de media). El Gobierno paritario de Rodríguez Zapatero ha sido la última y significativa decisión en esta dirección.
Que el Gobierno tiene como número dos a una vicepresidenta 'feminista' es algo sabido. Pero quizás lo sea menos que está encabezado por un presidente que ha insertado la batalla de la igualdad de géneros en el corazón de su política 'republicana', entendiendo por tal la democracia constitucional, es decir, un orden político estable y seguro, regido por la ley y una comunidad política de libertades y de justicia en la que se estimulan las virtudes cívicas y los bienes públicos ('solidarity goods'). Es en ese modelo en el que se insertan algunos perfiles de lo que Zapatero ha llamado 'el socialismo de los ciudadanos', aunque el entorno de esa idea esté todavía insuficientemente configurado.
Pero es en ese marco, insisto, en el que Rodríguez Zapatero ha insertado una decidida política de igualdad de géneros que ha tenido y tiene en la Ley de Igualdad su marco general. Dos ideas destacan en esta ley que resultan controvertidas y objeto de polémica. La primera es el establecimiento de la obligación legal de representación igual de mujeres y hombres en todas las listas electorales. Como se sabe, este objetivo se pretende mediante la exigencia del 40-60 en todas las listas electorales de todos los partidos y en todas las elecciones, es decir, que ninguno de los sexos esté representado por debajo del 40% ni, en consecuencia, por encima del 60%. Todo ello exigible en las listas por tramos de a cinco (para evitar trampas de porcentajes globales que coloquen a las mujeres en los últimos puestos)
Como se sabe, esta medida ya está en discusión judicial porque el Tribunal Constitucional tiene sobre su mesa varias impugnaciones del PP a varias leyes electorales autonómicas que establecen ésta o parecidas medidas y que, en su opinión, no son constitucionalmente admisibles.
La otra medida que está provocando mayor polémica es la que corresponde al Artículo 71: «Las sociedades procurarán incluir en su consejo de administración un número de mujeres que permita alcanzar una presencia equilibrada de mujeres y hombres en un plazo de ocho años a partir de la entrada en vigor de esta ley».
Aquí han surgido airadas voces que cuestionan la impertinente injerencia del legislador en un ámbito estrictamente privado, como es la gestión de las empresas. Empezaré por afirmar algo obvio. La ley no establece mandato imperativo y debemos destacar la importancia del verbo que enmarca este propósito: 'procurarán'. Para más claridad, se establece un plazo de ocho años para que se vaya materializando esta recomendación. Por último, se circunscribe la propuesta a las grandes empresas que cotizan en Bolsa. La ley sí contempla, en cambio, que las empresas que avancen en este objetivo de la igualdad puedan encontrar estímulos en la contratación pública y que las que no lo hagan expliquen en sus memorias las razones de no hacerlo. Aquí no hay imposición legal, hay estímulo público y quizás sanción social. Una sociedad madura puede y debe ejercer sus derechos ciudadanos como consumidores y como ahorradores, en una creciente exigencia de responsabilidad social a la empresa. Y la igualdad de géneros es una de las más elementales señales de responsabilidad social.
En segundo lugar conviene echar una mirada a nuestra estadística. En Suecia, las mujeres con cargos directivos en grandes empresas llegan al 27%. En Finlandia, al 17,5%; en EE UU, el 17%; en la UE, el 7'5%. Y en España... el 3%. Por cierto, las empresas del IBEX no llegan a ese raquítico porcentaje. Hay quien dice, como la CEOE o el PP, que esa igualdad llegará de forma natural cuando la presencia de la mujer en la dirección de las empresas y en los consejos de administración se derive de una ósmosis gradual como consecuencia de la creciente presencia de la mujer en la empresa. Al igual que las mujeres jueces acabarán copando el Supremo, vienen a decirnos, por su masiva presencia en el mundo judicial, así mismo se producirá la progresiva (y -añaden- nunca impuesta) presencia femenina en los núcleos decisivos del poder empresarial.
Hay varias objeciones que hacer a este bienintencionado propósito. La primera es la que públicamente se planteaba Pilar Gómez-Acebo, vicepresidenta de la Confederación Española de Directivos: «¿Cuántas decenas de años tardaremos en acceder a los puestos que nos corresponden? ¿Cuarenta años, cincuenta?». Efectivamente, las cuotas se censuran como injustas, pero sin ellas muchos sectores sociales no avanzan en el camino de la igualdad. Honradamente, éa es la conclusión evidente de nuestra experiencia política. Pero además ya es hora de que admitamos las enormes desventajas con que cuentan las mujeres en el desarrollo de su carrera profesional. Hay, desde luego, una discriminación por el embarazo y la maternidad y la mayoría de las mujeres sufren las principales consecuencias de asumir la responsabilidad familiar. La mayoría de los hombres competimos ventajosamente con ellas porque nuestras carreras profesionales se siguen sosteniendo en el excedente de tiempo que nos proporcionan nuestras mujeres. Por eso, entre otras muchas razones, estas políticas de igualdad no son concesiones piadosas a un colectivo marginal, sino devolución de derechos que la sociedad debe a la mitad de nuestros conciudadanos.
Yo no sé si «la mujer enriquece a la empresa», como decía hace unos días Mónica Oriol, presidenta de una gran firma española. El argumento de la calidad especial o de las singulares características de las mujeres en el poder me convence poco. Pero sí creo en el camino de la igualdad que Norberto Bobbio llamaba «estrella polar de la izquierda».
El Correo. 5/12/2006