2 de julio de 2006

¿Empresas solidarias?

En Colombia, como en toda América Latina, son frecuentes los poblados de chabolas rodeando las ciudades. A unos pocos kilómetros de Cartagena de Indias, la bellísima ciudad colombiana del Caribe, se encuentra uno de ellos: el barrio ‘Nelson Mandela’. No puedo siquiera calcular los miles de personas que malviven en aquellas casuchas de maderas y uralitas, levantadas sobre el suelo de tierra, pegadas unas a otras y sin embargo relativamente bien ordenadas en calles paralelas y perpendiculares, como si de una ciudad se tratara. ‘Nelson Mandela’ está poblado por familias que vinieron del campo a la ciudad y también por miles de desplazados, así llamados en aquel país porque son familias que huyeron de sus pueblos de origen espantados por el horror de la guerilla y de su represión bélica.

Hace unos días que visité la obra social de una gran empresa española en ese poblado. Mil cien niños que acuden a una escuela pública, en parte financiada por un programa de apoyo escolar-educativo y que permite a muchos de ellos aprender a tocar instrumentos musicales, a cantar, a coser, a gestionar pequeñas empresas y a mil cosas más que les preparen para ser útiles en la vida. Muchos niños perdieron a sus padres en la guerilla colombiana, otros muchos viven solos porque sus padres trabajan largas temporadas en Venezuela. Todos son pobres de solemnidad.

Fue emocionante verles en aquellas pobres aulas, uniformados, sonrientes, agradecidos. Aprendiéndolo todo, anhelantes de progreso y de vida. Por cierto, dirigidos por una monja vitoriana, misionera cristiana del Divino Maestro, como otros muchos vascos que recorren el mundo predicando su religión con el ejemplo de su vida entregada a los demás. ¿Sabían ustedes que la mitad de los misioneros de la Iglesia católica en el mundo entero son del País Vasco y Navarra?

La izquierda siempre ha despreciado la caridad. Embelesados por el Estado, e imbuidos de la trascendencia de nuestra tarea transformadora, hemos sido deudores del Boletín Oficial y del Presupuesto público, convirtiéndolos en monopolio de la redistribución social, en el único ‘Leviatán’ de la justicia y la solidaridad. Hace ya mucho tiempo que descubrimos que incluso la mejor política social necesita los tentáculos del voluntariado, de las ONG de miles y miles de ciudadanos, que bien movidos por su fe o por sus principios y valores personales, llegan hasta el último rincón de la necesidad y del excluido. Hace ya mucho tiempo que sabemos que una sociedad cohesionada, cálida, amable, es aquella en la que, a través de múltiples instrumentos, los ciudadanos somos algo más que vecinos y compañeros de trabajo y nos comprometemos con causas ajenas, vertebrando valores de convivencia, expresiones de solidaridad y de interés por los demás, que acaban determinando la calidad ética de nuestras sociedades.

Pues bien, más allá de estas evidencias, la conmovedora experiencia de ‘Nelson Mandela’ nos permite reflexionar sobre el papel de las empresas en la extensión de la solidaridad social. ¿Es que las empresas pueden ser solidarias?¿No es ello ajeno y hasta contradictorio con su naturaleza y con sus fines?

Desde hace unos años, el debate sobre la responsabilidad social de las empresas no ha dejado de crecer. Impulsado por las profundas transformaciones que están teniendo lugar en torno a esta vieja y renovada ecuación que es la relación entre la empresa y la sociedad, este nuevo concepto va tomando cuerpo en la mayoría de los países y en la casi totalidad de las compañías multinacionales. Cada día hay más razones para que las empresas mejoren sus relaciones con su entorno humano, institucional y ecológico, desarrollando políticas sostenibles a través de un diálogo fluido y leal con sus grupos de interés (’stake-holders’) En este amplio e interesante tema de la RSE, la acción social de las empresas, constituye un capítulo de especial importancia.

Por volver al ejemplo de las multinacionales españolas en América Latina, puede decirse que todas ellas (hablamos de las treinta grandes empresas españolas que todos conocemos) realizan una serie de actividades sociales de enorme impacto. Miles de jóvenes licenciados latinoamericanos hacen gratis en España sus cursos de postgrado. Obras de infraestructura pública que el Estado no realiza, se construyen con el trabajo voluntario de los empleados de algunas empresas. En colaboración con ONG españolas o latinoamericanas se llevan a cabo múltiples actividades educativas y sociales. La experiencia de ‘Nelson Mandela’ es una de ellas.

Es verdad que algunas empresas pretenden ocultar con el márketing de sus actividades sociales otras realidades menos presentables en el campo de sus relaciones laborales o en el compromiso medioambiental. Pero no les durará mucho. Las exigencias de la RSE no permiten esos engaños porque hoy en día son muchos los observadores que analizan el comportamiento de las empresas. En la sociedad de la comunicación, las empresas son como invernaderos: todos las miramos y todo se ve. Después, la red de Internet, los múltiples sistemas de información, móviles, televisiones, medios escritos especializados, etcétera, se encargan de transmitirlo todo. Bueno, casi todo.

La pregunta por tanto es: ¿Debemos potenciar y estimular la acción social de las empresas o debemos censurarla como un engañoso telón de fondo de simple reputación corporativa? Para mí la respuesta no puede ser sino la primera. No sólo porque sus iniciativas son objetivamente buenas y producen resultados positivos en multitud de campos a donde no ha llegado la acción del Estado (en el caso latinoamericano de forma evidente, pero también en nuestro país, por ejemplo, con la inserción laboral de la discapacidad). También porque esas iniciativas potencian a las ONG, aportándoles recursos y profesionales muy valiosos y porque muchos proyectos se realizan con el voluntario esfuerzo de los propios empleados de la empresa, lo que extiende muy positivamente el sentido de la solidaridad y del trabajo por los demás, a las grandes plantillas de las grandes empresas.

Hay un dato que corrobora esta argumentación. La inversión de las empresas extranjeras en el Tercer Mundo ha cuadriplicado la ayuda oficial al desarrollo. El famoso 0,7% que ningún país cumple se está sobrepasando si contamos las acciones sociales de las empresas. Si todas las empresas con presencia internacional se comprometen con su entorno y desarrollan programas de cooperación al desarrollo en los países del mundo menos desarrollado, ¿se imaginan ustedes el formidable volumen de ayuda que estaremos gestionando? Si la colaboración de las empresas con las ONG y con los gobiernos locales se generaliza, ¿somos conscientes de la extraordinaria dimensión de solidaridad y de políticas redistributivas que pueden conseguirse? No olvidemos que hablamos de países con infraestructuras públicas muy deficientes; con sistemas fiscales muy rudimentarios, Estados del bienestar inexistentes; con insuficientes sistemas educativos o sanitarios. Son países llenos de necesidades. Si todas las empresas que operan en ellos desarrollan tareas de acción social hacia sus ciudadanos, los beneficios colectivos pueden ser enormes.

Alguien me podría recordar el proverbio de la caña y los peces. ‘Enséñales a pescar y no les des peces’, se dice. Pues justamente de eso estamos hablando. La educación de niños, la formación profesional, los cursos de cualificación postgrado, generan poblaciones capaces de desarrollar esos países, hoy atrasados. Algo parecido a lo que ha venido ocurriendo en España con los cuadros directivos de nuestras empresas en los últimos treinta años y que les han convertido en directivos muy competitivos en todo el mundo. Ignasi Carreras, ex director de Intermón Oxfam, una de las ONG de la cooperación al desarrollo más internacional, señalaba recientemente la importancia de la colaboración entre ONG y empresas en la gestión de la solidaridad y las numerosas sinergias que surgen de ella. «Unas aportan consultoría, las otras experiencia en políticas de RSE», decía. Y añadía: «Hay una presión social creciente para que las empresas tengan beneficios compatibles con los derechos fundamentales y medioambientales. El consumidor está dispuesto a castigarlas. Cada vez habrá más rankings de empresas donde se valore su RSE. La empresa no arriesgará el valor de su marca con actos que puedan desprestigiarla».


El Correo, 2/07/2006