Las reformas de los Estatutos de Autonomía vienen acompañados de mucho ruido político y mediático. Una ola de alarma y desasosiego nacional atraviesa tertulias, editoriales, grupos de opinión y conversaciones varias a lo largo del país. Muchos se preguntan si realmente los peligros para la unidad, la Constitución, la solidaridad interterritorial y otros valores comunes de nuestra convivencia son tan graves o si, por el contrario, estamos asistiendo a un debate político entre partidos más o menos pasajero.
La profunda división entre PSOE y PP, entre Gobierno y oposición, también en este tema, agrava la tensión y las agresivas intervenciones mediáticas de algunos periódicos y radios en el tema, están produciendo una grieta social entre los españoles, desconocida en estos treinta últimos años de democracia (con la excepción del período anterior a la derrota electoral del PSOE en 1996).
Tengo una visión bastante extensa de nuestra vida política y un conocimiento técnico suficiente de los contenidos estatutarios, como para poder ofrecer algunas precisiones a este debate.
Primera. Las reformas estatutarias no son consecuencia de alianzas políticas extrañas ni de circunstancias políticas inconfesables. Son reformas necesarias en el marco regulador del autogobierno de nuestras autonomías. Han pasado veinticinco años y el escenario de la acción pública ha variado sustancialmente. La globalización, la Unión Europea, la revolución tecnológica, han alterado la intervención política de nuestros gobiernos y hacen necesario adecuar los poderes y las competencias de nuestras autonomías. Nuevos problemas, como la inmigración, reclaman otro reparto de poder. La experiencia acumulable permite aumentar el autogobierno en materias que no lo aconsejaban hace dos décadas, como, por ejemplo, en la gestión de los puertos y aeropuertos o en la Administración de la Justicia.
Es este conjunto de razones el que mueve a la Comunidad Valenciana a presentar en las Cortes la primera reforma estatutaria. El gobierno valenciano del PP y la oposición del PSOE en esa comunidad se pusieron de acuerdo para mejorar su autogobierno en un contexto de reformas institucionales impulsadas por el presidente Rodríguez Zapatero. Luego vino Cataluña, pero el año que viene llegarán Canarias, Andalucía y otras.
Segunda. La reforma presentada por el Parlament de Cataluña obedece a los mismos propósitos, pero objetivamente es un texto que ha provocado enorme contestación política y alarma constitucional. Hay que empezar diciendo que el texto aprobado por el Parlament responde a una problemática propia y se ha construido con otra perspectiva jurídica. En Cataluña había y hay una fuerte demanda de mayor autogobierno (radicalizada en la última etapa del Gobierno Aznar) y un sentimiento de agravio económico muy fuerte y muy generalizado. La reforma presentada responde a ambos propósitos con un texto que quiere estar en la Constitución y respetarla, interpretándola en sus máximos límites pro-autonómicos y con un modelo de financiación que se parece demasiado al Concierto Económico vasco y navarro. De aquí han surgido las alarmas y, justo es decirlo, algunas son comprensibles porque en la búsqueda del máximo, Constitucional, es frecuente la superación de una barrera, muchas veces difusa, pero infranqueable siempre. De la misma manera, el modelo financiero que necesita Cataluña no puede ser un sistema bilateral, no generalizable, ni puede alterar las bases solidarias de la Hacienda estatal.
Tercera. El Estatuto fue tomado en consideración por el Pleno de las Cortes porque cumplía todos los requisitos jurídicos exigibles y porque políticamente era una barbaridad rechazar un texto que venía avalado por el noventa por ciento del Parlamento de Cataluña. Pero, en su tramitación en las Cortes, será discutido y revisado profundamente. El Estatut será aprobado finalmente sin vulneraciones a la Constitución y con un modelo de financiación que sea aceptable para Cataluña y para el conjunto de España. Con todo ello será un gran Estatuto, porque se trata de un texto minucioso y serio, en el que más allá de los desacuerdos actuales que, repito, estamos seguros de que serán corregidos por acuerdo con los proponentes, late un trasfondo de autogobierno comprensible en una sociedad con una fuerte identidad colectiva como lo es la catalana. El resultado será un Estatuto que aumente considerablemente la responsabilidad de la Generalitat ante los ciudadanos y que incorpore a Cataluña a la gobernación española con mayores vínculos todavía que los que han unido siempre a Cataluña con España.
Cuarta. ¿Qué hará el PP con el Estatut? No me cabe duda de que el PP participará en la ponencia parlamentaria y de que aportará sus enmiendas para corregir el texto actual. Un boicot parlamentario a la reforma, como al parecer preconizan algunos de los más extremistas de sus representantes, sería funesto para todos. Avancemos sobre la hipótesis más razonable y plausible, que el propio Rajoy parece confirmar en el sentido de una participación parlamentaria constructiva. ¿Qué sucederá cuando el PP observe un Estatuto rigurosamente corregido en sus aspectos inconstitucionales? ¿Se sumará, o no, a un consenso en el que su contribución es ampliamente deseable para casi todos y que resultará vital para sus intereses políticos?
Quiero creer que éste no es un horizonte imposible a pesar de que la campaña desarrollada hasta la fecha resulte demasiado contradictoria para este desenlace. Pero me pongo a pensar en su estrategia cuando llegue la reforma del Estatuto de Canarias o de Andalucía, sin duda, apoyadas por el PP de ambas comunidades, y me pregunto cómo explicarán su radical oposición al Estatuto de Cataluña. Es más, voy más lejos y veo una próxima convocatoria de elecciones catalanas y no puedo imaginar que Piqué encabece una alternativa en Cataluña denunciando o renegando del Estatut.
Quinta. El debate político que acompaña la reforma estatutaria catalana es gravísimo. No pondré nombres que están en la boca de todos, ni acusaré al PP de tirar las piedras que han removido el estanque de las aguas identitarias, pero la exacerbación de sentimientos anticatalanes que recorre España, me parece peligrosísimo, además de injusto. Primero porque, cuando se incendian los antagonismos, éstos crecen por igual en los dos territorios y se elevan murallas de odio que cuesta mucho desmoronar; y segundo, porque la demagogia argumental acaba en las tripas y en reacciones colectivas absolutamente extremas. Allí crece el independentismo y aquí el —que se vayan“ o las gilipolleces del boicot comercial.
¿Adónde vamos con ese discurso? ¿Cómo se construye España de esa manera? Más bien se destruye, porque es bastante evidente que se están rompiendo delicados equilibrios integradores de nuestra diversidad, a favor de tópicos groseros que desgraciadamente anidan en nuestra memoria histórica. Pero, ¿quién se beneficia de estas campañas? Unos cuantos miles de oyentes o periódicos de más no justifican semejante atropello. Dos o tres puntos en los sondeos no son nada comparado con el daño que se está haciendo a España. Si el Estatuto es corregido y consensuado como queremos hacerlo y como estamos trabajando para conseguirlo, ¿qué dirán mañana los que echan día a día gasolina a la hoguera de las identidades españolas?
Expansión, 19/12/2005